La crónica cósmica. Que tengas un buen aterrizaje

PASO A PASO – Naggar, Himachal Pradesh, India septentrional, 1986 (Continúa de la crónica anterior). Las tormentas constantes eran una de las razones que me animaban a partir hacia el sur, a pesar del terrorífico calor que encontraría. De no ser por ellas, el sol calentaba agradablemente y las temperaturas eran casi veraniegas; pero en cualquier momento, y en cinco cortos minutos, el cielo se podía cubrir de nubes negras y de ellas caer toneladas de agua que, al acompañarse con fuertes ráfagas de viento, me recordarían que el Valle de Kullu se encontraba entre las montañas más altas del planeta, las del Himalaya, y que después de cada tormenta aparecerían cubiertas de un nuevo manto blanco.

En tales momentos, debido a que mi limitado equipaje no incluía prendas de abrigo, sobrevivía gracias a la ropa que me prestaba el amigo californiano.

Aparte de los montañeses de aquella zona, cuyo aspecto era parecido al de cualquier mediterráneo, en el valle residían muchos indostanos de piel más oscura. Luego estaban los nepaleses, que hacían los trabajos más duros por unos sueldos irrisorios, incluso para la India. También se veían muchos tibetanos, que habían acaparado el mercado turístico de lugares como Manali.

En cuanto a los occidentales, el Valle de Kullu era el paraíso de los austríacos y los suizos, porque para ellos la India calurosa de las llanuras representaba un infierno. Era gente que, como el amigo californiano, venía al país con equipajes que contenían tanto prendas de vestir como botas y sacos de dormir para sobrevivir en las altas montañas.

En Naggar conocí la vida y los orígenes del autor de las pinturas sobre el Himalaya que tanto había admirado en el museo de la Universidad de Varanasi. Tal artista se llamaba Nicholas Roerich. A pesar de su apellido alemán, era de origen ruso, y a principios del Siglo XX había viajado por medio mundo. Al final de su larga peregrinación se enamoró, primero, de la India, y luego, muy especialmente, del Himalaya. Roerich terminó residiendo en Naggar, donde ahora se podía visitar la casa museo, que su nieta se encargaba de mostrar. Además de pintar con una simplicidad y un encanto únicos que mostraban perfectamente aquellas altas montañas, Roerich era un gran escritor y filósofo, y en el horóscopo de la numerología tenía el muy especial número veintidós.

Después de aquellos cuatro meses del que era mi tercer viaje por la India, este país había entrado definitivamente en mi interior. Hubo diferentes hechos que habían auspiciado que fuese así, sobre todo mi presencia en la festividad religiosa de la Kumba Mela, la ceremonia del baño matinal que ni las peores tormentas o frío lograban impedir, y los ratos dedicados a la meditación y a la reflexión.

Todo ello me convencía de haber dado con el camino que seguiría durante el resto de mi vida porque mis días estaban compuestos de momentos que se entrelazaban con tal alegría y tanta paz como para que no desease salir de la burbuja en que me hallaba. Continuamente llegaban ante mis ojos distintas pruebas y ejemplos de estar en la posición adecuada, y esta certeza me ayudaba a sobreponer las dudas que me llevaban a preguntarme si tanta perfección se hallaba solamente en mi mente.

De madrugada, agachado junto a unas matas vaciando los intestinos, me encontraría rodeado de pájaros y animales que no había visto hasta entonces, y esas criaturas se moverían a mi alrededor haciéndome creer que era invisible, sino San Francisco de Asís. Una mañana, cuando estaba sentado sobre la hierba del prado que había junto a nuestra cabaña, una campesina se acercó para postrarse y tocar mis pies, mostrándome su respeto como lo hubiese hecho con un santón. Pensé: “Definitivamente, todo esto no es normal”.

Durante la celebración de las fiestas locales de Naggar, mientras todos los hombres del pueblo, absolutamente borrachos y colocados, bailaban la más absurda de las danzas vestidos de forma parecida a los arlequines, me senté junto a un grupo de chicas del aislado pueblo de Malana, y aunque no pudiese apreciar algún rasgo físico que me confirmase si descendían de las huestes macedonias de Alejandro Magno, comprobé que su aspecto era de lo más salvaje y diferente al del resto de los pajaris (montañeros) que hubiese visto.

Entonces, al mismo tiempo que pensaba en ello, observé de nuevo la parodia de danza que realizaban los hombres siguiendo el ritmo que marcaban unas trompetas gigantescas y, de pronto, recordé unas imágenes sutilmente parecidas que se dieran en Grecia, donde había visto a un grupo de jóvenes del Peloponeso que vestían y bailaban de forma parecida. Pensé: “Vaya, vaya, al fin resultará que las leyendas acerca de Alejandro serán ciertas”.

Y llegó el día de la despedida. Sin prisas, pues el autobús “Superfast” partiría al atardecer, empaqueté mis escasas pertenencias con cierta tristeza: era la melancolía que te da la certeza de estar a punto de terminar un capítulo muy importante de tu vida. Me dirigí en silencio hacia la parte baja del bazar acompañado por el amigo californiano, los amigos locales Arún y Krishna, y la pareja de santones.

