La crónica cósmica. Soy guapo, elegante e inteligente

Estos días me estoy dedicando de nuevo a una de mis aficiones preferidas: hacer el equipaje, pues me dispongo a cambiar una vez más de domicilio. Os he dicho en muchas ocasiones que somos lo que hacemos, pero le podría añadir asimismo a esa filosofada que nuestra forma de ser tiene mucho que ver con el sitio en que vivimos; así que doy por sentado que también habrá influido en mí de una forma u otra este pueblo del sudeste de Francia en el que he permanecido la mayor parte de los últimos doce meses, cuando vine a acompañar al amigo occitano antes de que se lo llevase el puto cáncer.

Aunque no era mi primera visita a esta población, pues estuve aquí repetidamente durante las tres anteriores décadas, fue más recientemente cuando conocí a la que fue primero la novia del amigo occitano, luego su esposa y ahora su viuda, a la que en estas crónicas llamo la amiga parisina porque nació en la capital francesa y sólo posteriormente se convirtió en hija adoptiva de esta región del Ardéche. Si aceptamos como verdaderos los dichos “el amor es ciego” y “te amo a pesar de saber cómo eres”, concluyo que mis amigos no tienen defectos.

Es el caso que se da entre la amiga parisina y un servidor porque, gracias a las muchas experiencias compartidas, que incluyen cuando nos reunimos en la población india de Rishikesh durante la Kumba Mela de 2010 y el viaje que hicimos a Normandía a principios de este año, nos hemos convertido en buenos amigos y nos toleramos mutuamente lo que denomino debilidades humanas, lo que no es óbice para que seamos muy diferentes (yo soy guapo, elegante e inteligente: ¡Ja!).

Valga añadir que también nos une el humor, pues han sido muchas las veces en que nos hemos desternillado juntos. Cuando ella regresó enferma de Ozora, Hungría, a principios agosto, y por una vez tomé el rol de cocinero, aparte del de mayordomo, jardinero y cuidador de sus perros, ella demostró la ceguera de la amistad, que mencionaba antes, al comer sin rechistar los patéticos menús que le preparaba. Con su llegada la casa se llenó de buena música enlatada y me vi obligado a dejar de cantar para no empeorar su estado de salud.

Durante la ola de calor de este verano, yo buscaba a primera hora de la mañana el aire mínimamente fresco del bosque, donde mis paseos acompañado de los perros incluían soledad, meditación, reflexión y unos cantos parecidos a mantras que asustaban a los pájaros. Para que veáis el tipo de trato que mantengo con la perra Chana, un día en que me enfadé con ella y le mostré amenazadoramente un palo, se lanzó sobre él y me lo quitó de las manos pensando que sólo pretendía jugar. Creo que fue en esa misma mañanita cuando pasó frente a nosotros a corta distancia un búho llevando entre las garras un ratón que le serviría de desayuno.

Ya que menciono a “los malditos roedores”, os explicaré que otra de mis tareas veraniegas ha sido cazar los ratones que se metían en esta casa. Sirva como ejemplo de la cantidad que había de ellos, que en alguna ocasión encontré a dos metidos en la misma ratonera. Algunos eran tan pequeños que conseguían pegarme un mordisco a través del enrejado (de la ratonera): “¡Ay!”. Al darme pereza recorrer los cien metros que me separaban del arroyo Frayol para soltarlos en la orilla contraria, un par de veces me limité a liberarlos en el “cul de sac” en que se halla esta casa; pero decidí cambiar de sistema cuando, tras salir de la ratonera, dieron media vuelta y regresaron a nuestro jardín antes que yo: ¡Ja!

Siento simpatía por casi todos los animales, pero especialmente la siento por estos diminutos y frágiles ratones que no han logrado extinguir ni las peores condiciones atmosféricas ni los depredadores más letales: o sea los seres humanos.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. El domingo por la mañana me despedí del lujo occidental del Club Hotel Senegambia Beach (ver crónica anterior), del agua corriente en el baño privado, de la mesa donde escribir sentado frente al jardín y de la piscina en la que no me había bañado ni una sola vez. Me dirigí al pueblo de Kerr Seringg, donde dormiría en el suelo, tomaría los baños en la plaza y frente a la curiosa población, cagaría en la letrina que había en medio del patio y comería continuamente casi el mismo menú.

