La única calle de Sauraha, en realidad una carreterita sin aceras que sigue la dirección del río, recibe docenas de afluentes en la forma de unos caminos polvorientos que serpentean entre los campos de cultivo; y al dar una mirada a los nuevos edificios que brotan por todos lados a un ritmo endiablado supongo que dentro de muy poquitos años se habrán convertido en calles asfaltadas llenas de hoteles.
No me lo estoy montando de visionario, sino de nostálgico (suponiendo que me atreva a aceptar tal barbaridad), pues esos caminos, con sus incómodos baches y piedras, y las nubes de polvo que levantan los vehículos al pasar, me recuerdan a las calles de mi infancia. ¡Por cierto, que vaya una mierda eso de la infancia, con lo bien que se lo pasa uno de viejo reviejo! ¡Ja! Me encanta representar el papel del anciano cascarrabias que se desternilla interiormente. Mi maestro en tales artes fue el recepcionista de cierta emisora de radio que, con su mirada y tono de voz, lograba atemorizar a cuantos se atrevían a invadir su reino, y cuando representaba estos espectáculos para un servidor terminábamos soltando carcajadas.
Igual que el resto de mi familia, yo aprendí a montar a caballo incluso antes de empezar a andar (¿y pensar…?), y gracias a ese tipo de actividad física, al trotar (el caballo…) desarrollé los mismos músculos de las piernas que ahora, según descubro asombrado, me resultan muy útiles al usar la bomba de agua manual. Aparte de la equitación, en mi familia también nos enseñaban a ahorrar; y cuando partía hacia la escuela y mi madre me despedía desde la ventana, en vez de aconsejarme que tuviese cuidado o desearme suerte, gritaba: “¡Y no gastes!” (plagiado descaradamente de un sobrino que pasó por una situación parecida).
Al comentaros en otra crónica las actividades que llevo a cabo bajo la mosquitera, quizás me mostré un poco grosero (pues no olvido vuestra fina educación y ascendencia…) al usar la expresión de “tocarme los cojones”, por la cual solamente me decidí después de desechar, “el dolce far niente”, o “dedicarme al ocio”, para evitar mostrarme todavía más pedante de lo normal.
Me estoy hartando de Sauraha, y me alegro de ello porque no puede haber nada más agradable que abandonar un sitio cuando te apetece hacerlo. También hay de por medio otro problema que se debe a las reacciones personales que sufro al quedarme demasiado tiempo en el mismo sitio, de las cuales el mejor ejemplo sería aquel cóctel de amor y odio con los que mi mujer y un servidor partimos de la India después de permanecer en ella casi tres años seguidos: ¡Nos hacia falta un cambio de aires! El amigo occitano lo definió perfectamente al opinar que los “sauraheños” empezaban a tratarme como a un vecino más. ¿¡Cómo!? ¿¡Vecino yo!?
Tomada ya la decisión, y fijada la fecha de la partida para dentro de dos semanas, desde este momento empezaré a despedirme del que ha sido durante los últimos años mi domicilio más habitual, y lo haré con estas “imágenes” domésticas: Mientras Shankar quebraba (con un mazo de seis kilos) las rocas que usaría para los cimientos de su nueva casa (cuyos albañiles solamente empiezan a trabajar después de haberse fumado unas pipas de maría, caso parecido al de los “alemanish” de la Selva Negra, de los que se creería que edificaban mi casa con las cajas de cerveza que iban vaciando), copió al señor Tolstoi invitándome a residir en ella gratuitamente. Me planteé que si regresara algún día a Sauraha tendría problemas para escoger dónde instalarme, ya que prefiero visitar a mis amigos en vez de convivir con ellos a todas horas escuchando una banda sonora que incluye conversaciones gritadas de una casa a otra, los chillidos o los lloriqueos de los críos, y los berridos, los balidos, y los ladridos del resto del personal.”Soledad, eres dulce como una rosa”.
Avi, el segundo hijo de Narmada y Shankar (once años), se pegó un buen golpe en el tobillo al darle al pedal de arranque de la motocicleta, y su tío (que es sordomudo y está medio colgado), después de ser testigo de sus quejas y contorsiones, las representó para el resto de la familia con sus inigualables artes mímicas logrando que se desternillasen y le pidiesen una y otra vez que repitiese el espectáculo; curiosamente, el mismo Avi era el que más se reía.
En la penumbra del hogar de Shankar, y tras una puerta, te encuentras colgada una cesta en la que una gallina empolla una docena de huevos. Al anochecer otra mamá de la misma familia se mete bajo el único armario acompañada de una quincena de pollitos.
