La crónica cósmica. ¡Rediós, esto parece el Salvaje Oeste!

HOGAR, DULCE HOGAR – Colinas Kumaon, Uttarakhand, India. Entre todas las cosas que me gustan de este lugar en el que he pasado los últimos tres meses y del que estoy a punto de partir, destaca la de no sentirme obligado a poner mis inmaculadas manos en el sucio dinero. Es así gracias a pagar mensualmente por adelantado mi manutención y el alquiler de la cabaña en que resido.

La única excepción son las diez rupias (diez céntimos de euro) del chai que tomo de mañanita.

Desde el año 1991 en que descubrí estos lagos y bosques de las Colinas Kumaon, me he hospedado en una docena de sitios distintos; pero en la última década lo he hecho repetidamente en la finca de la familia que me da cobijo actualmente, aunque a veces hayan tenido que instalarme en diferentes habitaciones o cabañas.

La que tengo ahora es, de lejos, la más pequeña, pero dispone de un buen baño y una cocina. Uma, mi anfitriona, la escogió pensando en los monzones, porque queda a dos pasos de su cocina y muchas veces me trae la comida y el chai bajo la lluvia.

Cuando le advertí con suficiente antelación de mi próxima llegada, le pedí que el primer almuerzo incluyese sus renombradas “alu parotha”; plato que tiene cierto parecido con la tortilla de patatas, pero con harina en vez de huevo.

Uma, como casi todo el mundo, tiene sus manías, y la más cómica es la de negarse a tocar mis calzoncillos cuando empieza a diluviar y recoge a toda prisa la colada que yo tenga tendida. No es una cuestión personal, pues tampoco toca los calzoncillos de su marido, Sony, que, por cierto, es un gran cocinero y prepara unos deliciosos chatneys (chutney), de granada o manzana; aunque para mi gusto el mejor es el de mango verde con chili y cilantro.

GACETA DE KUMAON

Se celebró la Raksha Badhan, festividad en que las mujeres visitan a sus hermanos y les colocan un brazalete de tela mientras rezan unas oraciones deseándoles una vida larga y feliz. Ellos completan el ritual entregándoles suficientes rupias para comprase un sari nuevo.

En cada ocasión que me dejo caer por aquí, me llevan a la casa de la madre de Uma, quien vive en la cumbre de una colina cercana y, además de invitarme a beber el obligado chai, me regala cien rupias para agradecerme la visita.

Diariamente pasan por esta solitaria calle diferentes traperos que anuncian su presencia con un peculiar canto. Actualmente la mayoría van en moto, pero todavía quedan algunos que transitan en bicicleta o, incluso, a pie con un saco a la espalda. Tampoco faltan los vendedores ambulantes de todo lo imaginable: como uno que transporta en su moto una docena de sillones de plástico.

Pero el récord de extravagancias motorizadas fue un tipo que acarreaba un sofá, con el que ocupaba gran parte de la calzada.

Debido a que siempre me ha gustado llevar el pelo largo, contemplo admirado a una chica de este vecindario cuya melena le llega por debajo de las nalgas.

Obituarios. Algunas de las defunciones de este lugar están relacionadas con el consumo de alcohol, como la de un hombre que se ahogó de noche en una acequia. También murió un vecino que prácticamente sólo se “alimentaba” de whisky.

Más tristes son los frecuentes suicidios de los estudiantes de una cercana universidad, que acaban con su vida por el simple hecho de haber tenido malos resultados en los exámenes.

Valoro la India porque quizás sea uno de los pocos países en que no se venden productos importados de la China. Aunque, de todos modos, la calidad de los que están manufacturados aquí es igual de mala que la de los chinos, como el paraguas que uso, al que se le han oxidado las varillas y tiene goteras.

PASO A PASO – Salvador de Bahía, Brasil, verano de 1988. Continúa de la crónica anterior. “En Salvador te atracan por todos lados. Sin embargo, no es tan peligroso como Río de Janeiro o Sao Paulo, donde, además de robarte, te matan”.

Tal información nos la había proporcionado Ramiru, un joven que tenía una tienda de artesanía en el Morro de Sao Paulo. También nos dio la dirección de unos amigos suyos que vivían en el centro de Salvador.

Mi amigo Rasta y yo habíamos pensado hacer el viaje hasta la capital de Bahía por mar, pero una de las frecuentes tormentas frustró tal posibilidad y, después de regresar a Valença en una barcaza de carga, nos dirigimos a Salvador por carretera, en un “onibús” en el que un cartel anunciaba: “È proibido aos passageiros fumar charuto, cachimbo ou cigarro de palha”.

