La crónica cósmica. Masturbación

LA DIETÉTICA, LA FE, LA MASTURBACIÓN – Quiero puntualizar a quienes me alimentasteis mientras fuisteis mis anfitriones (a veces durante más tiempo del deseado, ¡JA!) y creéis que soy incapaz de freírme un huevo, que cuando estoy solo como muy bien y, además, de forma muy sana.

Aunque mis platos no tengan precisamente un aspecto atrayente para los ojos y que jamás sean el resultado de una receta determinada, pues improviso con lo que tengo a mano, y al fin sale lo que el Cosmos quiere. (Había puesto “lo que Dios quiere”, pero lo he cambiado para evitar que mi ateo corrector se sulfure).

Fue así durante las semanas en que la amiga parisina estuvo en Hungría y cuidé de esta casa a solas, pues seguí una dieta que era vegetariana en un noventa por ciento. La excepción tenía forma de rebanadas de pan con trucha ahumada y, por supuesto al estar en Francia, diferentes clases de queso. Además, cocinaba la verdura al vapor y la acompañaba con buen arroz basmati de la India, salteándola con cúrcuma.

El menú también incluía a veces curry de lentejas o ensalada de alubias con pimientos y tomates del huerto. Cuando mi dieta es totalmente vegetariana siento una sutil alegría. Rizando ya el rizo de la perfección, hacía las compras en el mercado biológico de la cercana y bella población de Rohemaure (“Pueblo con carácter”, consta en un letrero), al que también voy a buscar el agua que mana de su rico manantial.

Comparto la opinión de las personas religiosas acerca de que la fe te aporta felicidad y dicha, y que es así a pesar de que quizás no exista el Más Allá y que el hecho de fallecer sea parecido a un apagón perpetuo. ¡Fin! ¡Se acabó lo que se daba! Pero en mi caso la fe representa una gran putada, pues creo en la reencarnación a pesar de que con una vida ya tendría más que suficiente, y pienso que el primer berrido que soltamos al nacer es una queja en toda la regla: “¡Oh, no! ¡Otra vez la misma mierda!”.

De todos modos, la reencarnación también tiene su parte positiva (nada es perfecto ni totalmente imperfecto), pues te permite llevar a cabo aquellas cosas que no has tenido suficiente tiempo de hacer en una sola vida, como visitar todos los rincones interesantes de la Tierra o leer el sinfín de buenas novelas que hay en las bibliotecas. En esto también cuentan las ganas, pues creo que tenemos un número limitado de kilómetros a recorrer, de libros a leer o de botellas a beber, y que después ya entramos en una rutina en la que falta el esencial deseo infantil que da sabor a la vida.

Añadiré acerca de la fe que su principal problema está en que los devotos deberían mantener sus creencias en la intimidad del hogar, e incluso los rituales místicos llevarlos a cabo exclusivamente a un nivel personal, en vez de salir a pregonarlas por la calle, porque sólo les incumbe personalmente. Supongo que os chocará, pero me atreveré a comparar el tema de la fe con esa práctica tan entretenida, sana, buena, bonita y barata llamada masturbación, de la que nadie se dedica a hablar en público porque, aparte de que todo el mundo es muy diestro en ella (¡Ja!), lo que se siente es personal e intransferible.

Llegados a este párrafo os confesaré que en el titular he hecho constar a la masturbación con el único fin de atraer vuestra morbosa atención y que leyeseis los párrafos anteriores.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Durante los meses que habían transcurrido desde que me despidiese del amigo californiano a los pies del Himalaya (ver crónica anterior), yo había estado en muchos sitios y había recorrido bastantes kilómetros (os recuerdo que seguía andando descalzo): Delhi, Ganeshpuri, Bombay, Roma, Ginebra, una aislada granja de los Pirineos, que ya constaba en los mapas del Siglo XV, y Mallorca, isla en la que instalaba mi caravana en cualquier playa solitaria y permanecería allí hasta que me expulsara la Guardia Civil. Luego fui a las Islas Canarias.

