La crónica cósmica. Mis ansias viajeras

DE NUEVO EN RUTA – No añoraba viajar, pero, en cuanto me puse de nuevo en marcha, sentí la energía que me provoca invariablemente recorrer kilómetro tras kilómetro en los transportes públicos con la nariz pegada a la ventanilla.

Asimismo, aunque tampoco echaba en falta la soledad, me gustó recuperar el sutil confort que me aporta el anonimato cuando en Valence tomé a solas el TGV (tren francés de alta velocidad), con el que crucé la frontera franco-española a trescientos kilómetros por hora.

Los vagones de esos trenes tienen dos pisos, y, mientras que el verano anterior, cuando hice ese mismo recorrido en sentido contrario, iba en el de arriba y pude gozar de los estupendos paisajes que hay en esa parte meridional de Francia (la antigua Occitania), en esta ocasión mi asiento se hallaba en el nivel inferior, y lo único que veía tras la ventanilla era la vegetación que había junto a las vías, así que dediqué la mayor parte de las cuatro horas y pico que duró el viaje a leer la novela “Los gozos y las sombras” que el autor Gonzalo Torrente Ballester escribió de maravilla.

Algunas de las estaciones por las que pasábamos despertaban mis recuerdos. En la de Aviñón me acordé del paseo que hice por el barrio antiguo de esa histórica ciudad con la amiga de Tahití recorriendo unas callejuelas llenas de teatros, galerías de arte y chocolaterías.

Desde el momento en que nos adentramos en Cataluña, el verdor que cubría Francia dejó paso paulatinamente al color pajizo y pardo de los campos con la única excepción de las copas de los árboles.

Mi primer destino fue mi pueblo, donde pasé un par de días acogido por mi familia, a la que llevo varias décadas desatendiendo porque soy un hijo pródigo muy malo. Desde allí continué mi camino hacia el sur, en ese caso circulando junto a la costa del Mediterráneo en un autocar que, medio vacío, me permitió ir confortablemente sentado en la posición del loto sin que se me hiciesen pesadas las ocho horas que duró el trayecto hasta la provincia de Alicante.

En realidad, ese viaje terminó de despertar mis ansias viajeras como si mi cuerpo me pidiese más y más kilómetros.

Descendí del autocar en Dénia, ciudad en la que me esperaban los amigos valencianos, con quienes estoy pasando unos días en la misma finca rural en que permanecí varios meses el año anterior. El futuro inmediato todavía está en el aire; en la próxima crónica ya os contaré cuál será mi próximo destino.

PASO A PASO – Varanasi, India, 1986. Casi todas las madrugadas yo hacía un paseo en barca por el río Ganges acompañado del badalonés Josep y el suizo Frank. Al ver como las mujeres de diferentes edades mostraban algunas partes íntimas del cuerpo al cambiarse de ropa después de bañarse, Frank opinó: “Esta gente parece perder todo el pudor cuando trata de purificarse”. “O será que su pudor, como la higiene y demás valores, es totalmente distinto del nuestro”, dijo Josep; “pues hace unos días, en un autobús, una abuela que no se avergonzaba de enseñar la barriga además de la espalda, me llamó de todo porque yo mostraba mis peludos sobacos”.

Un poco harto del coro de chavales que ofrecían por doquier paseos en barca, “Boat?”. “Boat?”, “Boat?”, comenté que hacía cinco años, cuando estuve em Varanasi, no existía esta locura. «Entonces tenías que ser tú quien pidieras a los barqueros que te llevaran a dar una vuelta, y una hora costaba tres rupias en vez de las nueve que nos clavan ahora”. “Y dentro de poco te pedirán cincuenta rupias”, sentenció Frank antes de que Josep añadiese: “Y las barcas serán sustituidas por unas barcazas que cargarán a cincuenta turistas, cada uno con su cámara, y lograrán que la ceremonia sagrada del baño purificador se convierta en una vergonzosa feria”. Yo les planteé: “¿Cómo nos lo tomaríamos si los papeles estuviesen al revés y si los turistas fuesen indios sacando fotos de nuestras madres y hermanas en los íntimos momentos en que se estuviesen bañando durante una ceremonia religiosa?”.

