La crónica cósmica. Sentada sobre una flor de loto

¡FELIZ DIWALI! – Colinas Kumaon, Uttarakhand, norte de la India. Estos días se celebra Diwali, la festividad de la diosa Laxmi, señora que está sentada sobre una flor de loto (por supuesto en la posición del loto) y de sus manos fluye un tentador caudal de monedas de oro. Es la fiesta de las luces y de las reuniones familiares en la que se pintan y limpian las casas, se estrenan prendas, se va a la peluquería, se hacen regalos y se gasta un dineral en fuegos artificiales. Como podéis imaginar, se parece mucho a las fiestas de Navidad. No recuerdo cuántas veces habré celebrado Diwali en esta misma granja en que vivo ahora, pero han sido suficientes para hacerme sentir parte de la familia.

FAUNÓPOLIS – Ayer, cuando daba mi paseíto del atardecer por el sendero que recorre una de las partes más frondosas y bonitas de estos bosques, recordé que hacía mucho tiempo que no le dedicaba unos párrafos a la sección de FAUNÓPOLIS en estas crónicas y decidí que había llegado el momento de solventar tal descuido.

Y entonces, como si se tratara de una conexión cósmica o que hubiese tenido una premonición, vi venir hacia mí a un precioso leopardo. ¿Os lo imagináis? ¿Visualizáis el estrecho sendero iluminado por la luz del ocaso y al lindo gatito quedándose tan sorprendido como yo al ver a un papanatas vestido de blanco? Era la quinta vez en mi vida que me encontraba con un leopardo, y se pareció a las otras en que mi cámara mental pudo tomar unas imágenes preciosas que duraron sólo unos cortos instantes, porque los leopardos son unos animales muy finos a los que no les gusta mezclarse con unos monos pelones como nosotros, y éste desapareció inmediatamente en el bosque.

En esta zona de las Colinas Kuamon no se han cazado leopardos desde hace noventa años, y ellos, esos lindos gatitos, han colaborado en esta buena relación evitando meterse con la gente y permitiendo, por ejemplo, que los niños de las aldeas de los alrededores cruzasen tranquilamente su territorio de camino a la escuela. La única excepción a tan civilizada costumbre fue, hará un par de años, un leopardo que se comió primero a una niñita y más tarde a una mujer.

Cuando sucedía un caso de estos en los tiempos del Imperio Británico, las autoridades contrataban a Jim Corbett, el gran conocedor de la jungla al que podría compararse con un meticuloso policía criminal, quien, sin precipitarse, seguiría el rastro, comprobaría las huellas del leopardo o el tigre que se hubiese convertido en “comedor de hombres”, y únicamente “arrestaría” (cadena perpetua en un zoológico) o mataría al culpable, después de haberlo identificado fehacientemente.

En la actualidad, por el contrario, los guardas del Servicio Forestal, en vez de pasar un sinfín de noches encaramados a un árbol aguardando a que aparezca el asesino, lo que hacen es colocar trampas y meter entre rejas a todos los leopardos que caen en ellas, aunque sean unos buenos gatitos que no hayan hecho mal a nadie. A las afueras de Kathgodam se halla una cárcel para animales llamada Rani Bach, Recue Center. A ella también ha ido a parar una multitudinaria tribu de macacos (los conté una vez y eran más de setenta individuos) que recorría estas tierras armando la de Dios por donde pasaban.

Por lo general, cuando una pantera se convierte en comedora de hombres es debido a que ha sufrido una herida que no le permita alcanzar a sus presas habituales. No obstante, ese cambio también se daba en el pasado, y además en un gran número de depredadores, cuando había una epidemia de cólera y la gente, al no poder incinerar todos los cadáveres, los arrojaba en la jungla propiciando que, sobre todo los leopardos, se acostumbrasen a comer carne humana 

A los leopardos les parece especialmente sabrosa la carne de perro (mis amigos dicen que sobre todo les gusta la de perro negro: ¡Ja!). Cuando se pone el sol, que es la hora en que esos lindos gatitos salen de caza, los perros de estos alrededores sollozan pidiendo a sus amos permiso para entrar en casa: son pocos los perros que lleguen a viejos. Cuando ayer me encontré con el leopardo, se oían ladridos por todos lados dando la alarma.

En una aldea del distrito de Raipur, en el centro de la India, unos hombres mataron un elefante de doce meses. No he logrado saber cómo ni porqué ocurrió. La cuestión es que, al tratarse de un animal protegido, lo enterraron para evitar que los del Servicio Forestal los multasen o encarcelaran. Pero de lo que no se salvaron fue de la represalia que llevaron a cabo los familiares del difunto jovencito, pues al día siguiente se presentaron en la aldea cuarenta y cuatro elefantes adultos que mataron a un hombre y lo dejaron todo patas arriba.

¿Hace falta mucha empatía e inteligencia para plantearse que los animales, aparte de sentir pena y tristeza, también sufren ansiedad, desidia y aburrimiento cuando no son libres?

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. Igual que hacía en cada una de mis moradas, pronto organicé una rutina cotidiana en la que pudiera sentirme confortable. Los gorriones locales, de color rosado o azul celeste, eran los encargados de despertarme de madrugada mientras, en la cama, envuelto como una momia, Musa, mi anfitrión, seguiría durmiendo durante varias horas más sin que pareciese importarle el calor.