En Lanzarote saludé a los viejos amigos. Después fui por primera vez a La Gomera y me enamoré de una perla de la naturaleza llamada Valle Gran Rey, en la que permanecí varios meses. A esa isla la siguió Tenerife, donde, además de repetir con su divertido carnaval, recorrí todo su periplo. En Garachico fui testigo de un drama cuando unas monstruosas olas del Atlántico se llevaron a un turista que paseaba por el malecón y trató inútilmente de salvarse agarrándose a una farola.

Mi siguiente destino se fraguó mientras paseaba por las calles ajardinadas de Santa Cruz de Tenerife (ciudad muy de mi gusto): al pasar frente a una agencia de viajes vi un cartel turístico de las Islas de Cabo Verde, y decidí echarles una mirada. El precio del vuelo en avión era un poco caro, pero también asequible gracias a la corta distancia que separaba ese país de las Canarias.

Pero había un problema: el pertinente visado sólo podría conseguirlo en Lisboa o en Dakar, la capital de Senegal. La siguiente pregunta que me hice tenía fácil respuesta: ¿por qué no aprovecho para visitar también Senegal?

Desde aquel momento me dediqué a una de mis actividades favoritas: conseguir el tique de avión más barato posible. No creáis que fuese fácil, porque, estuviese donde estuviese, las primeras pesquisas eran invariablemente demasiado caras y, así, desalentadoras.

Sólo supe que había hallado lo que buscaba al enterarme que existía una pequeña compañía aérea que volaba semanalmente hasta Banjul, la capital de un país llamado Gambia que se encontraba, literalmente, en medio de Senegal, y su única salida era el océano Atlántico. Aquel vuelo chárter era una excursión de un solo día en la que, partiendo de madrugada, llevaban de paseo a un grupo de turistas que visitaban cuatro destinos turísticos de Gambia, trayéndolos de vuelta a Canarias por la noche completamente agotados.

El precio del tique de ida y vuelta era barato y no me importaría perder la vuelta. El plan estaba claro: recorrería Gambia y Senegal, y después iría en barco a las Islas de Cabo Verde. Pero las cosas se torcieron un poco cuando me presenté en el aeropuerto (en realidad ya dormí allí) con mi equipaje y me dio el alto un alemán llamado Jerome, que era el jefe y organizador de todo aquel tinglado.

Me explicó que no podría llevar equipaje alguno conmigo porque, tanto si me gustaba como si no, mi visita a Gambia sería de un solo día, o sea que estaría obligado a regresar por la noche. Si no aceptaba las reglas que él había impuesto, me quedaba en tierra y no me devolvería ni una sola peseta de las que había pagado.

Le espeté: “¡Por un solo día no voy ni a la esquina, y si vuelo a Gambia es con el fin de visitar esta parte de África durante varios meses!”. Pero aquel mafioso alemán (que residía en Tenerife desde hacía bastantes años) era un tipo listo y halló la forma de sacar tajada: yo podría permanecer en Gambia el tiempo que desease si adquiría otro tique parecido de ida y vuelta. Además, ese nuevo trato incluiría tres días de estancia en un lujoso resort llamado Senegambia Club Hotel.

Acepté a pesar de que, al pagar esa nueva cantidad, me quedaría un poco corto de fondos y tendría que descartar el viaje a Cabo Verde. Hice unos rápidos cálculos mentales acerca de los gastos que pudiese tener en esos países que desconocía totalmente y reservé el tique de vuelta para dos meses más tarde.

Al aterrizar en Banjul tras un vuelo de dos horas, odié un poco menos a Jerome porque me ayudó a cruzar las aduanas por la trastienda y evitó que me tuviese que vacunar contra el cólera y la fiebre amarilla. Supongo que pagaba una propina a los policías y hacía lo que quería en aquel diminuto aeropuerto, que habría estado acorde en el aeroclub de mi pueblo. Frente al edificio de la terminal estaban aparcados dos camiones-autobús descubiertos en los que instalaron a los desorientados excursionistas para empezar inmediatamente la rápida visita del país.

