La crónica cósmica. Mi tercer viaje a la India

Mis dos primeros viajes a la India fueron parecidos a unas tapitas, pues duraron solamente un mes y pico cada uno. Tapitas que me abrieron el apetito por ese país que terminaría convirtiéndose en mi preferido. El primero de ellos lo hice en 1981 y recorrí los típicos e imprescindibles destinos turísticos del norte: Delhi, Jaipur, Agra, Khajuraho y Varanasi, ciudad desde la que fui al Nepal y visité Katmandú y Pokhara (que en aquel entonces era solamente un pequeño pueblo) antes de volar de regreso a la India e ir a Bombay y Anjuna, en Goa.

Quienes me habían advertido que, imaginase lo que imaginase, la India me sorprendería, se quedaron cortos: yo, sin exagerar, opiné que era otro mundo. De todos modos, regresé de esas vacaciones sin plantearme volver por aquellos lares, aunque sí lo hice en 1983.

En esa ocasión quise visitar el sur de la India partiendo desde Bombay. Pero, para no hacer el viaje solo, la pifié de lleno al llevar conmigo a una novia que, a pesar de ser muy apropiada para ir de fiesta, no lo era para viajar, pues se puso histérica cuando nuestro avión despegó de Barcelona y desde entonces fuimos incapaces de soportarnos, a menos que estuviésemos muy colocados. Con tal panorama, después de visitar Ajanta y Ellora decidí que, si quería evitar males mayores y mandarla a paseo, pues ella era muy joven y su madre me estrangularía si no se la devolvía sana y salva, sería mejor ir a un sitio en el que cada cual pudiese hacer su vida: la playa de Anjuna en Goa.

Este prólogo ha servido de introducción para narraros mi tercer viaje a la India, en el que, en vez de limitarme a hacer turismo, descubrí realmente aquel país. Fue en 1986, cuando ya se me habían cruzado los cables y me dedicaba a viajar continuamente, viviendo el presente sin pensar en el futuro. Partí de Barcelona en un tren que me llevó a Roma, ciudad de la que salí volando en un avión de la PIA (Pakistán International Airlines) que iba a Bombay haciendo escala en Karachi.

En este aeropuerto paquistaní conocí a un carismático hombre de Badalona que se dirigía al mismo sitio con la intención de recorrer el sur de la India. Nos caímos bien, y cuando le conté que tenía planeado pasar un tiempo en el áshram Gurudev Siddha Peeth de un lugar sagrado llamado Ganeshpuri que había cerca de Bombay (113 km.), él decidió venir conmigo.

La impresión que tuvimos al descender del autobús que nos dejó frente al áshram fue negativa, pues los altos muros que lo encerraban estaban coronados por alambre de espino y, en el portal, había un guarda armado que evitaría la entrada de los indios. La segunda sorpresa fue más agradable, pues el interior del áshram era simplemente espectacular e insólito. A pesar de hallarse en aquella parte árida del estado de Maharashtra, tenía unos extensos y cuidados jardines en los que no había el polvo que acabábamos de dejar en la calle y, asimismo, las calurosas temperaturas parecían más suaves. Pero, además, todas las instalaciones, desde los dormitorios al comedor y la biblioteca, eran de una calidad europea y en ellos reinaba una absoluta limpieza. ¡Rediós, aquello era un gueto para occidentales y no parecía la India!

Tras instalarnos descubrimos dos cosas más que nos resultaron desagradables: a) en vez de funcionar con el sistema de donación voluntaria habitual de los áshrams indios, el precio era bastante caro y se pagaba en dólares; y b) los occidentales que residían allí habían llegado directamente en taxi desde el aeropuerto de Bombay y, en realidad, no habían puesto los pies en la India porque les aterrorizaba. Al día siguiente, cuando el amigo de Badalona y yo decidimos dar un paseo hasta el pueblo de Ganeshpuri, nos observaron como si hubiésemos enloquecido y nos dispusiésemos a enfrentarnos a Godzilla.

Nuestra alegría aumentó paulatinamente mientras recorríamos los dos kilómetros hasta Ganeshpuri, y alcanzó las estrellas desde el momento en que pusimos los pies en el pequeño bazar de aquel diminuto pueblo, que era famoso por sus aguas termales y por el templo que edificase el Swami Shree Nityanand. Al contrario que el ambiente estricto y serio del áshram en el que estaba prohibido esto y aquello, todas las personas con las que nos cruzábamos nos saludaban alegremente.

Pero lo que terminó de seducirnos lo hallamos a las afueras de Ganeshpuri: donde empezaba la jungla, y por encima del cauce de un río, había una aislada vivienda de estilo colonial, rodeada de grandes porches, en la que su propietario, el Doctor Kothavala, residía en la planta superior y alquilaba las tres habitaciones de los bajos por un precio muy razonable. Cuando un sirviente nos mostró una de las amplias habitaciones y vimos que disponía de tres camas y dos anexos, uno sirviendo de cocina y el otro de ropero, y que además tendríamos derecho a usar gratuitamente los baños termales, decidimos cambiar inmediatamente de domicilio. Regresamos al áshram, empaquetamos nuestras cosas y nos despedimos diciendo a los asombrados occidentales: “Adiós, nos vamos a la India real”.

