La crónica cósmica. Siempre me ha gustado dar a la gente lo que quiere

UN DÍA, DOS DÍAS, TRES DÍAS. El primero: Salto de la cama a las tres y media de la mañana sin dar tiempo a que suene el despertador. Despierto al “chokidar” (guarda) de la pensión que ronca sentado en una silla en medio del jardín abrigado con una manta; ¿os había contado que quienes hacen este curro tienen un pito con el que de vez en cuando demuestran que no están dormidos y que afortunadamente sólo oyes los primeros días? ¡Estos indios están locos!

Konarak duerme y no hay un alma en la calle, o por lo menos es así en cuanto a los humanos, porque rápidamente aparecen en escena unos veinte perros que me dan los buenos días con sus ladridos y logran despertar a un santón que está perfectamente instalado bajo un cashew. El tipo tiene una mente rápida y, a pesar de estar adormilado, al verme con las bolsas al hombro me pregunta si pienso tomar el autobús de las cinco hacia Bhubaneshwar: “Pues no vayas a la estación de autobuses porque no sale de allí, sino del cruce donde está el dispensario”. “Daniabad” (o “thaniabad”).

Es un paseíto de un par de kilómetros que hago sin el mínimo esfuerzo, al contrario de lo que sucedería bajo el Sol, ya que en esta época empiezo a sudar a los pocos minutos aun sin llevar carga alguna. Llego a mi destino. Putada, no hay ninguna “chai shop” abierta; bueno, en realidad no hay nadie, y la negra madrugada me pertenece. Dejo las bolsas en una de las tiendas sobre ruedas que hay aparcadas por los alrededores y me lío un porrito de despedida.

Como si fuese hecho a propósito, dos hombres aparecen en escena en cuanto empiezo a fumar, pero todavía están lejos. Me sorprende que, entre todas las direcciones posibles, escojan la mía y terminen sentándose a pocos metros de mí. Tras saludarnos educadamente, me preguntan si me apetecería fumar un chílom: “¡Bhole Nath!”; al pegar una única calada reconozco el hechizante sabor (¿pero tú crees que el sabor puede ser hechizante?) del opio y la nuez moscada con que han sazonado la maría: ¡Buen desayuno!

Poco a poco va llegando más gente, y cuando lo hace el autobús, subo de un salto antes de que se detenga para asegurarme un buen asiento, ya que de camino terminará por llenarse literalmente hasta el techo. Recogemos a una pareja, y al ver que solamente queda un asiento libre, él hombre no duda en tomarlo dejando a su mujer cargada de fardos y de pie. Después de mi última aventura ferroviaria en la que estuve a punto de perder el “Darjeeling Mail”, en esta ocasión lo confirmo todo varias veces con diferentes empleados de la estación de Bhubaneswar. El mío viene con una hora y pico de retraso, y mato el rato a golpe de chai.

Vagón B2, litera número 9, asiento de ventanilla: Perfecto. El buen estado del B2 es tan insólito como para despertar mi curiosidad, y metiendo las narices por aquí y por allá acabo dando con su fecha de fabricación: Febrero del año anterior. En armonía con lo anterior, por una vez voy en un expreso “superfast” al que le ceden el paso los otros trenes, así que me extraña cuando se detiene en medio de unos campos. Al poco llega junto a mi ventanilla un oficial de los ferrocarriles que mira debajo del tren (exactamente debajo de mí) y da la alarma por teléfono; rápidamente aparece gente por todos lados, y me quedo de piedra cuando sacan a una joven campesina cubierta de sangre que se ha montado el número de Ana Karenina, pero en plan patoso (como la de “Delicatesen”…), y toda la sangre proviene de los tres dedos de la mano izquierda que ha perdido, ya que por lo demás está perfectamente. La instalan en una litera de nuestro vagón y hacemos una parada extra en la siguiente estación, donde se la llevan en una camilla que parece de la Primera Guerra Mundial.

Nos dirigimos hacia el norte cruzando primero Orissa y después Bengala por unas llanuras infinitas que a un ibérico le han de parecer siempre irreales. Es la misma ruta que hice en diciembre en el sentido contrario. Compruebo que la totalidad de los pasajeros se han descalzado y están sentados con las piernas cruzadas: Asia.

En un letrero se advierte que si algún hombre molesta a una mujer ya sea mofándose de ella, tomándole el pelo, mirándola, haciéndole gestos, cantándole canciones o simplemente prestándole una atención indeseada, podría ser condenado a dos años de cárcel. Charlo un rato con un joven del que adivino su profesión: “¿Eres militar?”. “Sí, soy sargento”. “¿Y qué sueldo cobras?”. “Treinta mil rupias mensuales” (unos cuatrocientos euros; no está nada mal, pero no se me pasa por alto que a veces estará destinado en autenticas zonas de guerra). Duermo como un angelito abrigándome con una manta porque se han pasado un poco con el aire acondicionado.

