La crónica cósmica. Si os parece bien, y si no también

Si os parece bien, y si no también, os continuaré contando el viaje que hice por el sur de Europa y Oriente Medio en el año 1984, que se quedó a medias en la crónica anterior.

Al convertirme en un trotamundos hice algunos cambios en mi plan de vida que consideré importantes: se había terminado gastar tiempo y energía con esto y aquello (he reflexionado unos instantes preguntándome si valía la pena mencionar concretamente a qué me refiero y he decidido dejarlo en manos de vuestra imaginación).

Tras haber pasado los últimos años escuchando música de la mañana a la noche, algo inherente a mis programas de radio, al no querer incluir en mi equipaje ni siquiera un pequeño radiocasete, empecé a cantar en todo momento. La vocación de juntar palabras brotó a partir de un detonante parecido porque, al haber tenido toda la vida algún libro en la mesita de noche y ser difícil encontrar uno de segunda mano por los países que recorría, pues en aquellos tiempos eran contados los hispanos que viajasen y menos todavía que fuesen lectores, empecé a contarme cuentos a mí mismo y, un buen día, decidí escribirlos.

La afición que, de todos modos, no dejé atrás fue la del cine; en cada ciudad que visitaba raro era el día que no viese alguna película. En lugares calurosos me metería en un cine con a/c para escapar un rato del bochorno. Recuerdo haberlo hecho en Trivandrum, la capital de Kerala, un mediodía en que las temperaturas superaban los cuarenta grados, y además vi una película tan fina como “La calle de la media luna”, con Michael Caine y Sigourney Weaver dando lo mejor de sí mismos. Fue inevitable que me acostumbrase a ver películas que estaban dobladas en idiomas que desconocía (y que con ello alimentase y desarrollase mi imaginación), como “Érase una vez en América”, que me tragué gustosamente en turco en un cine de Estambul. En esa ciudad también asistí a la proyección de “La luna”, de Bernardo Bertolucci; película que incluía algunas escenas que se consideraron escandalosas y que los selectos cinéfilos turcos la aplaudieron poniéndose en pie cuando terminó.

Los sirios también eran unos buenos aficionados al séptimo arte y en sus cines se proyectaban siempre programas dobles con películas europeas en versión original y subtituladas. En Damasco me sorprendió ver anunciada “El cartero siempre llama dos veces”, en la que, según las malas lenguas, Jack Nicholson se folló realmente a Jessica Lange, y fui a verla de nuevo para comprobar qué habría hecho con ella la censura siria: cortaron completamente aquellas imágenes “inmorales”. E igual hicieron en Egipto con la escena de “Wanda” en la que Jamie Lee Curtis se echaba perfume bajo la falda cuando acudía a la cita que tenía con John Cleese: a esa actriz le va perfecto el dicho “de tal palo tal astilla”, porque es seductora, guapa y simpática como su padre Tony Curtis.

Rediós, ya me he ido de nuevo por las ramas, en esta ocasión hablando de cine como si estuviese escribiendo la sección «Mira lo que miro», en vez de continuar cantándoos aquel viaje, que duró cinco meses. Damasco me impresionó mucho, y mientras recorría algunas de sus solitarias callejuelas de aspecto milenario imaginé que podrían aparecer en cualquier momento unos salteadores salidos de “Las mil y una noches” blandiendo cimitarras. Pero, de todos modos, esa ciudad no me sedujo como lo había hecho Alepo, que me pareció más mediterránea, luminosa y alegre que la capital.

Siguiendo con aquel periplo que iba improvisando sobre la marcha sin llevar conmigo una guía de viajes, caótico sistema con el que he continuado hasta hoy en día, mi siguiente destino fue Jordania. El puesto fronterizo era parecido al que crucé para entrar en Siria, pues se hallaba en medio del desierto y, al no haber medio alguno de transporte, entré en ese nuevo país andando hasta llegar a un control militar, donde un soldado paró un coche que pasaba y ordenó al joven árabe que lo conducía que me llevase hasta la primera población. El joven, que vestía una túnica blanca y se cubría con un turbante como casi todo el mundo, aceptó que fuese con él, no sin antes observarme con un desagrado tan exagerado que resultaba cómico.

Al poco me abandonó en una aldea, desde la que también me sería difícil conseguir un medio de transporte. Por suerte, cinco minutos más tarde vi venir otro automóvil, un Mercedes, y levanté el dedo haciendo autostop. Creí estar de suerte porque se detuvo junto a mí. El conductor era un hombre de pelo blanco y rostro aristocrático que también vestía de forma tradicional. Me preguntó adónde me dirigía; respondí que iba a Amman. Dijo que me llevaría hasta una ciudad en la que podría continuar viaje en un taxi compartido. Lo que no me aclaró, y yo como trotamundos novato no sabía, era que los árabes que recogían a gente por el camino lo hacían con el fin de ganarse unos dinares: cuando llegamos a la ciudad que había mencionado antes y pretendió cobrarme, lo mandé a paseo. Confieso que me avergüenzo y arrepiento de ello, pues hice el ridículo por unos pocos dinares.

Umm, lo de que fuesen unas pocas monedas quizás me quedo corto, porque luego descubrí rápidamente que Jordania me saldría mucho más cara que Turquía o Siria (doy más valor a mi dinero según lo lejos que estoy de casa), tanto como para que decidiese echarles una rápida mirada a los sitios interesantes y largarme cuanto antes.

Cuando llegué a Amman y me instalé en el Hotel Metro, que se podría considerar barato, pero no lo era para mi bolsillo, averigüé todo lo necesario acerca de Jordania, y al día siguiente fui hacia el sur del país, hacia la que, según mi opinión, es una de las maravillas de este mundo: Petra. Adentrarme por el estrecho cañón Al Siq, que fuese cincelado por las aguas muchos milenios antes, sería la experiencia más impresionante de aquel impresionante viaje.