El amable director del Senegambia aceptó seguir guardando en la caja de seguridad un sobre a mi nombre con los dólares, el pasaporte y el tique del avión que me llevaría de vuelta a las Islas Canarias. Tal medida, aunque lógica y habitual, y sin que yo lo pudiese imaginar en aquellos momentos, me ayudaría a mantener a flote mi maltrecha economía durante unas pocas semanas.

Los habitantes de Kerr Seringg pertenecían a diferentes etnias, pero la mayoría eran wólof y mandinga, y hablaban generalmente en inglés. Las religiones predominantes eran el islam y el cristianismo, sin que el personal mostrase exteriormente diferencia alguna. Al hablar con la gente local intenté usar el civilizado adjetivo de africanos, pero ellos se rieron aclarándome: “No nos vengas con tonterías: tú eres blanco, o sea “tubab”, y nosotros somos de lo más negro”.

El color de mis nuevos vecinos y amigos se diferenciaba entre el pardo oscuro y el negro azulado. Algunos de ellos usaban cremas con las que intentaban parecer menos negros gracias al brillo que daban a su hermosa piel, y existía cierta competición para demostrar quién tenía la piel menos oscura. Tal hecho me provocaba risa interior porque, al no haber iluminación alguna en la calle, después de anochecer no lograba ver a nadie si no estaban sonriendo. Escucharía “Buenas noches, Nando tubab” sin distinguir a quienes me saludaban.

Los complejos racistas de la población se mostraban con más evidencia cuando entre ellos había un desventurado, como el pastor Modi, quien era originario de alguna tribu de la selva y, a pesar de tener la piel parda y más clara que los demás, recibiría invariablemente el apelativo de mono. “¿Verdad que parece un mono?”, me preguntaría Musa riendo.

En realidad, al principio yo pensaba que, de alguna manera, la fisonomía de casi todos ellos me recordaba a diferentes familias de simios. Sin embargo, esta opinión varió con el paso de los días porque, al no tener a mano un solo espejo, sólo contemplaría gente negra durante semanas hasta que, de pronto, entendería su belleza (ya mencionaba en la crónica anterior que gustar es sinónimo de entender). Cuando apareciese algún blanco por el poblado, mi reacción ante aquellos albinos descoloridos sería de auténtica repulsión y provocaba tanto las risas como la incredulidad de mis amigos negros exclamado: “Pero ¡qué feos somos!”.

Después de “instalar” mis escasas posesiones en el suelo de la habitación de Musa, ambos regresamos a las calles de arena que daban a Kerr Seringg una atmósfera bucólica y fuimos a visitar a diferentes amigos suyos. Con ellos tomamos un té verde, que hervían mucho rato para quitarle parte de su amargor, y fumamos una maría que antes tenían que limpiar lenta y pacientemente porque estaba llena de ramillas y semillas.

Los que se convertirían en mis amigos inseparables durante las próximas semanas eran Carfa, casado, patoso y de extraño andar; Lamín, de veinticinco años, guapote y de aspecto moderno; Boy, de veintinueve años, feo y con una castigada y seria cara de currante que escondía a un bromista de primera, y Mossés, de treinta años, con perilla, casado, y el único que era padre de familia.

También conocí a Mustafá, que tenía cuarenta años y la más amable de las caras, quien se ganaba la vida pintando artísticamente unas camisetas que luego vendía en el mercadillo para turistas que había frente al Senegambia. Su afición era tocar los bongos, y hablaba un poco de castellano porque había estado en varios países. El último amigo al que Musa me presentó se llamaba Jah (por supuesto, no era su nombre real, sino un apodo, como sucedía con casi todos los demás amigos). Jah era el más religioso y se había casado con una muchacha coja que le adoraba porque “la pobre se habría quedado soltera”. Él vivía como un rey vendiendo maría y estaba siempre colocado y, naturalmente, relajado.