Segundo día: La vida te da sorpresas, tras veinte horas de viaje llegamos a Siliguri con unos minutos de adelanto sobre el horario previsto. Veo a un hombre completamente cubierto (el pelo, la cara, los brazos, la ropa, la gorra y los zapatos) con la misma pintura plateada que usa para dar una capa a unas vigas gigantescas, quien destella como un soldadito de plomo al caerle encima los primeros rayos del Sol.

La estación tiene unas escaleras mecánicas ante las que se forma un atasco debido a un grupo de campesinos que no las debe haber usado nunca y cada uno se detiene atemorizado antes de atreverse a dar el primer paso. ¡Ja! Con los asientos reclinables de los autobuses “super deluxe” se dan casos igualmente cómicos, como el de un viejo que se quedó maravillado cuando le enderecé el asiento en que había estado viajando incómodamente un montón de horas: ¡No tomes nunca un “super deluxe” viejo, porque la mayoría de estos asientos se encontrarán en malas condiciones, a veces saltando como una pelota con cada bache, y además correrás el riesgo de morir de calor porque el a/c no funcionará y las ventanas serán de las que no se pueden abrir!.

Recorro los treinta y pico kilómetros hasta el puesto fronterizo de Panitanki (“Tanquedeagua”). Hay una larguísima cola de camiones que esperan cruzar la frontera del Nepal. Compro cuarenta paquetes de bidis bengalíes. El oficial de inmigración indio usa el mismo sistema de cámara y ordenador que los tailandeses y termina en un santiamén. Le pregunto acerca de la gran novedad, el visado de un mes que ahora se puede conseguir por Internet, pero me informa que solamente se pueden usar en los aeropuertos internacionales. Cruzo el largo puente que hace las veces de frontera con un ricchó que comparto con un comerciante asamés que va camino de Katmandú. El papeleo nepalés tarda cinco minutos y medio en solucionarse, y me cobran los habituales ochenta euros por tres meses de visado. Doy una mirada a un mapa turístico que hay en la pared, y me apunto el nombre de una pequeña población que está pegada al primer parque nacional que hallaré viajando hacia occidente.

Tomo un autobús en el que el chofer fuma un bidi tras otro y selecciona como ambiente musical un atronador grupo de punk-rock alemán. A mi lado se sienta una sonriente y arrugada anciana nepalesa de una casta mongol que lleva una bolsa de un centro comercial de Marbella, y detrás un joven que viste la camiseta del Barça.

El Terai oriental que estamos recorriendo no me parece tan exuberante y atractivo como había esperado, y al llegar al sitio que había escogido me pregunto si debo seguir adelante. La imagen: El autobús lleno hasta los topes, yo sentado al frente, y con el chófer mirándome interrogativamente junto con el resto del pasaje, mientras me rebano el coco a mil por hora tratando de tomar esa decisión: “¡Chelo!” (vámonos que nos vamos). Tras cinco horas de recorrido, pongo el freno al llegar a la ciudad de Nahal, y me instalo en la habitación más barata del hotel más barato.

El tercer día: El viaje debería empezar a las cuatro de la madrugada, pero yo paso las dos primeras horas esperando un autobús (¡Super deluxe y viejo! ¡Ah!), que viene con retraso. Serán seis horas hasta llegar al sitio en que he vivido más tiempo en estos últimos seis años, del que supongo que no hará falta que os diga su nombre, ¿verdad?

CULTURA GENERAL

  • Un viejo brahmán de Konarak me contó: “Antes no turistas, sólo un autobús diario, “very difficult”, muy contentos si tener suerte y comer una vez al día; ahora muy feliz, casado, dos hijos, uno fotógrafo, dos nietos”.
  • Al “hablar” en una crónica anterior acerca de diferentes dictadores de corta estatura me olvidé del papanatas de Napoleón, pero también, sorpresa, sorpresa, de uno que es incluso un poco más pequeñito, pues, según me han asegurado, mide exactamente un metro y medio; me refiero a… ¡Putin! ¡Sí, niños y niñas, el nuevo zar es más bajo que un agujero y ha impuesto que ninguno de los sirvientes del Kremlin le supere en altura! Podrían filmar “Blancanieves y los 7 Enanitos del Kremlin”, qué dulce, ¿no?
  • Y ya que estamos con la madre Rusia, ¿sabíais que la revolución soviética estalló poco después de que el tonto de Nicolás prohibiese el vodka? ¡Dejad jugar a los niños!
  • Siempre me ha gustado dar a la gente lo que quiere, sobre todo a los que piden a gritos que los mandes a la mierda.
  • Así me lo contaron: “¿Te follaste alguna vez a tu mujer mientras dormía?”, le preguntó un hombre a un amigo suyo, y éste respondió, “No sabría decirte”.
  • ¿A vosotros no os parece que muchas mujeres guapas tienen cara de tontas, y los tipos guaperas, de estúpidos?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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