La crónica cósmica. Mi equipaje se convirtió en una bolsa llena de aire

SUMARIO – Kumaon, Uttarakhand, norte de la India. Este valle de las Colinas Kumaon en el que he permanecido los últimos dos meses, se halla a mil cuatrocientos metros de altitud (más o menos como Katmandú), y mientras nos vamos adentrando en el otoño ha empezado a hacer un fresquito que me aconseja empacar mis cosas para buscar otro hogar en el que las temperaturas sean más suaves. Siguiendo mis costumbres habituales en tales casos, en esta crónica haré limpieza de las notas de campo que he ido tomando, por lo que será un poco telegráfica -stop- y os veréis obligados a usar la imaginación. ¿Vamos allá?

Aunque los monzones fueron bastante pobres durante el verano, al alargarse hasta bien entrado el mes de octubre provocaron que algunos de los lagos de esta zona se desbordasen.

Si en vuestra casa tenéis un emparrado de uva que dé fresca sombra al porche en los meses más calurosos, os aconsejo mejorarlo o ampliarlo con un emparrado de kiwi, planta que se desarrolla perfectamente en casi todas las latitudes y, aparte de aportaros sus sabrosos frutos, crea una sombra espectacular.

Cosas que no cambian: los cortes del servicio eléctrico continúan siendo el pan de cada día. Los motoristas siguen sin usar el casco y los automovilistas, el cinturón de seguridad.

Tener una docena de mulas todavía es un negocio muy rentable en estas montañas por las que ellas trepan cargadas de ladrillos u otros productos difíciles de transportar: cobra más una mula que un albañil.

Continúa resultándome difícil entender a los indios que hablan inglés ya que, por lo general, han sido educados en ese idioma y lo hablan a toda hostia.

Aunque un indio tenga ya cincuenta años, no fumará frente a sus padres, tíos u otros parientes mayores que él, y, por ejemplo, en una cafetería apagará apresuradamente el cigarrillo si ve llegar a un conocido de ellos.

Cuando un toro pasó frente a la cafetería en la que yo tomaba el chai matinal, el propietario, aun tratándose de un animal sagrado, lo alejó a pedradas para evitar que le dejase algunas boñigas de regalo.

El camión de la basura anuncia su llegada a este campestre y aislado vecindario con una estridente pero marchosa canción que se puede oír a varios kilómetros de distancia. La familia con la que vivo aún recuerda cuando el difunto amigo occitano y yo bailábamos siguiendo su ritmo.
Ya que menciono a mis anfitriones brahmanes, diré que son un encanto y me tratan como a un abuelo adoptivo. La relación con ellos me resulta agradable porque, aparte del respeto que me muestran al cumplir yo con las normas hindúes de convivencia y buena educación, me tratan de tú a tú sin hacer el paripé.

La expresión castellana “despedirse a la francesa” (que no sé de dónde habrá salido pero que se refiere a quien se va sin decir adiós), sería más apropiada diciendo “despedirse como un indio”. Un ejemplo: yo habré estado tomando chai y charlando con un tipo que, así de pronto, se irá sin decir esta boca es mía, o tan siquiera echarme una mirada. Me rio interiormente cada vez que sucede esto. Mis amigos de Gambia actuaban igual.

Otras peculiaridades de este valle: una mujer, e incluso una occidental, podrá pasear a solas por el bosque con la seguridad de no ser molestada; hecho que podría considerarse insólito en este país de violadores.

Cerca de esta granja hay varios viveros de plantas y criaderos de peces gubernamentales, y todos los años se celebra una festividad en la que la gente planta cientos de árboles y libera miles de peces en los lagos.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. Con los bolsillos vacíos y el visado que me extendieron al regresar del Senegal caducado, renuncié a mis últimas posesiones regalándolas a quienes cuidaban de mí, y en pocos días mi equipaje se convirtió en una bolsa llena de aire. Cada vez madrugaba más para dedicar varias horas a pasear por la infinita y solitaria playa, cantando, persiguiendo a los cangrejos o reflexionando mientras me fundía con la naturaleza.

En aquella época ya había perdido totalmente la habilidad de ver a mis vecinos como negros, a pesar de que su piel fuese negriazul e, inconscientemente, no me sentía tan extranjero.

Por cualquier sendero me cruzaría con alguna mujer cargando sobre su cabeza una de las grandes calabazas que, después de secarlas y cortarlas por la mitad, usaban como palanganas, y ella me saludaría como lo haría con un vecino más diciendo: “Buenos días, Nando “tubab” (blanco)”.

Al no celebrar más fiestas porque había desaparecido el medio de financiación (o sea mi dinero), veía al resto del grupo con menos frecuencia. Automáticamente empecé a tener más relación con los amigos ajenos al corro de Musa, mi anfitrión. Juntos o por separado, Babú, Mustafá, Pa o Modu me buscarían para invitarme a una sesión de té y marihuana en sus casas.

