La crónica cósmica. Relación amorosa con los ferrocarriles indios

CHU CHU TREN – Colinas Kumaon, Uttarakhand, India. Supongo, y es sólo un suponer, que el verbo desenamorarse se inventó pocos meses después del de enamorarse. También imagino que su creador sería una mujer que buscara la manera de espetarle a su novio que, por culpa de la ceguera de los sentimientos, había creído erróneamente que era el Príncipe Azul, pero que más tarde vio que era un pringado cuyas únicas habilidades comenzaban y terminaban con la astucia de la seducción.

Rediós, como tantas otras veces he empezado a teclear esta crónica sin tener claro qué derroteros seguiría o, mejor dicho, me he ido por las ramas cuando, en realidad, sólo quería contaros que, tras varias décadas de estrecha relación amorosa con los ferrocarriles indios, recientemente he empezado a desenamorarme de ellos.

El número de trayectos y los kilómetros que habré recorrido sobre los raíles de este país son incontables. Batí mi récord yendo desde Trivandrum, la capital de Kerala, hasta Kutch, en Gujarat, durante tres días y dos noches.

Me gustan todos los trenes en general, y sirva de ejemplo que en los años ochenta fui desde Barcelona a Calais transbordando en París, desde Venecia a Atenas, desde Estambul a Pamukkale y desde Jartum al lago Nasser.

Pero mis ferrocarriles predilectos siempre fueron los indostanos porque, al viajar en ellos, tenía la sensación de estar viendo una película, por supuesto india. Película en la que, aparte del buen servicio de cocina y las simples pero confortables literas en que dormir, sucedía continuamente de todo, ya fuese dentro del vagón o fuera de él.

Tras esta larga relación amorosa con los ferrocarriles indios, fui el primer sorprendido al comprobar que, en los últimos años, me estaba desenamorando. Y no se debía a que el servicio hubiese cambiado, sino a que yo empezaba a hartarme de los permanentes retrasos de unos trenes que, aparte de las largas esperas, me dejaban en mi destino a horas intempestivas.

O que, a pesar de ir en un vagón en el que supuestamente solamente podrían viajar quienes tuviesen la pertinente reserva, a veces los corredores estaban abarrotados de pasajeros que dormían en el suelo.

Recuerdo que en uno de mis últimos trayectos, cruzando Tamil Nadu, Karnataka y Goa, alguien había colocado en mi compartimento una aparatosa caja cúbica y metálica que ocupaba todo el espacio entre las literas, dificultando cualquier tipo de movimiento. Al llegar a mi destino descubrí que el propietario de la maldita caja era un militar que viajaba confortablemente en el siguiente compartimento.

Tras desenamorarme de los trenes indios, y aunque, a pesar de todos los pesares, os recomiende viajar en ellos cuando vengáis a la India, pues no existe mejor forma de conocer este país, recientemente he hecho mis trayectos en avión porque, por un precio irrisorio, me llevan a destino en una hora, en vez de tardar varios días. Ya sé que es una vergüenza en alguien que se precia de cuidar de la ecología, pero me excuso en haber cumplido sobradamente mi cupo de romanticismo.

Antes de cerrar esta sección añadiré que los trenes Shatabdi son, por lo general, la única excepción al descontrol de los ferrocarriles indios. Cuando partí en uno de ellos desde Nueva Delhi a Kathgodam para venir a la Colinas Kumaon de Uttarakhand, se puso en marcha en el segundo exacto en que el reloj electrónico de la estación marcó las 6’20 de la mañana, y llegó a destino con la misma puntualidad. Pero todo esto ya os lo contaré la próxima semana.

LA TABERNA GALÁCTICA – El portero de mi antro predilecto me recriminó que no hubiese pasado por allí en tanto tiempo. Luego me dejó entrar comentando que el local se encontraba prácticamente vacío y solamente había un cliente. Estaba sentado en un taburete junto a la barra, tendría unos cincuenta años y su aspecto no dejaba lugar a dudas acerca de que provenía del Sudeste Asiático.

