La crónica cósmica. Si tienes hipo es porque…

MIRA LO QUE VEO – Chitwán, Nepal. Los campesinos cosechan la mostaza y ya tienen listo el vivero del arroz que plantarán en los mismos campos; mientras, alrededor de éstos, está brotando por doquier la maría silvestre. Una columna de gansos cruza lentamente la calzada en fila india e interrumpe el tráfico rodado.

Desayuno familiar: el caballo de mi amigo Simsim Pani pasta entre la hierba mientras él toma el chai matinal conmigo. El loro de la cafetería sale de su jaula y, después pasear un rato entre mis pies, come un bol de arroz con el resto de la familia.

Cerca de nosotros picotea tranquilamente una gallina de una raza especial, que es completamente negra desde el pico a las patas y no sabe que su carne es muy apreciada porque supuestamente cura diferentes enfermedades.

Umm. Otra creencia popular: si tienes hipo es porque alguien te añora.

Los perros Pelut, Paloma y Ruso de esta pensión en que me hospedo, rejuvenecieron de pronto cuando regresó su amo tras dos meses de ausencia. Con éste, que es paisano mío, me doy el gusto de hablar nuestra lengua materna, o sea el catalán.

El periódico y el costo siguen llegando puntualmente a la puerta de mi cabaña. Pero la venta a domicilio no se limita a esos productos, pues, ya sea en bicicleta, en carrito, en ricchó o auto-ricchó eléctrico, van pasando durante el día los vendedores de huevos, mandarinas, tomates, verdura de temporada (ahora la coliflor y las zanahorias), cacahuetes, mazorcas de maíz frescas o asadas, tiestos, utensilios de cocinas, mantas, alfombras y taburetes.

Actualmente Nepal incluso exporta electricidad a la India y, gracias a que ya no hay continuamente cortes del servicio, no tengo que ir con mi linterna a todos lados. Otro cambio ha sido la desaparición de las conexiones eléctricas ilegales que el vecindario hacía al anochecer, con largas cañas de bambú.

Hubo dos terremotos nocturnos que no consiguieron despertarme; en uno de ellos murió una mujer a la que se llevó por delante una roca que se desprendió de un peñascal.

Aquí en Sauraha, las cercanas cumbres blancas del Himalaya solamente se dejan ver en las contadas ocasiones que hace un poco de frío. En las calles de esta población no hay un solo policía (¡qué agradable!), pero las patrullas del Servicio Forestal, que han pasado la noche de guardia en la jungla, las recorren cada mañana en bicicleta, con la metralleta al hombro.

Un camión transporta un elefante, que tiene una evidente cara de preocupación (el elefante…), al que habrán vendido a algún templo de la India. Debido a que no ha dejado de disminuir el número de turistas que goza (¿sádicamente?) dando un paseo por el parque montando uno de los elefantes domésticos, sus propietarios, al no poder cubrir los cuantiosos gastos de su manutención, los venden al mejor postor en el mercado negro: aparte del cornaca, cada elefante necesita de tres currantes que le preparan la comida y construyen unos peculiares pajares que tienen la forma de una cabaña.

Una familia de este vecindario ha cumplido con la tradición de hacer cincelar un busto del abuelo fallecido. Al haber sido un hombre muy aficionado al costo, le han pedido al escultor que tenga un chílom (pipa) en la mano. Y lo han colocado en jardín que hay frente a la casa.

Seis respetables caballeros de entre cincuenta y sesenta años que pertenecen al mismo gremio del difunto, me invitan a fumar un curioso tipo de costo casero parecido al que fumé con unos beduinos de Petra. Al fin, cuando ya vamos por el séptimo chílom, tiro la toalla.

No dejan de bromear, y me río con ellos a pesar de no entender su lengua (una de las ciento veinte que se hablan en Nepal).

Acabo de ver dieciocho auto-caravanas con matrículas alemanas y suizas que han vendido a Nepal desde Europa cruzando Grecia, Turquía, Irán, Pakistán y la India.

Un grupo de niños pasa corriendo alegremente al atardecer mientras gritan: “¡Viene un rinoceronte! ¡Viene un rinoceronte!”. Una bandada de ibis negros saluda con sus discordantes graznidos a una de cormoranes que van en sentido contrario.

PASO A PASO – Carretera de Cachemira a Ladakh, norte de la India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Al dejar atrás los bosques de Cachemira, no sólo había cambiado el paisaje, sino que, corroborando que habíamos cruzado una frontera natural, desde aquel momento desapareció el cielo nuboso de los monzones para dar paso a un estable azul radiante y transparente.

Las viviendas de adobe y piedra ladakhis, pocas y aisladas, substituyeron a las cachemires de madera. Al fondo de cada profundo y desértico cañón aparecía el verde eléctrico de los oasis que el deshielo propiciaba. De vez en cuando se distinguía en la lejanía alguna tribu nómada que pastaba su ganado.

Recordé que, con anterioridad a la llegada de los británicos y las particiones políticas que éstos provocaron, Ladakh había formado parte del Tíbet a pesar de estar separada por las cumbres más altas del Himalaya y que su gente perteneciera a una etnia distinta. Más tarde la India se libró de los ingleses, y los ladakhis quedaron bajo el gobierno de Delhi; hecho del que pudieron alegrarse cuando, poco después, el ejército chino invadió el Tíbet, anulando sus libertades y tratando de erradicar su cultura y tradiciones. ¡FREE TIBET!

