EL OBSERVADOR FURTIVO – Kumaon, Uttarakhand, India. Miro, escucho, callo, pienso, reflexiono, imagino. Cuando veo a una persona desconocida me fijo en su forma de andar y gesticular, el peinado que lleva, la manera de vestir y los zapatos que calza.
Trato de adivinar cómo es, si está segura de sí misma y es decidida o, por el contrario, si peca de pusilánime y desperdicia gran parte de su tiempo dudando qué camino seguir.
A veces mi desmadrada imaginación se mete de por medio y le crea una existencia ficticia: ¿huye de un pasado turbulento o anda tras la pista del amor de su vida que desapareció sin dejar rastro?
Practico esta afición sobre todo en los aeropuertos, las estaciones ferroviarias y en calles de poblaciones donde, de reojo, puedo contemplar al personal sin que se aperciban de ello. Qué difícil es saber si alguien te mira de reojo a través de un espejo, ¿verdad?
En estos bosques de las Colinas Kumaon en que me hospedo actualmente resulta fácil identificar a quienes han venido de vacaciones o a pasar el fin de semana desde Delhi o alguna otra capital porque, al contrario que la gente local, visten prendas modernas y deportivas de marcas internacionales.
Los veo pasear de mañanita mientras tomo el chai del desayuno en la cafetería que hay junto a la carretera, la que desciende hacia los lagos. Muchos de ellos han llegado hasta estos bosques atraídos por la gran diversidad de pájaros que pululan por aquí, y cargan con cámaras fotográficas provistas de objetivos kilométricos (¡exagerado!), todo cubierto con tela de camuflaje.
En este entorno en que la naturaleza sigue viva y sana, las conversaciones que mantiene la gente versan a menudo de los animales:
- “La pasada primavera un tigre mató a tres mujeres en las colinas que hay encima de mi pueblo”.
- “Aquí, en el estado de Uttarakhand, ha aumentado el número de ataques de los tigres, de los que se calcula que hay más de quinientos sesenta”.
- “Este año se ven menos mariposas y libélulas”.
- “La cobra real es autóctona de esta comarca y es la única serpiente que construye un nido en el que poner sus huevos, mientras que la cobra pequeña, que pertenece a una subespecie distinta, llegó aquí desde las llanuras”.
- “Ayer, en el bosque, encontré el cadáver de un jabalí al que, en vez de ser devorado por los despreciados buitres, lo estaban picoteando unos cuervos”.
- “En un árbol de mi jardín vive un murciélago frugívoro que tiene el tamaño de un águila”.
- “Supongo que hoy va a llover con fuerza, pues esta mañana vi varias columnas de hormigas que cambiaban de hormiguero”.
- “Siempre me ha impresionado la agresiva individualidad de las hormigas rojas”.
- “Estuve observando los esfuerzos que unos polluelos de faisán hacían para trepar al árbol donde se había aposentado su madre a pasar la noche. Me asombró ver como ésta lanzaba a uno de ellos al vacío, como si hubiese decidido que no debería sobrevivir”.
También hay algunas ocasiones en que se habla de temas que no están relacionados con la naturaleza, como cuando el Señor Jabalí nos contó que su casa de piedra en medio del bosque fue construida hace ya la friolera de ciento treinta y cinco años.
Pero es el Señor Lobo quien extrae las más sorprendentes anécdotas del archivo de su memoria: “Mientras llevaba en autocar a un grupo de turistas japoneses hacia Lumbini, unos “dacoits” (bandidos) trataron de detenernos cerca de la frontera de Nepal. Yo ordené al chófer que siguiese adelante. Entonces dispararon sobre la parte trasera del autocar y varias balas agujerearon el equipaje que iba en el maletero posterior. Aún fue más chocante lo que me sucedió en una ciudad tan peligrosa como Nairobi, donde un par de vehículos cortaron el paso del automóvil en que yo viajaba y mataron al chófer a balazos”.
PASO A PASO – Morro do Sao Paulo, Brasil, verano de 1988. Continúa de la crónica anterior. Amanecía, y la barcaza Brisa Biónica puso ruidosamente en marcha sus motores, soltó amarras y, lentamente, zarpó del muelle de Valença escupiendo humo negro.
Sobre la cubierta, aparte de montones de cajas y sacas, íbamos mi amigo Rasta, yo y tres pasajeros de Salvador de Bahía. Nosotros habíamos pasado la noche en una pensión de Valença. Mejor dicho, yo lo había hecho, mientras el marchoso Rasta se dedicaba a deambular por la ciudad metiendo las narices en varios garitos de alterne.
Como me había sorprendido verle regresar sano y salvo en un país con tan elevado índice de criminalidad, le dije: “Una noche de estas te van a pegar el palo”. “No creo”, fue toda la respuesta que recibí.
El rumbo que siguió la barcaza nos llevó por el canal que había entre tierra firme y la isla de Boipeba; una lengua de agua que habíamos tomado por un río y que se hallaba enmarcada por una densa selva de manglares. Un sol rojizo e inmenso apareció en escena provocando que, hacia el sur, se formase un precioso arco iris.