Cada mañana, repitiendo una ceremonia inútil con la que intentaba alejar el pegajoso tufo que reinaba en la habitación, yo abría las puertas y la ventana y barría las colillas, cerillas y restos de fruta. Acabada la limpieza de aquel simple hogar, en el que yo dormía en el suelo, me cubría el trasero con una toalla y me dirigía a la bomba manual de agua que había en la plazoleta y me bañaba frente al vecindario. A veces tenía que hacer cola esperando a que un grupo de mujeres llenaran sus cubos. 

Limpio, con el pelo aceitado y peinado, salía del pueblo por la parte occidental dirigiéndome a la playa por caminos solitarios. Al hacer este recorrido, por supuesto descalzo, veía docenas de pájaros tan exóticos como extraños. Ante la infinita pista de arena que marchaba de norte a sur, torcía hacia la derecha gozando del humilde sentimiento que siempre me producían las fuerzas de la naturaleza.

Aquel mar no tenía nada que ver con el Mediterráneo, ni siquiera con el Atlántico que baña las Canarias: su poder era terrorífico. Las olas parecían llegar por docenas y, al mismo tiempo, unas encima de las otras, logrando por un instante tragarse aquella profunda franja de arena. Sobre ésta, al retirarse el agua espumosa, aparecían muchas veces grandes peces que los barcos pesqueros industriales habrían desechado. En más de una ocasión me cruzaba con algún hombre que llevaba sobre su cabeza una tabla de madera en la que reposaba un monstruo marino de dos metros de largo.

Después de andar un kilómetro por la playa llegaba ante los muros del Senegambia Club Hotel. Allí me desviaba de nuevo hacia la derecha y, pasando frente al chiringuito que había junto a la parada de taxis, el camino me llevaba a unas barracas, donde un grupo de mujeres cocinaba y vendía unas sabrosas bolitas hechas de pescado que servían acompañadas con una barra de pan blanco untada con mayonesa y mostaza. Aquella era, junto con el cuscús dulce de la cena, la delicia con la que saciaba mis ansias dietéticas, ya que los repetitivos almuerzos de Kerr Seringg, con montones de arroz blanco y poco más, solamente servían para llenar el estómago sin aportarme la mínima satisfacción.

Completaba el desayuno con un café que tomaba en el chiringuito de los taxistas. Éstos eran unos tipos tan amables como ruidosos, que a veces podían mantener una discusión entre veinte de ellos, hablando y gritando todos al mismo tiempo. Sentado con un cigarrillo entre los dedos, observaría como los pocos turistas que se atrevían a abandonar los protectores muros del Senegambia, los reseguían, temerosos, para terminar entrando por la puerta de atrás sin haberse apartado dos metros de su gueto protector. “A esto le llaman hacer turismo y ver mundo”, les comentaba yo a los sonrientes conductores de piel oscura.

Para regresar hacia Kerr Seringg recorría los caminos interiores entre los campos y me cruzaba con diferentes vecinos que me saludaban: “Buenos días Nando tubab (blanco)”. Ya en casa, y después de un porro mañanero, escribía hasta la hora del almuerzo. O por lo menos sería de esta manera si Musa no me liaba con alguna de sus movidas para ir juntos hasta a tal o cual sitio que, al final, pocas veces resultaba ser lo que él había dicho.

Aunque Musa intentaba sacarme los dalasis (moneda local) sin un asomo de vergüenza, por otro lado se preocupaba realmente de mi seguridad y siempre iba medio paranoico temiendo que pudiese sucederme algo. Yo me reía de sus temores porque no recordaba haber estado jamás en un sitio tan pacífico como aquella aldea. Una noche en que fui hasta el Senegambia a ver una película de la colección de vídeos que nadie usaba, cuando regresé a través de los oscuros caminos me encontré con un Musa desencajado y medio histérico que me buscaba acompañado de varios sirvientes: el pobre estaba convencido de que habría sido asesinado.

En tales momentos yo sentía una cierta simpatía por aquel loco que, generalmente, me tocaba los cojones. Los jueves, cuando el alemán Jerome venía desde las Islas Canarias con sus excursionistas de un solo día, yo aprovechaba para alterar mi rutinaria dieta yendo, al anochecer, hasta el Senegambia con algunos amigos y allí, tras colarme en los jardines donde se servía el bufé libre, meterme disimuladamente entre los turistas y llenar un par de buenos platos con las exquisiteces del día, que comería escondido bajo unas matas con mis amigos, sabiendo que Jerome pagaba la factura.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Cuando el ejército de Mao invadió el Tíbet no tuvo en cuenta que los tibetanos son genéticamente insólitos al haberse adaptado a vivir a más de cuatro mil metros de altitud sin morir en el intento, que es exactamente lo que está pasándoles a los chinos; pues, entre otros problemas de salud, sufren tres veces más de mortalidad infantil que los tibetanos: leído en el interesante ensayo Himalaya, a human history de Ed. Douglas.
  • Fue una relación rápida y corta, pues empezó con una erección y terminó con una eyaculación.
  • ¿Puede haber una situación más desagradable que hablen de ti como si no estuvieses presente?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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