La crónica cósmica. La vida te da sorpresas

AMOR Y AMISTAD – Anteayer, mientras daba mi paseíto del atardecer, conocí a un empresario de Delhi que, además de estar charlando conmigo un buen rato, me invitó a cenar en un lujoso restaurante, al que nos llevó su chófer.

Al enterarse que en las últimas décadas yo había pasado más tiempo en la India que en mi tierra, me preguntó cuál había sido la razón o el factor determinante. Le respondí que había países y sitios que podían gustarme, pero que no me aportaban nada más, como un lugar bonito al que vas de vacaciones y no llega a seducirte; mientras que mi relación con la India era más parecida a un amor que ni siquiera lograba empañar todas las cosas feas que sucedían diariamente en ella.

También lo podría comparar a la buena amistad que mantuve con personas que a mí siempre me trataron de maravilla a pesar de ser unas grandísimas hijas de puta que hicieron trastadas a diestro y siniestro.

Uy, uy, uy, que me estoy yendo por las ramas. Será mejor retomar el camino que había deseado y, en vez de hablaros por enésima vez de mi relación con la India, lo haré acerca de este lugar de las Colinas Kumaon, en el estado indio de Uttarakhand, que es uno de mis paraísos particulares.

Cuando vine por primera vez en 1991, no diré que fuese un amor a primera vista porque, al principio, las empinadas laderas de sus colinas me parecieron demasiado duras para mis pulmones, mis piernas y, sobre todo, para mi pereza crónica.

Pero la vida te da sorpresas, y a las pocas semanas de recorrer sus bosques y andar diariamente bastantes kilómetros, ahora trepando y después descendiendo, ya que este sitio se parece a la Selva Negra alemana en que hay poco terreno llano, tuve la sensación de que mis baterías se hubiesen recargado, igual que cuando estuve en el Valle del Kullu con el amigo californiano.

Aunque quizás sería más apropiado decir que había recibido la energía de las montañas y no me atemorizaría ir hasta el bazar del pueblo más cercano para tomar simplemente un chai.

Desde entonces, mientras repetía una y otra vez mis largas visitas, me habré hospedado en una docena de lugares distintos que se hallaban aislados en medio de los bosques y tenían en común que algún leopardo rompiese el silencio de la noche con sus rugidos.

El sitio más especial, el que despertó definitivamente mi amor por la naturaleza, fue un solitario valle en el que permanecí dos meses en una cabaña, durmiendo en el suelo y cocinando con la leña que recolectaba en el bosque.

Pero, con el transcurso de los años, y mientras me aburguesaba (nadie es perfecto), substituí el bloc y el bolígrafo por un ordenador y, claro, se hicieron imprescindibles la electricidad y la conexión a Internet; prestaciones que obtengo en la granja en que me he estado hospedando durante la última década, donde, por un precio asequible a mi maltrecha economía (aproximadamente unos doscientos veinte euros mensuales), tengo una amplia habitación y la misma comida vegetariana que comen mis anfitriones brahmanes, una pareja de cuarenta años que me tratan como si fuese de la familia, pues he visto crecer a sus dos hijos desde que todavía mamaban.

La relación con quienes viven por estos alrededores es parecida, y durante mis paseos recibo saludos por doquier. Tengo amigos a los que conocí cuando eran unos jovencitos y que ahora ya son abuelos.

Me encuentro con varios de ellos por la mañana cuando me pateo cuatro kilómetros hasta un pequeño comercio en el que tomo el chai del desayuno. Antes era el abuelo quien se hallaba al frente del negocio. Todavía usaba fuego de leña (grandes troncos que quemaban durante varios días) y preparaba el peor chai del valle; pero tras fallecer éste, lleva el negocio su hijo, y la calidad ha mejorado un poco.