Por allí, siguiendo una ruta lenta e infernal, que se encontraba continuamente plagada de peligrosos precipicios, pasaba la estrecha carretera que unía Kullu con Manali.

“Buena suerte”, me deseó el amigo californiano cuando llegó el autobús que me llevaría hasta Manali: no imaginábamos que diez años más tarde nos reuniríamos de nuevo, pero esta vez en Barcelona, cuando él estuviese trabajando como médico quiropráctico en Algeciras. “Que tengas un buen aterrizaje”, dijo Arún sin que estuviese claro si se refería al vuelo en avión o al colocón constante que yo llevaba. “Que Lord Shiva te proteja”, me deseó el santón mientras su compañera rezaba en silencio cuando el autobús ya arrancaba. “¡Rediós”, pensé sorprendido, “parece que estoy cambiando realmente! Un poco más y me pongo a llorar”.

Sí, estaba muy emocionado, pero además empezaba a intuir las repercusiones de aquel largo viaje que llegaba a su fin.

LA TABERNA GALÁCTICA – Antes de adentrarnos en mi antro predilecto os recordaré que es un sitio ficticio, pero no así sus clientes, que son personajes reales. ¿Vamos allá?

El portero, un gigante con aspecto de galápago proveniente de Plutón, me permitió entrar a pesar de que la casa se hallaba abarrotada. El bullicio era ensordecedor y, adivinando que sería imposible mantener una conversación, me limité a moverme entre el personal acercando mi grabadora a quienes me parecían interesantes.

La primera fue una atractiva chica vasca que contaba a una paisana: “Resido en Tailandia, pero curro para un centro de llamadas telefónicas de nuestro país tomando nota de las citas para varios abogados, médicos y otros profesionales. El sueldo es casi el mismo que cobraría en Euskadi, pero en el trópico vivo de puta madre y gasto la mitad de dinero. Además me he matriculado en un curso de tailandés al que pocas veces asisto y me ha permitido conseguir un visado de dos años”.

El siguiente personaje era un tipo barbudo y cubierto de tatuajes: «Al verla creí que mis ojos me engañaban y exclamé, «¡No me lo puedo creer, qué belleza, qué perfección, es una preciosidad!” Ella tenía todo lo que uno pudiese desear, incluidas unas curvas que me cortaban el aliento. No logré apartar la mirada hasta que llegó su propietario y me preguntó, “¿Qué, te gusta mi motocicleta Enfield? Es el último modelo y acaba de salir de fábrica”».

Ahora me acerqué a un tipo con aspecto de bohemio que decía: “El crítico de arte es por lo general un artista fracasado que toma el rol de policía y juez para vengarse de los colegas que han logrado un triunfo personal al tener el coraje e imaginación creativa para seguir su camino”.

A continuación atrajo mi atención una mujer cuyo acento no dejaba lugar a dudas acerca de que fuese argentina, quien estaba explicando: “Messi está financiando anónimamente muchos comedores de escuelas para críos pobres de mi país. Asimismo, en el Nepal, la “Fundación Leo Messi” costeó catorce centros de salud en las zonas que fueron más afectadas por el Gran Terremoto”.

“En mi país, en Bulgaria”, contaba un tipo esmirriado, “hubo una mujer llamada Wanga que salió volando llevada por un tornado y regresó al suelo sana y salva a un kilómetro de distancia, pero quedó ciega y convertida en una visionaria como Nostradamus que adivina el futuro de la gente”.

Lo que explicó el siguiente al que grabé aquella noche, un austríaco gigantesco, no tenía desperdicio: “Hitler nació 129 años después de Napoleón, llegó al poder 129 años después que éste, e invadió Rusia y fue derrotado, asimismo 129 años más tarde”.

Ahora acerqué mi grabadora a un escocés que llevaba una simpática melopea y le contaba a un compatriota suyo: “Cuando ella me vio salir del baño y me recriminó que no me hubiese lavado las manos después de mear, le repliqué que lo hacía sin tocarme la polla. Dijo que si no lo veía no lo creería. Le espeté que no sólo me acusaba de mentir, sino que, además, quería aprovechar para meter las narices en mi intimidad. La dejé definitivamente callada al preguntarle si sería correcto que me permitiese ver cómo meaba ella”.

A continuación habló un ruso muy serio que afirmaba: “Está demostrado que los criminales y los policías comparten el mismo patrón psicótico, como también lo compartían en el Salvaje Oeste los pistoleros y el sheriff”.

El último cliente de la Taberna Galáctica al que grabé aquella noche estaba explicando: “Soy músico callejero, y siento pena por las personas que me escuchan y después no me dan dinero, pues pienso que o son muy pobres o son muy rácanos”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba
1 comentario
  • Al mencionar la gran trompeta que acompañaba a los locos danzantes de las fiestas de Naggar tendría que haber añadido para que os la pudieses imaginar mejor que era como las que usan los religiosos tibetanos en sus festividades y miden varios metros de largo.

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