La topografía de Salvador es tan desmadrada como la de Roma o San Francisco. Sus calles y avenidas suben y bajan constantemente. Los edificios de los barrios modernos que visitamos eran grandes rascacielos; y cuando se hallaban en la cumbre de una colina, aún parecían más altos.

Nuestro destino era el vigésimo piso de uno de tales rascacielos, concretamente el Edificio Sándalo, ubicado frente al lujoso Hotel da Bahía, desde donde se divisaba el océano Atlántico y todo el contorno de la península en la que había crecido la ciudad. Tales vistas, a pesar de ser hermosas e impresionantes, resultaban un poco agobiantes para nosotros, acostumbrados a vivir al nivel de calle.

Quienes nos dieron la bienvenida se llamaban Beto y Alberto. Tanto ellos como los otros residentes de aquel apartamento lucían mucha pluma; detalle del que no nos había advertido Ramiru.

En cuanto nos hubieron explicado que, a falta de habitaciones, deberíamos dormir sobre el suelo del comedor, Beto nos preguntó sin cortarse: “¿Vocês son entendidos?”, expresión que podría traducirse al castellano como: “¿Ustedes son maricones?”. Respondimos con un “no” rotundo, desilusionando al resto. Pero no por ello dejaron de tratarnos con mucha amabilidad.

Las profesiones de aquellos “entendidos” iban desde bailarines a peluqueros, pasando por un escultor y un pintor. O sea, oficios que requerían de una sensibilidad especial. En una pared colgaba un cartel anunciando: “Cualquier manera de amor vale la pena”. Junto a éste, había una gran foto en blanco y negro de dos hombres adultos, pobres, descalzos y vestidos con harapos, que se besaban dulcemente. Sobre el suelo del vestíbulo había la escultura de una polla inmensa.

Por aquella vivienda pagaban un alquiler de treinta mil cruzados. O sea, el doble del sueldo que cobraban los trabajadores de la clase baja, y lo mismo que costaba pasar una sola noche en el hotel de enfrente.

Los veinte grados centígrados del exterior eran lo más frío que los salvadoreños experimentaban durante el año, y nuestros anfitriones temblaban y se abrigaban como si se hallaran en la Antártida.

El suave Beto fue quien se encargó de aconsejarnos acerca de la supervivencia: “No os detengáis en la calle para nada, si no queréis que os roben. El otro día tuve la mala idea de llamar por teléfono desde la cabina que hay aquí abajo: antes de terminar de marcar el número ya tenía una pistola apuntándome.

Los ladrones siempre van armados aunque sea para atracar un estanco, porque saben que la policía tirará invariablemente a matar sin molestarse en darles el alto”. Yo exclamé: “¡Rediós, esto parece el Salvaje Oeste!”. “Exacto”, dijo Beto; “y debido a esta situación, cada edificio tiene un guarda armado en la puerta. Ah, y en los restaurantes no pidáis nunca carne si no queréis comer gato”.

Los comentarios negativos que habíamos escuchado de otros turistas fueron los responsables de que hubiésemos estado a punto de pasar por alto Salvador. Sin embargo, cuando visitamos la ciudad antigua nos felicitamos por haber seguido los consejos de Ramiru, pues la arquitectura y los colores pastel de las casas que formaban las callejuelas eran de una belleza y autenticidad totales.

Y ya rizando el rizo, la atmósfera, el ambiente y sus habitantes, hubiesen podido ser los mismos de dos siglos antes. Yo opiné: “Valía la pena cruzar medio mundo solamente para llegar aquí”.

La última noche que pasamos en el Edificio Sándalo después de asistir a un concierto callejero, compartimos el suelo del comedor con una pareja que apareció por sorpresa. El chico se instaló junto a mí y estuvo toda la noche intentando meterse en mi saco de dormir. La chica se echó al lado de Rasta y tampoco durmió mucho porque éste se empeñó en seducirla.

Antes de subir al autocar para continuar nuestro viaje hacia el norte, Rasta compró el periódico Journal da Bahia y, ya en ruta, me comentó: “Mira lo que dice sobre tu puto horóscopo, “Tantos caminos recorrerá, que llegará a cansar a su ángel de la guarda””. Y yo dije: “Parece que por una vez van acertados”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Estuve gozando de nuevo (en Filmin) con una de mis películas predilectas: El cielo protector (The sheltering sky, de 1990), maravilla que nació gracias a la colaboración de cinco personajes geniales: Paul Bowles, viajero, compositor y autor de la novela del mismo título; el director de cine Bernardo Bertolucci; el músico Ryüichi Sakamoto; la actriz Debra Winger y el actor John Malkovich.
  • ¿Es preocupante no tener preocupaciones?
  • ¿Trae mala suerte ser supersticioso?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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