La crónica cósmica. El tren (de juguete) que asciende hacia Darjeeling

Al no ver animales salvajes por ningún lado, durante estas semanas en Dharikari llegué a creer que la presencia de elefantes había pasado a ser historia, igual que lo es realmente la de los depredadores, pues la mayoría de las cabras duermen tranquilamente a la intemperie: crían cabras sin preocuparse en absoluto de ellas a menos que se metan en el jardín, momento en que las echan a pedradas.

Sin embargo, unos pocos días antes de partir, Gora se alarmó al enterarse que yo me metía todos los días en la jungla, y aparte de mostrarme el lugar exacto en que un elefante matase a su hermano (por cierto muy cerca de mi cabaña), me aclaró que ese drama había sucedido en el año 2007, y que hace cuatro meses una mujer de la aldea había sobrevivido milagrosamente tras ser herida de gravedad por otro paquidermo (si yo fuese un elefante o un rinoceronte, y también sin serlo, me cabrearía que me llamasen paquidermo).

Hablándome con la gravedad del maestro, Gora me prohibió ir al bosque, y desde ese momento, al andar por la carreterita que lo bordea, observé el muro verde con nuevos ojos (también me confirmó que veinte años antes los leñadores habían acabado prácticamente con todos los árboles, y que solamente había rebrotado tras haber sido declarado reserva natural). Siguiendo sus consejos, o mejor dicho sus órdenes, en mi último paseo de atardecida fui hacia poniente, atravesé la carretera que baja de Arunachal Pradesh, y me metí por un camino de arena completamente recto (y llano, por supuesto) que marchaba entre praderas y arrozales (ahora secos y con las vacas haciendo limpieza general de lo que quedaba). No me crucé prácticamente con nadie y pude dedicarme plenamente al “bello” canto. Me extasié con la puesta de Sol (rojo y de un tamaño exagerado que solamente había visto una vez, creo que en el Nepal) y la aparición de la fina Luna de Shiva.

“¡Cuánto silencio y cuánta paz!”, me dije mientras regresaba hacia Dharikari (trotando porque las temperaturas caían espectacularmente) sin imaginar que en aquellos mismos momentos los guerrilleros del “N. D. F. B.” (National Democratic Front of Bodoland) se estaban preparando para asesinar a setenta y cinco “adivasi” (tribus de otras etnias a las que consideran invasoras) de las aldeas que yo veía a lo lejos. El resultado fue el habitual: manifestaciones por aquí, represalias por allá, con los guerrilleros y el ejército jugando a la guerra, las explosiones, afortunadamente lejanas, y, claro, el toque de queda nocturno y la paralización de los transportes públicos.

Todo esto ocurría la vigilia de Navidad, festividad en la cual, igual que me sucediese hace dos años en Laos debido al fin de mi visado, tenía previsto irme de Assam porque solamente había reservas ferroviarias para tal fecha. De mañanita, y con los altavoces de la iglesia cristiana (tamaño pesebre) atronando con villancicos “mising”, Gora llamó por teléfono a un reportero amigo suyo de Balipara (el bazar que queda a doce kilómetros) comprobando que, a pesar de no haber autobuses, desde allí conseguiría ir en jeep hasta Tezpur. Esta información también incluía una advertencia, “Date prisa porque van a declarar una huelga general que paralizará todo el estado”.

Cuando Gora me llevó hasta Balipara en su motocicleta, no nos cruzamos con un solo vehículo y, cosa rara, tampoco vimos las habituales patrullas del ejército. En Tezpur tuve la suerte de pillar un minibus que partía inmediatamente hacia Guwahati, adonde llegamos al anochecer cruzando entre manifestantes que estaban cortando las vías principales quemando neumáticos. Posteriormente me enteraría que a mis espaldas de iban cerrando una puerta tras otra.

De forma completamente insólita, el tren partió a la hora exacta; además lo hizo sin estar abarrotado, o por lo menos era así en el caso de mi vagón, pues los de A/C iban a tope: el nivel económico de la clase media indostana ha subido mucho; y también llegué a mi destino, Siliguri, en el tiempo previsto. Ahora ya me encontraba en Bengala, y suspiré aliviado al leer en el periódico “The Statesman” (de los mejores que hay en la India) que el estado de Assam estaba totalmente paralizado.