Tanto por simpatía hacia su ética profesional como por su edad, nosotros íbamos invariablemente en la barca de un viejo de pelo blanco cuyo cuerpo, de piel parda, sin un gramo de grasa y perfecta musculatura, parecía el de un joven. Éste, tras escuchar nuestra conversación, nos propuso: “Si deseáis apartaros de los ghats y de las barcas llenas de gente para encontrar un poco de tranquilidad, os puedo llevar hasta la otra orilla, hacia allí”.

Siguiendo la dirección que señalaba el barquero, dirigimos la mirada hacia la otra cara de la moneda de Varanasi; porque si en este lado del cauce los ghats y los edificios de la ciudad ascendían verticalmente desde las aguas del río sagrado, en la orilla contraria se encontraba una llanura que solamente rompía su monotonía a una gran distancia tierra adentro.

“Parece una playa infinita”, opiné con poco entusiasmo. “Durante los monzones todos esos terrenos desaparecen bajo el agua”, nos explicó el barquero. “En tales épocas el Ganges debe ser más parecido a un mar que a un río”, adivinó Josep. De pronto tuvimos ganas de estar allí, de pasear por aquella tierra llana en la que no había un alma.

Después de estar varios días moviéndonos exclusivamente por las callejuelas de Kashi, donde pocas veces andábamos cincuenta metros en línea recta y sin encontrar en nuestro camino algunos búfalos, perros, turistas o vendedores, sentimos una necesidad imperiosa de hallarnos en un espacio libre.

No obstante, en cuando desembarcamos después de cruzar el amplio cauce del Ganges entre saltarines delfines, notamos que en aquella soledad arenosa no se notaban las mágicas energías del otro lado. “El vacío es tan absoluto que casi da miedo”, confesó Frank. “Es como con los olores, de los que en Kashi recibes un concierto constante, tanto de los hediondos como de los agradables, mientras que aquí… nada de nada…”, dijo Josep antes de que yo le replicase: “Te equivocas; ¿acaso no lo hueles?”.

Los tres soltamos una carcajada cuando llegó a nuestro olfato la pestilencia carroñera del cadáver de una vaca que había encallado en aquella playa, cuyo hedor podría tumbarte aun estando a unos buenos cincuenta metros de distancia. Sobre el cuerpo hinchado del animal y a su alrededor se habían juntado tres docenas de buitres de gran tamaño. Frank, sintiéndose juguetón, se dirigió trotando hacia ellos soltando gritos con los brazos alzados, y logró que, uno a uno, los inmensos pájaros empezasen a correr por la playa hasta lograr levantar el vuelo. Algunos de ellos nos pasaron por encima. “¡Rediós, parecen pequeños aviones!», exclamé yo. “Me recuerdan aquellas películas sobre la Segunda Guerra Mundial en las que los Stuka o los Speedfire despegaban uno tras otro para dirigirse hacia alguna misión”, dijo Josep. “Y tal como me sucede con los aviones, no logro comprender que algo tan pesado como esos pajarracos logre mantenerse en el aire”, filosofó Frank.

Durante el camino de regreso comprobamos que el agua del centro del río estaba absolutamente limpia y aprovechamos para tomar un baño. Después comparamos los diferentes estados de nuestras pequeñas heridas e infecciones, y automáticamente tocamos el tema general de la salud, las diarreas y, sobre todo, las fiebres que acompañaban a Josep desde hacía días sin que lograse librarse de ellas. “Parece que en Varanasi empeoren los problemas físicos que los extranjeros sufrimos generalmente en la India”, opinó Frank. “¿Será por culpa de la suciedad?”, pregunté yo. “¿Y del agua?”, conjeturó Josep. “Os equivocáis”, nos replicó el viejo barquero sorprendiéndonos, “pues si los videshi enfermáis al llegar a nuestro país no se debe a la suciedad o a la calidad del agua, sino a la porquería que traéis en vuestros cuerpos debido a la mala alimentación occidental y a la peor vida que lleváis allí. Así que, cuando aterrizáis aquí, empezáis por purificaros expulsando todo lo dañino ayudados por la sana alimentación vegetariana hindú; purificación que llega a su culminación en sitios sagrados como Varanasi o el Himalaya. Además, las enfermedades que padecéis, a veces tienen, como razón de ser, el manteneros por más tiempo en algún lugar que es propicio para vuestro karma”.