Al principio estuvimos recorriendo unas sabanas áridas, en las que solamente destacaban los impresionantes árboles baobab y los termiteros gigantes que aparecían por doquier. De las aldeas salían niños corriendo para saludar a los turistas “¡Tubab! ¡Tubab!” (blancos) y pedir caramelos. Aquellos chiquillos eran invariablemente guapos, altos y sanos, y galopaban sin el mínimo esfuerzo con sus largas piernas.

Más tarde nos detuvimos en un poblado de pescadores en el que tenían montado un mercado de artesanía para los esperados visitantes. Pensé que aquella gente de piel negro azulada era, sin excepción, exageradamente simpática y amable.

En cuanto a las mujeres, tenían una hermosura que impresionaba y, a pesar de ser musulmanas, me atravesaban con miradas muy descocadas.

Me avergonzó hallarme entre aquellos turistas de la Playa del Inglés que tomaban fotos y hablaban a los negritos como si fuesen monos. Evité mezclarme con ellos e hice amistad con una azafata del avión llamada Carmen, una joven salmantina muy guapa, con la que pasaría el resto del día.

Continuamos la excursión visitando unas llanuras en las que el mar formaba grandes y plácidas lagunas. En una de ellas había un restaurante flotante, construido con troncos y cañas de bambú, donde nos detuvimos para comer. Cada tocón que se hallase en el agua estaba cubierto de moluscos que, cuando bajaba la marea, las mujeres recolectarían para alimentarse con la delicia que había en su interior; las conchas las usarían para cubrir tanto los caminos como para mezclarlas con el asfalto de las carreteras.

Mientras tomábamos un aperitivo, le conté a Carmen la movida que había tenido con Jerome y el sablazo que éste me había pegado. Ella me explicó sonriendo: “Hay una ley por la que Jerome tendría que correr con todos los gastos de aposento y manutención de cualquier turista que se le despistase y perdiese el avión de vuelta. Además, esta sangría continuaría hasta que él regresase a recogerle; algo que, a veces, puede tardar dos semanas en suceder porque, si no logra llenar el avión o hace mal tiempo, el hijo de puta anula el vuelo antes que perder un duro. Y claro, si tú te hubieses enterado de ello le podrías haber amargado el día; así que se cubrió las espaldas pegándote el palo desvergonzadamente”.

Al haberle cogido una buena ojeriza al alemán, me prometí no olvidar tal ley e intentar sacar provecho de ella en cuanto se presentase la ocasión.

Después de llenar los estómagos con sabrosa comida, y a pesar de tener ganas de echar una siesta, continuamos la excursión visitando una reserva natural donde, según dijeron, se hospedaban animales en peligro de extinción o que necesitaban cuidados. Al hallarse faltados de libertad, aquellos aburridos leones, hienas y antílopes daban la impresión de no haberse levantado durante días; caso distinto al de las activas familias de monos de pelo panocha que saltaban por los árboles.

El más alegre de los residentes parecía ser una hembra de gorila llamada Julia; era una primate inmensa y fuerte a la que le gustaba ser acariciada y, debido a su docilidad, se movía libremente entre los turistas acompañada de su cuidador.

Regresando a la costa, paseamos por inmensas playas de fina arena blanca, frente a las que navegaban las esbeltas y elegantes barcas de los pescadores cubiertas de signos islámicos. Aun antes de haber realmente entablado relación con aquellos musulmanes africanos ya estaba observando que actuaban de forma muy distinta a los de Oriente Medio, porque a pesar de ser devotos y de que muchos hombres tuviesen varias mujeres, éstas eran evidentemente libres y muchas llevaban el pecho descubierto. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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