El pequeño Kale ha pasado en dos días de gatear a correr de un lado a otro; todavía se halla en aquel encantador momento en que los críos hablan su propio idioma, pero ya parece comprender perfectamente el funcionamiento de un teléfono móvil.
Tuve la estúpida ocurrencia de pedirles unas tijeras, y me observaron como si hablase de uranio enriquecido porque nunca se les había ocurrido que en una casa pudiese hacer falta tal herramienta; caso parecido al del abridor de botellas y cincuenta utensilios más. Les encanta hacer mal las cosas, y solamente usan las vendas (de la farmacia) que traigo para limpiar las pipas cuando yo estoy presente, o continúan utilizando la misma hasta que se ha convertido en un trozo de carbón encartonado; peor todavía, y más doloroso, es cuando llevan a cabo tal tarea con un pedazo de alambre que arruinará definitivamente la pipa.
Un día apareció por la casa una parienta rica de Katmandú que iba acompañada de sus dos hijitas. Debido a que la madre sufría una terrible adicción crónica a los cosméticos, las tres iban completamente pintarrajeadas desde primeras horas de la mañana. Contemplado como las pequeñas parecían alucinar e incluso se asustaban ante tan exóticos animales como lo eran unas pollitas, al compararlas con los miembros asilvestrados de la familia de Narmada pensé que las tres tontitas eran las ciudadanas de un futuro plastificado, esterilizado y, sobretodo, soso, mientras que los otros formaban parte de una jungla que desaparecerá durante su vida.
Al ser una casa abierta a la calle (e imposible de definir porque además cambia continuamente de forma), mientras charlo, fumo o tomo un chai tras otro con la familia, ellos mantienen conversaciones con el vecindario que cruza por la carretera; unos lo hacen en bicicleta y sin prisas, otros acompañan de vuelta a los búfalos que han pasado el día a solas en la jungla y todavía gotean después de atravesar el río (llegan a formar una manada de veinte y pico de los que ayer faltaban dos a los que se había comido un tigre: lo extraño es que no suceda con más frecuencia).
Al tener en las manos el primer aerosol insecticida que hubiesen visto en sus vidas, lo usaban en el exterior para rociar las nubes de moscas que habitaban junto a las pocilgas.
Al contrario que el señor Tolstoi, esta es la primera vez que Shankar y Narmada edifican una casa (y no una cabaña de adobe), y no se imaginan el estrés, dolores de cabeza y discusiones que les esperan.
Mira lo que pienso
- Si os gusta leer o viajar, si os atraen las aventuras o quizás os interesa la ecología, la sociología, la zoología o la antropología, os recomiendo leer el libro autobiográfico que el escritor chicharrero (de Tenerife) Alberto Vázquez-Figueroa publicó en el año 1975 bajo el título de “Anaconda”. De su mano (como submarinista, navegante, explorador y reportero) conoceréis de cerca África, Sudamérica y el Caribe, con su cultura y sus gentes, sus animales, junglas y desiertos, y por supuesto con su corrupción, sus revoluciones, su miseria e injusticia. Todavía lo estoy leyendo, y me lo paso en grande porque me pasea por muchos de los sitios en los que yo también había estado. No tiene desperdicio y, debido a que ya han transcurrido casi cuarenta años desde que fuera editado, podréis comparar sus vaticinios con la realidad actual. Si lo tuviese en mi biblioteca, lo colocaría junto a “Ébano” (curiosamente, Vázquez-Figueroa tiene una novela con el mismo título) del corresponsal polaco Ryszard Kapuscinski, perla que publicó después de pasar más de veinticinco años en África.
- Incluso antes de empezar a racionalizar, frente a las opiniones, los valores, la filosofía y las prioridades de los patriotas, ya sea un ruso como el señor Tolstoi, mi inquilino alemán, el hijo mayor de Narmada, o mi primo (el que está en Santander), creo hallarme ante el niño que todos llevamos dentro; porque cada uno de ellos recuerda el momento histórico en que su PATRIA tuvo su mayor extensión y poderío, y de juntarlas todas necesitaríamos un planeta el doble de grande. Además creen en las leyendas de unos ejércitos invencibles: “Los soldados senegaleses morían por docenas ante la magia de los gambianos”, “Los indios y los ingleses no pudieron conquistar el Nepal”, “Las legiones romanas no lograron adentrarse en la Selva Negra”, etcétera. Niños.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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