Además de recorrer los alrededores de Ganeshpuri siguiendo el cauce del rio y visitando algunas aldeas de aspecto milenario en las que sus habitantes nos recibían sorprendidos porque era insólito que algún occidental se presentase por allí, también hicimos amistad con un respetado santón llamado Promod y con un pobre zapatero remendón que, cuando le regalamos varios kilos de arroz, lentejas y tomates, nos invitó a cenar en su hogar, una barraca hecha con cuatro cañas mal ensambladas tras las que se veía a sus vecinos, por la que pagaba un alquiler bastante caro al hampón local.

Creo que en Ganeshpuri empezó mi verdadera introducción a la India; pero el amigo de Badalona fue mi maestro en lo referente al equipaje, pues al contrario que yo, que continuaba cargando demasiadas prendas y trastos inútiles, él llevaba solamente una pequeña bolsa con las cuatro cosas imprescindibles. Así, cuando decidimos partir de Ganeshpuri, dejé la mayoría de mis posesiones en la casa del Doctor Kothavala. El amigo de Badalona y yo nos parecíamos en que no teníamos una guía de viajes, así que nuestro siguiente destino se podría decir que lo escogimos a ciegas: la ciudad de Kanhangad en la que había nacido el respetado Swami Nytianand, que se hallaba en Kerala, el estado meridional de la India.

Llegamos a allí tras viajar muchas horas en tren desde Bombay. Lo que más nos gustó, de entrada, fueron sus precios, que eran muy baratos y asequibles a nuestros bolsillos. Tras instalarnos en una pensión, salimos a explorar los alrededores en bicicleta; pero lo hicimos tomando direcciones distintas: el amigo de Badalona dirigiéndose tierra adentro y yo yendo hacia la costa. Tras dejar el mundanal ruido y el asfalto, seguí una pista de tierra hasta un campo de fútbol en el que se enfrentaban dos equipos de chicos que iban descalzos y allí me detuve a fumar un bidi.

Me fijé en que los árbitros, aparte del obligado pito, blandían unas cañas de bambú, cuyo verdadero uso lo comprobé cuando, de pronto, todos los jugadores se liaron a hostias y los árbitros las usaron para apalear a unos y otros hasta que se calmaron los ánimos. Al continuar la excursión, poco después llegué a una idílica aldea en la que sus habitantes, ya fuesen hombres o mujeres, vestían solamente un lungui y llevaban el pecho descubierto. Encantados de tener algo tan insólito como era un visitante occidental, la población en peso me acompañó hasta una playa cercana en la que me bañé mientras era observado con admiración por aquellas gentes que, como sucede habitualmente en la India, no sabían nadar.

Cuando regresé a mi pensión al anochecer deseando contarle al amigo de Badalona el resultado de mi exploración, él me explicó que había estado en un áshram llamado Anadashram, que se hallaba a un par de kilómetros de Kanhangad, en el que si el swami que lo dirigía nos daba el visto bueno, nos podríamos hospedar pagando solamente la donación que quisiésemos entregar anónimamente al partir. Cuando fuimos allí al día siguiente el swami de cabeza rapada y ropajes anaranjados demostró ser tolerante, pues nos aceptó a pesar de adivinar por nuestros enrojecidos ojos que estábamos perdidamente colocados de maría.

Aquel áshram era auténtico y totalmente distinto al Gurudev Siddha Peeth de Ganeshpuri. A los residentes se nos instalaba en una habitación doble que compartíamos con un desconocido, y a mi me tocó de compañero uno de los pocos occidentales que había allí, un jardinero alemán que, habiendo visitado varias veces la India, me enseñó (simplemente con su ejemplo) la forma de sentarme correctamente manteniendo la espalda recta, como he seguido haciendo desde entonces.

Nos enamoramos de buenas a primeras de aquel áshram rodeado de jardines porque, aparte de que nos alimentaban de maravilla, de mañanita y por la tarde después de hacer la siesta, nos despertaba alguien llamando a la puerta de nuestra habitación y preguntándonos si queríamos té o café. Se podían realizar trabajos voluntarios, y yo, como amante de los animales, escogí cuidar a una veintena de vacas muy felices, que eran mimadas como deberían serlo (y por lo general no lo eran) todas las de aquel país en que se las suponía sagradas. Sus corrales estaban más limpios que muchas viviendas y vecindarios. También, al contrario que el áshram de Ganeshpuri, la gente de los alrededores respetaba mucho al Anadashram porque todos los años regalaba algunas terneras a las aldeas más pobres y necesitadas.

Alguien nos habló de un tipo de arte marcial llamado Kalaripayatu que se practicaba en Kerala desde el Siglo V y, tras preguntar aquí y allá, logramos localizar a un antiguo campeón que nos abrió las puertas de su ajardinada casa en un silencioso barrio, al que llegamos después de mucho andar. Nuestro anfitrión aseguraba que los luchadores de Kalaripayatu se movían a tal velocidad que podían enfrentarse y vencer a varios enemigos al mismo tiempo; asimismo nos contó que, aparte de usar las manos, las piernas y otras partes del cuerpo para luchar, también lo podían hacer con un cinturón metálico que, al mantenerlo inhiesto, se convertía una mortífera espada.

Aquel anciano de pelo blanco, noble perfil y plácida forma de hablar nos presentó a un nieto suyo que practicaba esa arte marcial y nos invitó a ir la siguiente madrugada al gimnasio, donde se ejercitaba antes de que amaneciese e hiciese demasiado calor. Efectivamente, al ver la rapidez con que se enfrentaban varios luchadores y cómo se movían, tuvimos la impresión de hallarnos frente a unos mutantes.

Umm, como ya me temía, voy a terminar esta crónica con un: continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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