Una mañana se detuvo a mi lado un hombre al que tardé en reconocer porque, igual que yo, había perdido el pelo y buena parte de sus dientes. Era mi amigo Jira Lal, quien se apresuró a liar un porrito con un bidi, que compartimos con el amo de la casa y otro viejo de mi edad: ceremonia que ya se ha repetido todos los días. En este valle se produce un costo que no es nada del otro mundo, pero que lo fuma la mayoría de gente, como también siguen haciéndolo con los bidis: un paquete de ellos cuesta igual que un solo cigarrillo.

Otro de los viejos amigos a quien he reencontrado es el hombre al que en estas crónicas doy el apodo de Señor Oso: un marchoso de cuidado con el que he gozado muchas fiestas etílicas. Su granja se halla junto a uno de los lagos y lejos del mundanal ruido. Hace un año, cuando regresaba a casa llevando una de sus habituales cogorzas, descubrió los restos de un ciervo colgado de un árbol que habría dejado un leopardo, pantera muy saludable que solamente come carne fresca. Lo habría dejado allí, fuera del alcance de otros animales, para terminárselo más tarde. A mi amigo le apeteció cenar carne de ciervo y, ni corto ni perezoso, trepó por el tronco sin tener en cuenta que había llovido y estaba húmedo: terminó pegándose la gran hostia, por lo que pasó una temporada en el hospital.

El otoño es normalmente una buena época para dejarse caer por las Colinas Kumaon porque, tras los monzones, la jungla luce sus mejores galas: flores a mansalva, un manto de musgo cubriendo cualquier roca y orquídeas colgando de los troncos. Sin embargo, este año (y también el anterior, en que hubo avalanchas, inundaciones y muertes) los monzones, en vez de terminar a mediados de septiembre, se han alargado hasta la segunda quincena de octubre.

Aunque me gusta sentarme en el porche y dedicarme a tan ociosa actividad como es contemplar la lluvia, hasta ayer mismo, cuando volvió a lucir el sol, no pude pasear por el bosque debido a las sanguijuelas, de las que el día de mi llegada me llevé una a casa sin darme cuenta y, por culpa del anticoagulante que te inyectan, dejé el suelo cubierto de sangre hasta que logré detener el continuo goteo envolviendo la herida con cinta adhesiva de la que usan los pintores.

Este práctico consejo me lo dio mi otro buen amigo, el señor Chacal, quien también me explicó que el gel hidroalcohólico higienizante con el que os desinfectáis las manos contra el covid-19 es un buen repelente contra esos asquerosos bichos. Aunque los monzones se acompañan de unas temperaturas perfectas, también provocan una gran humedad que impide secarse la colada. Seguiremos informando.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. Un día, cuando Boy, Musa y yo salíamos de la casa de nuestros amigos Pa y Modu, donde habíamos pasado varias horas dedicados a las habituales tareas de fumar maría y beber té, vimos llegar dos coches de la policía. Era un hecho totalmente insólito en aquella plácida aldea.

Los vehículos se detuvieron frente a la vivienda que acabábamos de abandonar. De ellos descendieron varios uniformados que llevaban ametralladoras y acompañaban a un muchacho al que traían detenido. Éste, representando a la perfección el rol de Judas, identificó a los buenazos Pa y Modu, dejándolos patitiesos al asegurar que eran sus cómplices.

Pero entonces, mientras los policías estaban atareados esposando a los dos muchachos, el delator salió por piernas, saltó la valla que separaba la finca, y cuando le dieron el alto y apuntaron sus armas ya había desaparecido entre la espesura.

Nosotros solamente llegaríamos a saber la historia al completo la mañana siguiente tras ver regresar sanos y salvos a unos felices Pa y Modu, quienes nos contaron: “Aquel hijo de puta robó de algún lugar unos billetes de marcos alemanes, que además eran falsos, y se los pasó a un colega, que fue detenido al tratar de cambiarlos. Como era de suponer, éste le contó a la pasma que había sido su amigo el que le cargara con el muerto, y pronto le detuvieron. Pero el fulano no se rindió y, sabiendo que le podrían caer bastantes años de cárcel, se inventó que había sacado los marcos de nuestra casa. Con ello logró que le trajesen hasta aquí y se dispuso a ganar el campeonato africano de campo a través, ya que, siguiendo en línea recta, y sin necesidad de abandonar el bosque, habrá llegado hasta el Senegal”. Continuará.