Le pregunté si aceptaría contarme alguna anécdota de su vida. Debido a la seriedad conque me observó, temí que mandara a paseo. Pero entonces sonrió y empezó a relatarme unos hechos que no tenían desperdicio:

“Durante veinte años trabajé de guarda forestal y también como guía en diferentes parques nacionales de Malasia y Tailandia. En cierta ocasión en que llevaba a un grupo internacional de biólogos por el Parque Nacional de Endau Rompin, entre la densa maleza y sin que hubiese sendero alguno, cuando levanté el brazo derecho señalando la ruta a seguir, me picó una serpiente “pit viper”.

En el primer momento creí que me habría picado una avispa, pero entonces la vi: era verde y tenía la cabeza triangular, como casi todas la serpientes venenosas. Aunque uno de los biólogos me hizo un corte en cruz sobre la herida, la sangre ya salió solidificada y ennegrecida. El mismo biólogo me hizo un torniquete cuando el brazo ya se me iba paralizando.

Estábamos a mucha distancia del mundo civilizado y tardaría veinticuatro horas en llegar a un pueblo en que hubiese un dispensario. El médico, al ver mi aspecto, temió lo peor y ordenó que me trasladaran en una ambulancia al hospital más cercano, donde permanecí ingresado cinco días.

Según me contaron los facultativos que me atendieron, la mayoría de gente sobrevive a las picaduras de esas serpientes, pero desde entonces tengo problemas musculares al usar el brazo derecho”.

Antes de despedirme le pregunté si en sus correrías por la jungla había visto tigres, y respondió: “Sólo he estado cuatro veces frente a una de esas panteras, pero en cada ocasión tuve mucho miedo”.

PASO A PASO – Brasil. Verano de 1988. Continúa de la crónica anterior. Érase una vez en que dos hombres cruzaban el Atlántico volando hacia Río de Janeiro: Rasta y un servidor. Ya habíamos empezado con unas broncas y piques a los que, cada uno a su manera, al estar acostumbrados a los vicios que comporta la soledad, colaborábamos por igual. Por un lado, Rasta se entregaba y me pedía entrega a pesar de que no me apetecía tal juego. Por el otro, yo me había erigido en guía de la expedición sin tener en cuenta sus deseos.

O sea que, geográficamente, habíamos escogido un mismo “qué” llamado Brasil, pero psicológicamente la pifiamos al no apercibirnos de que nuestros “cómo” eran distintos. Sólo empezamos a descubrir tal inconveniente al ponernos en marcha. Así, debido a que el humor que nos unía continuaba presente y álgido, nuestra relación, sin término medio, pasaba continuamente de las carcajadas al llanto, de la alegría a la cólera, y del amor al odio.

En cuanto hubimos salvado las aduanas brasileñas y Rasta ya soñaba con una noche de desenfreno sexual en Río, recibió el primer desengaño cuando yo, siguiendo mi sistema habitual para viajar, me dirigí a la oficina de información del aeropuerto y pregunté si podrían darme el nombre de un pueblo tranquilo que no quedase muy lejos. Valga aclarar que no llevábamos con nosotros ninguna guía de viajes ni teníamos la menor información acerca de aquel inmenso país que nos disponíamos a recorrer.

Una hora más tarde subíamos a un autocar que nos llevaría a nuestro primer destino: Saquarema. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Al cumplir los setenta y tres años he descubierto que, en las últimas décadas, he renunciado a comerle el coco a la gente filosofando, a esperar cándidamente que crean en mí, a tratar de comprenderles y esperar que me comprendan, y a tener la esperanza de que la humanidad deje de hacer sandeces.

Esto es lo que opina mi inteligente segundo hermano: “El aumento de los votantes de extrema derecha puede estar relacionado con que el cociente intelectual medio lleve tres décadas descendiendo”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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