Una gran sonrisa había cubierto de pronto el semblante de Frank, quien exclamó: “¡Claro, eso fue lo que me sucedió en la muy sagrada Tiruvanamanlai de Tamil Nadu, sitio al que fui pensando estar solamente unos pocos días, pero donde, debido a diversos problemas físicos, permanecí varias semanas!”. “Así es como funcionan las cosas divinas, y así es como los occidentales encontráis a Dios en las tierras indias”, concluyó el buen barquero. “Aunque a veces logremos tal encuentro muriendo aquí”, bromeé antes de que el barquero me replicase sonriendo: “Si supieses lo poco que importa tu cuerpo actual comparado con tu karma, rezarías diariamente para lograr terminar tus días aquí, pues no hay en todo el mundo un lugar tan favorable como Varanasi, y los hindúes recorren grandes distancias para morir y ser incinerados en esta ciudad”.

TABERNA GALÁCTICA – La primera en contar algo interesante para mi grabadora fue una francesa pelirroja de unos cincuenta años y pico: “Mi padre acompañó a la hermana del Sha Reza Pahlevi cuando se reunió con el Ayatola Jomeini en París rodeada de guardas de seguridad armados, poco antes de que ese religioso tomase el poder de Irán”.

El siguiente en acercarse el micrófono era un provenzal que estaba tomando su quinto vaso de Pastis Ricard y se limitó a balbucear: “Marsella es diferente al resto de Francia, y una prueba de ello es que todos los bares permanecieron abiertos durante el confinamiento”.

Ahora me habló un francés de unos cincuenta y pico años, bien llevados: “Mis padres vivían en África, pero vinieron a Saint Louis, cerca de París, para que yo naciese allí. De todos modos, pasé los cinco primeros años de mi vida entre Camerún y Nigeria, donde trabajaba mi padre. Empecé a viajar al competir en regatas internacionales de veleros, y recorrí varias veces el Atlántico de arriba abajo. Después viví en Brasil, Guadalupe y en Costa de Marfil. Ahora resido en la costa de Bretaña y trabajo reparando veleros, que luego llevo a otros países. ¡Ah, sí, y también permanecí tres meses en el áshram de Auroville, en el sur de la India!”.

Inmediatamente se acercó a nosotros una mujer también francesa que había escuchado lo que decía el navegante, y nos contó: “Viví más de una década en Marruecos, hasta que en los años noventa regresé a Francia, cuando aparecieron por allí los primeros islamistas radicales prohibiendo que las mujeres vistiésemos al estilo occidental, o fuésemos a las discotecas, y que se considerase pecado el baile, el cine y cualquier tipo de diversión”.

A continuación quiso hablar otra mujer francesa, que vivía en Lyon, y me explicó: “Yo sufría cáncer y decidí tirar la toalla cuando mi médico me dijo que la metástasis se había extendido después de sufrir la dolorosa quimioterapia; pero entonces alguien me habló de una clínica canadiense que había logrado muchos éxitos usando CBD del cannabis. Al contactar con ellos y decirles que era francesa me aconsejaron que pidiese ayuda a un médico francés que vivía en la provincia española de Alicante y hacía realmente milagros con CBD y otras medicinas naturales. Después de ponerme en manos de ese atípico médico, cuando más tarde visité de nuevo al mío de Lyon, se quedó atónito al ver que el cáncer y la metástasis habían remitido; y de momento sigo vivita y coleando”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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