LA TABERNA GALÁCTICA – Érase una noche en que mi antro predilecto estaba prácticamente vacío, pues solamente había un cliente que tomaba una cerveza en la barra. Por su semblante creí que podría ser eslavo, pero me sorprendió diciendo que era paisano mío, o sea catalán, y su biografía me dejó bastante admirado: “Nací en una familia obrera de Barcelona en la triste era del franquismo, y a los once años empecé a trabajar repartiendo los encargos de una farmacia. A los catorce años despertaron mis ideas políticas y entré a formar parte de un grupo comunista, que era por supuesto ilegal.

En 1974, cuando yo tenía 17 años, me arrestó el temido y sádico policía de la Brigada Político Social, conocido como Billy el Niño, y pasé tres días de horror y torturas en la comisaría de la Vía Layetana. Luego permanecí un mes en la Cárcel Modelo junto con el joven anarquista Salvador Puig Antic, que sería ejecutado poco después con el primitivo sistema del garrote vil.

Tras recobrar la libertad, en 1978 di mis primeros pasos en el mundo del teatro al conocer a un actor francés que me propuso colaborar con él. Preparamos y estrenamos una pequeña obra surrealista que incluía números circenses de trapecio, que tuvo un éxito inesperado. Sin embargo, esto no fue óbice para que, al faltarnos financiación, tuviésemos que buscar otra forma de ganarnos la vida y empezásemos a trabajar en un circo.

Fuimos a Galicia, donde estrenamos una gran carpa bajo la que unos presentadores famosos daban paso a acróbatas, payasos, malabaristas y domadores de unas panteras que eran una mezcla de tigres y leones. Un mes después, el circo se declaró en bancarrota y los únicos que lograron cobrar fueron los presentadores. Los demás no vimos un duro. Los que peor lo pasaron fueron los domadores, que no tenían dinero para alimentar a unos animales que sobrevivieron gracias a las ayudas del vecindario.

Así terminó mi relación con el francés, que regresó a Barcelona mientras yo me asociaba con la troupe de acróbatas, con quienes recorrí parte de España en una camioneta y una caravana, hasta que nos contrató un pequeño circo familiar que ni siquiera tenía carpa. Con ellos fuimos a Canarias, donde estuve actuando de acróbata tres meses.

Pasé el siguiente año viviendo en Euskadi, en casa de un amigo pintor, hasta que uno de mis antiguos colegas acróbatas me propuso ir a Madrid para trabajar en el recién formado Circo de los Muchachos, una escuela circense que disponía de una gran carpa en la que recibían lecciones más de un centenar de muchachos de la calle, sobre todo de América latina. Allí aprendimos a volar de un trapecio a otro y, al mismo tiempo, aleccionábamos a los muchachos.

Tres años más tarde empecé a trabajar como técnico de iluminación para grupos de teatro, como La Fura dels Baus, de música e incluso en televisión, ocupación que hice durante los siguientes veinticinco años recorriendo Europa, Sudamérica y el Caribe, hasta que terminé harto de viajar, de dormir en hoteles y de comer en restaurantes”.

Le pregunté si recordaba en qué países había estado y, como si fuese en una película de Woody Allen, me los detalló por orden alfabético: “Alemania, Andorra, Argentina Austria, Bélgica, Chile, España, Francia, Inglaterra, Italia, India, Marruecos, Mónaco, Países Bajos, Portugal, Suiza Tailandia, Turquía y USA”. Me despedí de él pensando que había olvidado mencionar los sitios del Caribe en que había trabajado.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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