De todas formas, quien hubiese merecido el premio a la generosidad y a la hospitalidad fue Jah, del que tuve noticias una mañana en que llegó a mi cabaña un muchacho con el siguiente mensaje: “Dice Jah que pases a verle”. Me sorprendió porque con Jah no me había visto más que unas pocas veces debido a que nunca abandonaba su apartada vivienda.

Pero las sorpresas no habían hecho más que empezar y, cuando fui a visitarle más tarde, me ordenó sin más comentarios: “A partir de mañana vendrás a desayunar aquí todos los días”. Al cumplir la mañana siguiente con tan agradable mandato descubrí que éste incluía, aparte de un excelente desayuno, pasar varias horas charlando con aquel espiritual hombre mientras tomábamos té y fumábamos un porro después de otro. Al despedirse de mí, cerca ya del mediodía, me daría varias bolsitas de maría diciendo: “Para que fumes con tus amigos”.

Charlando con Jah aprendí más cosas sobre los poderes del “yuyu”, aquel fetiche que la mayoría llevaba en el brazo, y que tenía la forma de un pedazo de cuero enrollado dentro del que se encontraban piedras, líquidos y algunos escritos sagrados; y él me explicó: “El Corán habla de tales poderes, y el hombre que los prepare los hará especialmente para cada persona y propósito”.

Jah lo llevaba colgado del cuello, pero no era de cuero, sino de tela. “Es así porque no necesitará los mismos poderes un soldado que un comerciante. Los hay que sirven para evitar las picaduras de serpiente, los cortes de un cuchillo o las balas de los fusiles”. “¿Y el tuyo qué poderes tiene?”, le pregunté. “El mío me lo regaló mi padre el día en que me casé. Cuando me preguntó qué clase de magia deseaba, respondí: «“Que no me falte nunca un plato de arroz caliente˝. Y por el momento funciona de maravilla».

Me admiró la sabiduría de mi amigo, quien me mostró que la casa también tenía su propio “yuyu”, que estaba adherido sobre la puerta de entrada: “Debido a que soy un comerciante y a mi hogar viene continuamente gente distinta, este “yuyu” tiene el poder de hacer olvidar las malas intenciones a los enemigos”.

En la sencilla vivienda de Jah había una guitarra a la que le faltaban las cuerdas. A pesar de que el propietario no mencionara el tema, serían Pa y Modu, otros habituales del lugar, quienes me lo comentasen: “En Gambia es imposible conseguir cuerdas de guitarra, así que no podemos tocarla, a pesar de que los tres sepamos hacerlo”. Yo no olvidaría la sugerencia y, al regresar a las Islas Canarias, mandaría un paquete postal a nombre de Jah que incluiría varios juegos de cuerdas para la guitarra, cigarrillos y otros lujos como papel de liar; pues en Gambia, faltados de nada mejor, usaban papel de embalar. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

Al mirar un reportaje de la BBC titulado El ascenso de los Nazis, pensé que actualmente los de su calaña estaban repitiendo las mismas triquiñuelas gracias a los cándidos que hacen la estupidez de votar a partidos de extrema derecha, cuyo principal propósito es acabar con la democracia. La guerra es siempre una salvajada que aumenta de nivel cuando no se limita al campo de batalla entre soldados, a los que les vaya la marcha, y alcanza el grado de barbarie cuando asesina a civiles.

Un dato interesante: al principio de la Segunda Guerra Mundial, Hitler daba metanfetamina a sus soldados para que pudiesen luchar tres días y tres noches seguidas. Siempre han existido y existirán personas primitivas, cobardes y violentas como los nazis, pero lo sorprendente es que haya imbéciles que los voten a pesar de saber cómo han actuado en el pasado: mentiras a mansalva, asesinatos, corrupción, etcétera. Igual que con los nazis, si existe la rastrera prensa amarilla es gracias a los idiotas que la leen.

Cuando me preguntan por qué no hablo, por ejemplo, nepalés o indostano (lo del hindi es para los extranjeros, como el español o el castellano), replico que ya me lío bastante con los tres idiomas que conozco: catalán, castellano e inglés.

Me gustaría escribir hasta el momento de fallecer, como Almudena Grandes. ¿Cuántos autores dejan su última obra sin terminar?

La expresión castellana “hacerse el sueco” es una forma de supervivencia.

Estuve leyendo de nuevo Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline; novela genial que conseguí investigando pacientemente en una tienda de ocasión de Calcuta, de la calle New School Street, entre cientos de libros en otros idiomas. Según mi segundo hermano, es deprimente (¿cómo la vida misma?), mientras que yo lo considero de humor negro.

Me parece bien que los países asiáticos se nieguen a recibir más basura sintética de Occidente, pero también sería correcto que tuviesen que aceptar los aparatos electrónicos que fabrican y se estropean en un santiamén, por ejemplo, las baterías de los ordenadores: «Devolver al remitente».

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 934 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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