Descubrí enseguida los problemas que comportaba vivir en una comunidad de buenos musulmanes porque, cuando deseaban ofrecerme su hospitalidad, no aceptaban una negativa como respuesta. De hallarme en la calle a la hora del almuerzo, o sea las doce del mediodía, sería invitado y obligado a entrar a comer en las casas frente a las que pasase sin que me sirviese de excusa que acabase de hacerlo en la de al lado.

Este hecho se agravaba al repetirse en unas y otras el mismo menú: una gran palangana llena de arroz blanco colocada sobre el suelo, con la cumbre cubierta, unos días con un poco de pescado y otros con una salsa de cacahuete, donde toda la concurrencia se servía con las manos (las mujeres, por supuesto, comían aparte).

Durante la primera semana de estancia en Kerr Seringg hubo días en los que logré el récord de comer tres almuerzos idénticos y seguidos antes de conseguir llegar a mi domicilio, donde, después de dar muchas explicaciones a la madre de Musa, me salvaría de comer de nuevo. Una vez aprendida esta lección, cuando se acercaba el mediodía me apresuraría a llegar a mi habitación, comer allí, y salir solamente a media tarde. Sería en este país africano donde empecé a saltarme la dieta estrictamente vegetariana comiendo pescado.

De todas maneras, durante el tiempo en que viví allí fui paulatinamente a comer en todas las casas, pues tal era la costumbre y habría representado una ofensa si me hubiese negado a compartir la mesa, o mejor dicho la palangana, de alguna de las familias.

Otra de las tradiciones comportaba que cada habitante de Kerr Seringg mostrase su riqueza por la cantidad de gente a la que alimentara; así que el padre de Musa, del que ya os dije que era el alcalde, se encargaba de llenar el estómago de mucha más gente; y eran docenas los que pasaban diariamente por allí para hacer pequeños trabajos, como cargar unos cubos de agua, y recibir como pago un plato de arroz; y era así a pesar de que en aquella casa no hubiese en realidad la mínima riqueza. Al reflexionar acerca de la pobreza general de Kerr Seringg, pensé que había más utensilios y adornos en la casa de un peón indostano que en la del padre de Musa, a pesar de ser supuestamente el hombre más rico del pueblo.

En las ocasiones en que la repetida dieta estuviese a punto de enloquecerme, gastaría unos dalasis (moneda local) extra yendo a comer a un chiringuito que se hallaba bastante lejos. Siguiendo la playa hacia el norte, bajo un simple porche de bambú, se había instalado un avispado mandinga que preparaba el más sabroso de los pescados sin hacer el mínimo esfuerzo: primero lo envolvía en papel de aluminio junto con un poco de cebolla, ajo, zanahorias y patatas, además de sal, aceite y vinagre; cerraba el envoltorio por los bordes, lo colocaba sobre unas brasas, y un cuarto de hora más tarde ya podía servir en un plato el delicioso resultado.

Otra variedad en mi menú también la lograba gracias a las vecinas que tenían arrendada la habitación contigua a “mía”; si les daba unas monedas, aquellas mujeres preparaban unas ensaladas de patatas, lechuga y tomate que sabían a gloria.

MIRA LO QUE PIENSO: Según un artículo de Molecular Psychiatry publicado en eldiario.es, vivir en la ciudad aumenta el riesgo de padecer enfermedades mentales. Y un estudio ha demostrado que una hora de paseo en la naturaleza reduce considerablemente el estrés causante de estos trastornos.

En el mismo periódico apareció un reportaje acerca de las bondades que aporta la comida picante.

Comed ajos y tendréis en vuestro cuerpo el mejor repelente natural de mosquitos.

Es muy difícil ser realista y optimista al mismo tiempo, ¿verdad?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1420 802 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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