A pesar de ser un viajero novato, me las arreglé para recorrerlo sin pagar el obligado tique y, además, lo hice en absoluta soledad después de esperar a que se adelantasen los inevitables grupos de turistas. Al llegar a la plazoleta natural que hay al final, y mientras contemplaba boquiabierto el impresionante templo Al Khazneh cavado en la roca que todos hemos visto en diferentes películas (“Indiana Jones y la última cruzada”), fui saludado alegremente por cuatro beduinos, que estaban sentados en una roca elevada, y me invitaron a comer y fumar su costo con ellos.

Dediqué el resto del día a patearme Petra de arriba abajo y, por la tarde, a última hora, partí de vuelta hacia Ammán. Después de visitar ciudades tan bonitas e interesantes como Estambul, Alepo, Homs o Damasco, Ammán no fue de mi gusto porque era una capital moderna a la que le quedaban pocas partes antiguas y no estaba hecha para pasear.

Por la mañana me dirigí a la oficina gubernamental en la que se solicitaba el permiso para viajar a Israel, que podría recoger veinticuatro horas después. Sin ganas de andar por las avenidas de Amman, tomé un autobús que me llevó hasta el teatro romano del Siglo II que se ubicaba a las afueras de la ciudad. Me gustó porque estaba muy bien conservado y, tras trepar a la parte alta del hemiciclo, me senté a esperar a que se fuesen los turistas que había por allí para gozarlo a solas. Pero entonces, gracias al guía de aquéllos, descubrí algo admirable: cuando el hombre se colocó sobre determinada parte del escenario su voz me llegó amplificada como si me hablase a través de un altavoz. En cuanto se hubieron ido los turistas, descendí hasta allí y comprobé personalmente aquel efecto auditivo, que solamente se daba al poner los pies sobre una losa, que mediría un metro cuadrado, y se perdía al moverme a uno u otro lado. Después me fijé en el asiento reservado al gobernador: separado de los demás, no pasaba de ser una roca labrada formando una ligera curvatura y sin respaldo. Pero, tal como descubrí al sentarme, su simplicidad encubría otra virguería arquitectónica, pues era increíblemente confortable.

La mañana siguiente, después de recoger el permiso para viajar a Israel, fui en un taxi compartido (que sólo se puso en marcha cuando estuvo completo) hasta el famoso Puente Allenbay, que en aquella época era peatonal y de madera. En las aduanas israelíes me atendió una soldado joven y guapa que me registró lenta y minuciosamente el equipaje. A pesar de que tardó mucho rato, y que en otras circunstancias habría deseado estrangular a un aduanero con aquel proceder, ella me cayó muy simpática y no dejó de charlar agradablemente. Al haber pasado las últimas semanas entre mujeres musulmanas, la soldado me pareció especialmente campechana y natural.

Fui a Jerusalén en nuevo taxi compartido, en este caso con unos palestinos cristianos. Entré en la histórica ciudad por el Portal de Damasco, el mismo por el que supuestamente salió Jesús con la cruz al hombro. Uno de los palestinos del taxi me había recomendado que me hospedase en un hotel del barrio antiguo, al que iban muchos peregrinos católicos. Nada más llegar adiviné que ni yo quería estar en aquel hotel, ni el director desearía tener como huésped a un mochilero melenudo que desentonaría entre su fina clientela europea, compuesta casi exclusivamente de católicos devotos que me observaban con malos ojos.

De vuelta a la callejuela, por la que también dicen que pasó Jesús, llegué a la estación número trece del Viacrucis y me detuve ante un edificio, varias veces centenario al escuchar una canción del grupo británico Clash: “rock the casbah, rock de casbah”. Sobre la puerta de entrada colgaba un desconchado cartel de madera en el que constaba: HOSTAL. No lo dudé, aquel sí era mi sitio.

Una estrecha escalera de piedra me llevó hasta la planta superior, donde un simpático norteamericano joven y gordinflón me alegró al informarme que en el dormitorio quedaba una cama libre y que el precio era realmente barato. Después de haber estado en Jordania no las tenía todas conmigo al temer que Israel pudiese ser igualmente un país demasiado caro para mis bolsillos, pero resultó lo contrario: comiendo en los puestos de la calle (por ejemplo: pan de pita relleno de queso fresco, aguacate, falafel y tomate) podría mantener mi presupuesto.

A pesar de que Jerusalén era una ciudad para pasear y que gasté por ella las suelas de mis zapatos, arquitectónicamente me pareció un desastre porque, al haber edificios de distintos orígenes, daba aquella sensación chabacana de las casas abarrotadas con muebles, lámparas y objetos de diferentes estilos que entre sí no ligan en manera alguna. Lo que resultaba especialmente chocante para un pacifista como yo era cruzarme continuamente con jóvenes que estaban haciendo el servicio militar e iban a todos lados con sus metralletas.

Caramba, igual que la semana pasada he llenado toda la crónica contándoos aquel viaje de 1984 sin haber llegado todavía al final, así que volveré a colgar el cartel de “Continuará”.

MIRA LO QUE PIENSO

  • “Se rodearía de arte para que en cierto modo él también fuese artístico”, de la interesante novela de A. M. Homes, “Este libro te salvará la vida”.
  • Las llamas son bonitas, como también lo es el color de la sangre, aunque por lo general ambas se acompañen de mal rollo.
  • Hay decisiones o acciones que pueden parecer incorrectas en el mundo material, pero son correctas para el karma.
  • Es especialmente malo juzgar a los demás porque siempre los declaramos culpables.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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