¿Qué hacía (y hace) un “chico” como yo en un sitio como Siliguri, ciudad que solamente es conocida por ser el lugar del que parte el tren (de juguete) que asciende hacia Darjeeling? Para responder es imprescindible hacerlo con mi habitual “Me cago en los putos funcionarios indios”, quienes incluyeron en mi visado de seis meses que debería salir del país después de noventa días aunque sólo fuese para echar una meada. Escogí Siliguri sobre el mapa porque queda en el estrecho corredor que forman las fronteras de Bangladesh y Nepal. A pesar de haber creído que el primero de estos países sería el más cercano, al fin resultó ser al revés, y al poco ya tomaba un autobús que me llevó (a treinta kilómetros) hasta una población fronteriza que era fea y desagradable como todas las de ese gremio ya sea entre Perú y Ecuador, Tailandia y Camboya, o Turquía y Siria. En el “Statesman” aparecía la foto de una mezquita de Alepo “protegida” por la UNESCO en la que yo había pasado muy buenos ratos y ahora está completamente destruida: ¡Qué pena y qué hijos de la gran puta (de un burdel de mierda, que diría el amigo occitano)!

Llegado ya al puesto fronterizo pude cagarme de nuevo en las leyes indias cuando un amable aduanero me informó que recientemente habían cambiado de nuevo las normas, y ahora, en vez de verme obligado a abandonar el país, también hubiese podido solucionar la papeleta registrándome en la Oficina de Inmigración (que de todas maneras sigue siendo una gilipollada porque debes hacerlo mensualmente). Debido a que la India y el Nepal tienen un acuerdo por el cual sus ciudadanos están autorizados a cruzar la frontera sin tener que mostrar tan siquiera el carné de identidad, el tráfico de un lado a otro era constante, y al ir “confortablemente” sentado en un ricchó habría podido pasar cincuenta veces sin tener visado o pasaporte. Fue entrar y salir, con el intervalo necesario para rellenar el papeleo en uno y otro sentido, y pagar por quince días de visado nepalés (mil setecientas rupias) que no iba a usar porque ya tenía hecha la reserva ferroviaria que pasado mañana me llevará desde Calcuta (Kolkata) a mi próximo destino (fijé la fecha curándome en salud porque no sabía si me obligarían a permanecer un día fuera del país).

Felicitándome por haber solucionado este asunto rápidamente, decidí pasar esos dos días en Siliguri en vez de hacerlo en la caótica Calcuta (es la ciudad que tiene más carteristas por metro cuadrado de todo el mundo), y tras conseguir habitación sin saber que era afortunado porque, debido a las fiestas de Navidad y Año Nuevo, todos los hoteles habían colgado el cartel de “completo”, regresé a la estación de los ferrocarriles, donde, aparte de adquirir un billete para el tren nocturno del domingo, aprendí que siempre tienen alguna plaza disponible para los turistas (solamente debes mostrar tu pasaporte).

Hace un par de semanas fui en jeep hasta la cercana frontera de Arunachal Pradesh (en la que terminan de pronto las llanuras y empiezan las colinas) para darme el gusto de poner los pies en ese estado en que los extranjeros tenemos prohibida la entrada. En vez de colarme como cuando era jovencito, simplemente convencí a los policías diciendo que sólo iba a dar una vuelta. De haber tenido una cámara habría fotografiado el cartel que anunciaba el toque de queda que se impone siempre al anochecer.

Otra de las pocas ocasiones que salí de Dharikari fue para visitar con Gora un centro turístico del gobierno llamado “Eco Park” en el que una cabaña parecida a la mía costaba mil ochocientas rupias por noche, donde vi un animal que hasta hace cuarenta años se consideraba extinguido. Su nombre es “Pigmy Hog” y tiene el tamaño de un perro pequeño; su aspecto y color recuerdan a los del jabalí, pero no pertenece a la especie porcina. Una chica “mising” de un grupo ecologista me contó que, tras conseguir que se reprodujesen en cautividad, las crías pasan por cuatro diferentes niveles “escolares” hasta estar preparadas para ser liberadas en la jungla. Otra primicia fue ver una fruta desconocida (para mí…) llamada manzana de elefante.

Pero la sorpresa con mayúsculas la tuve junto a un estanque en el que hacían algo parecido con un pez llamado “Mashir” que está así mismo en peligro de extinción, donde había un cartel en el que se explicaba que el proyecto había sido financiado precisamente por una compañía piscícola del sitio en que resido cuando estoy en las Colinas Kumaon (el “Mashir” también se halla en sus lagos). Creí que los ojos me engañaban porque mi lugar predilecto de Uttarakhand no pasa de ser una pequeña población que se hallará a tres mil kilómetros de distancia (es como si leyese el nombre de mi pueblo en un bosque de Laponia). Mientras le comentaba ese curioso hecho a Gora, se acercó a nosotros un amigo suyo al que me presentó diciéndole, “Es un brahmán español”: ¡Ja!

Momentos inolvidables: Érase una vez una selva, un río, una pequeña embarcación en la que yo viajaba junto con unos amigos, y un gran enjambre de abejas enanas e inofensivas que decidieron descansar sobre nosotros cubriéndonos como un manto.

¿No es así que algunas culturas, naciones y religiones actúan como si tuviesen complejo de casta baja igual que las personas con complejo de inferioridad?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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