Así, a finales de los años ochenta, el Ladakh era la representación más auténtica del Tíbet, aunque, curiosamente, el exiliado Dalai Lama y sus seguidores no lo hubiesen escogido como residencia.

En nuestra ruta, la carretera seguía siendo estrecha y casi nunca estaba asfaltada. Pronto me acostumbré a las continuas, complicadas y peligrosas maniobras que comportaba cada encuentro con camiones que venían en dirección contraria.

Sólo cuando el vehículo que se hallaba en el interior de la ladera se había arrimado totalmente a la montaña y el otro hubiera acercado sus ruedas al inevitable precipicio, lográbamos cruzarnos con muy pocos centímetros de distancia entre uno y otro.

Tal procedimiento, que ya habría resultado arriesgado si la carretera hubiese estado asfaltada, se convertía en un juego de locos sobre un suelo terroso que, en cualquier momento, podría ceder y arrastrar al vehículo. “Es como la ruleta rusa, y nos pasaremos varios días jugando a ella”, pensé riéndome de mis temores.

Las muestras de tales peligros eran constantes e iban apareciendo ante mis ojos durante todo el recorrido, porque continuamente y por doquier veía los restos de los camiones que habían perecido. Algunos sólo estaban colgados esperando que los rescatase una grúa del ejercito, otros habían caído lateral y horizontalmente unos pocos metros esparciendo su contenido por los alrededores, pero muchos descansaban en las profundidades de barrancos sin fin.

También me acostumbré a que, tras trepar una montaña durante varias horas y alcanzar la cumbre, ésta solamente fuese una más entre cientos de ellas. Entonces, mientras empezábamos el largo descenso, que sería seguido por otra cuesta infinita, sentía la claustrofóbica sensación de hallarme encerrado en una densa jungla de montañas.

Aquel rutinario subir y bajar no me provocaba aburrimiento ni monotonía gracias a que los paisajes eran tan maravillosos como insólitos. Ni siquiera me adormilaba o cerraba los ojos un solo momento por miedo a perderme alguna parte de tan increíble película.

Este fascinante país me recordaba a veces a alguno de los lugares más especiales que hubiese visitado: “Parece el Sinaí”. “Y ahora podría creerme en el desierto de Asuán”. “Aquella montaña tiene los colores de uno de los volcanes de Timanfaya”.

En aquel mundo desértico, prácticamente no llovía, y la poca agua que el cielo le regalaba, llegaba en invierno en forma de nieve. Más tarde, al helarse y ser arrastrada por los inevitables vientos que barren todos los desiertos, pulía las rocas hasta dejarlas brillantes como las de una joyería y esparcía el polvo por la ladera de las montañas.

Tal cóctel natural provocaba que, de vez en cuando, yo creyera alucinar al ver una inmensa roca de color rojo encendido, y poco después otra que parecía una esmeralda y una tercera que sería como un lapislázuli gigante. A partir de ellas, como si un pintor gigante hubiese estado pasando la brocha por aquella ladera, la montaña parecía maquillada con delicados tonos de tal o cual color.

Tan insólito espectáculo no terminaba al anochecer cuando el conductor aparcaba su camión en medio de la nada para preparar una deliciosa cena punjabi en el hornillo de keroseno, porque aquel mundo, a cuatro mil metros de altitud, donde había poco oxígeno, ni la mínima polución y ninguna luz eléctrica, tenía la más increíble de las cúpulas celestes.

¡Jamás había visto tantas estrellas y, al echarme de espaldas sobre el suelo, tenía la sensación de estar viajando por el espacio! Umm, era así en realidad.

Esto se acompañaba además de un silencio absoluto que nadie ni nada rompía, ya que allá arriba, por no haber, no había ni insectos. Para apreciarlo mejor, me alejaba del vehículo, trepaba un poco por el empinado desierto y, mientras dejaba vagar la mente, fumaba un delicioso porro contaminando un poco aquel transparente firmamento.

Eso sí, hacía un frío de cojones; y al sumarse a éste la falta de oxígeno, me sentía como un anciano de noventa años. Al comentárselo al camionero sij, me explicó: “El maravilloso cuerpo de los humanos se adapta a todo, como el de las ratas; y tus sufrimientos terminarán dentro de pocos días cuando te acostumbres a esta atmósfera que, en realidad, es mucho más sana que la húmeda de Cachemira”.

Y yo pesé: “No creo que me adapte a sentir este frío interior que se mete hasta en la médula de mis huesos. ¡Y estamos en verano!, no quiero ni imaginar cómo ha de ser esto en invierno!”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 849 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba

Dejar una Respuesta

Start Typing

Preferencias de privacidad

Cuando visitas nuestro sitio web, éste puede almacenar información a través de tu navegador de servicios específicos, generalmente en forma de cookies. Aquí puedes cambiar tus preferencias de privacidad. Vale la pena señalar que el bloqueo de algunos tipos de cookies puede afectar tu experiencia en nuestro sitio web y los servicios que podemos ofrecer.

Por razones de rendimiento y seguridad usamos Cloudflare.
required





Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarte publicidad relacionada con tus preferencias mediante el análisis de tus hábitos de navegación. Si continuas navegando, consideramos que aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración u obtener más información aquí