Comenté: “Todas mis artes de orientación se han ido al carajo desde que pisamos este puto hemisferio sur: si miro hacia el ecuador, el sol surge por mi derecha, en vez de hacerlo por la izquierda. Mi brújula mental se hace un lío al tener que poner la mirada hacia el norte para saber dónde están oriente y poniente”. “
Además”, añadió mi compañero, “las constelaciones que observamos por la noche no tienen nada que ver con las que estábamos habituados”. “¿Qué tal si reflexionamos sobre tan profundos temas tomando un café?”. “Hecho”.
La costumbre brasileña de incluir un termo lleno de delicioso café gratuito sobre cada mesa de los restaurantes o de los bares, así como en la recepción de las pensiones, y también allí en la barcaza, estaba comportando que nos convirtiésemos en auténticos adictos a esta infusión y que la tomásemos en cualquier circunstancia, simplemente para acompañar un cigarrillo.
La barcaza se fue alejando de tierra firme y adentrándose en el océano, siguiendo siempre pegada a la costa de Boipeba. Al rato dejamos atrás esa primera isla y, tras un corto intervalo, estuvimos recorriendo la segunda: Tinharé. Nuestro destino se hallaba en su extremo septentrional, señalado por el faro que se elevaba sobre una peña.
La barcaza atracó en un pequeño muelle del que ascendía un sendero rocoso; camino que seguimos sin dejar de observar alrededor. La selva terminaba frente a un acantilado que caía hasta el mar, sin rastro hasta el momento de viviendas o seres humanos.
“A ver si nos han tomado el pelo”, ya estaba diciendo Rasta cuando alcanzamos la cumbre y apareció frente a nosotros la aldea de Morro do Sao Paulo, encerrada entre la selva y unas playas preciosas.
Sumando todas las pensiones, restaurantes y bares, no habría más que unos quince edificios, además de algunos chiringuitos de madera. Muchos de éstos estaban cerrados o en ruinas dando la sensación que el lugar había conocido tiempos mejores.
Para hospedarnos elegimos una cabaña de la cutre Pousada Casa Rola, cuyo suelo estaba cubierto de arena porque una de sus puertas daba directamente sobre la playa. Desde la cama veíamos un grupo de chicos negros que practicaban surf sobre las las olas. Igual que en Trancoso, la tranquilidad y las buenas vibraciones de aquella aldea alejada del mundanal ruido, llegaba a rizar el rizo gracias a la ausencia de la policía. Hecho que siempre va unido a una comunidad relajada, amable y tolerante, sea en el país que sea.
Aquí, además, tampoco había vehículos que rompiesen el silencio con sus motores, y el transporte se hacía con asnos o caballos.
El sector alimenticio estaba de nuevo en manos argentinas. Nos acostumbraron a desayunar en un restaurante vegetariano. Almorzábamos en El Gaucho, donde el “feijao” acompañado de langosta, gambas o cangrejo costaba ciento cincuenta pesetas. Cenábamos en una pizzería, siempre atendidos con acento de Buenos Aires.
A pesar de los bajos precios que en general encontrábamos, lográbamos hundir constantemente nuestro presupuesto con las cervezas Cerpa, que bebíamos durante el día para mitigar el calor, y el ron que nos metíamos por la noche con cualquier excusa. Por ejemplo, cogiendo una buena borrachera para celebrar una fecha tan especial como que fuera el día ocho del octavo mes del año ochenta y ocho.
Aparte de dar paseos o bañarnos en el mar, pasábamos muchos ratos jugando a backgammon; juego al que había dedicado las semanas anteriores a enseñárselo a mi compañero. Un adiestramiento que consistió en ganarle continuamente sin compasión.
Pero llegó una noche en que, sentados en el porche de nuestra cabaña, compartiendo una botella de ron dorado, con las luces de Salvador en el horizonte, el faro girando por encima de nosotros y mil estrellas en el firmamento, un Rasta eufórico empezó ganándome una partida, y luego otra, y otra, y otra. Hasta que acabó destrozándome con diez victorias consecutivas.
Entonces salió corriendo por la playa soltando eufóricos aullidos: “¡Lo logré! ¡Lo logré! ¡Gané al puto maestro de los cojones!”. Como a todo el mundo, aun sintiendo el orgullo del maestro, no me gustó tan aplastante derrota. Pero el buen humor y la naturalidad de Rasta me provocaron tales carcajadas que ambos terminamos danzando sobre la arena como dos payasos. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO
- Reflexiones acordes con mi avanzada edad. Soy viejo, pero sigo vivo y, además, viviendo intensamente. Estoy agradecido a los amigos que me dieron cobijo y me cuidaron en las épocas que iba demasiado acelerado.
- Al pensar en los eficientes sistemas de seguridad que existen actualmente, me rio al recordar cuando cambié la fecha de nacimiento de mi pasaporte para obtener el carné de estudiante en Egipto, que me permitió entrar gratuitamente en los museos y obtener buenos descuentos en los transportes públicos.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
Dejar una Respuesta