La crónica cósmica. Una de las épocas más perfectas de mi vida

En los viajes que hice a la India (de los que por cierto perdí la cuenta a partir de los años noventa), era raro que siguiese los planes que hubiese hecho con anterioridad porque, desde el momento en que ponía los pies en ese inmenso país, las circunstancias se encargaban de organizarlo todo a su manera y me sucedían un sinfín de cosas interesantes que no me daban opción a plantearme qué haría al día siguiente. Con la isla canaria de Lanzarote me ocurrió algo parecido en 1985, en la que iba a ser mi primera visita, pues, como os decía en la última crónica, a pesar de haber planeado estar en ella solamente un par de días, acabé permaneciendo allí más de ocho meses gracias a una serie de afortunados encuentros.

Siguiendo mi habitual sistema caótico de viajar, no tenía la menor información acerca de la isla. Oh, sí, sabía que era volcánica; pero ahí terminaban mis conocimientos. No imaginaba en manera alguna que tuviese más de trescientos volcanes y que todavía se estuviese formando cuando los faraones egipcios jugaban a construir las grandes pirámides.

Al descender del avión que me había transportado desde Tenerife me gustó que, por decirlo de alguna manera, su cielo fuese muy alto e inmaculadamente azul. No se me pasó por la cabeza que pudiese ser constantemente así. Lo que ya no fue tanto de mi agrado era la ventolera, de la que tampoco sospeché que pudiese ser prácticamente perenne y, menos todavía, que yo terminaría convirtiéndome adicto a ella.

No obstante, lo que más me sorprendió fue el agradable silencio que provocaba el viento, que el gran escritor portugués Saramago, hijo adoptivo de la isla, definió como “el silencio de Lanzarote”. Lógicamente, y también gracias al viento constante, la polución del aire era nula y las vistas tenían una insólita perspectiva que les daba una gran profundidad.

Guiándome por mi falta de información, al salir del pequeño aeropuerto me limité a dirigirme a la cercana capital, Arrecife, donde comprobé que era una de esas ciudades faltadas de atractivo, que habían crecido a toda prisa durante la era franquista. Desalentado, me adentré por la calle León y Castillo, también llamada calle Real, y decidí hospedarme en una pensión muy cutre, pero barata, que hallé a mano derecha. La propietaria me dijo que solamente le quedaba libre una de las dos camas de una habitación ocupada por un joven guaperas valenciano que, según me contó en cuanto nos presentamos, se ganaba la vida prostituyéndose.

Por la tarde, mientras hacía un corto recorrido exploratorio por Arrecife, que aparte de El Charco y algún otro rincón bucólico, me confirmó la primera evaluación negativa de esa población, recordé el encargo de una amiga mía: “Si vas a Lanzarote, me dijo, saluda a una enfermera de Girona que trabaja en el hospital de Arrecife”. Aunque por lo general evito ese tipo de citas sociales, pues prefiero ir a mi aire sin tener que hacer el paripé, decidí conocer a esa catalana que se había enamorado de Lanzarote y residía allí desde hacía varios años. Pero cuando pregunté por ella en el centro sanitario me dijeron que hacía el turno de noche.

Regresé después de cenar unos sabrosos calamares a la romana regados con la que sería la primera de las muchas cervezas Tropical que bebería durante lo siguientes meses. Recuerdo perfectamente cuando vi por primera vez a aquella excepcional mujer de unos treinta años y pico que me saludó campechanamente como si nos conociésemos de toda la vida. Al adivinar quizá que yo estaba un poco colgado, decidió tomar el rol de hada buena y me puso bajo su amparo.

Al enterarse de que me hospedaba en una pensión, me ordenó: “Ven a buscarme aquí por la mañana y trae tu equipaje”. Ese mismo día me instaló en la casa de una enfermera de Barcelona que vivía en la emblemática Villa de Teguise, la antigua capital de Lanzarote. Después me llevó de excursión, mostrándome los sitios más interesantes de la isla: la playa y el risco de Famara; el valle de Haría, en el que plantaban una palmera por cada recién nacido; la comarca vinícola de La Geria; el pueblo de Yaiza, que había ganado tres veces el premio a la población más bonita de España; el Golfo y la paradisíaca playa de Papagayo.

Pero Teguise fue solamente el primero de los domicilios gratuitos que me consiguió mi buena enfermera en aquella isla, en la que el coste de la vida más elevado eran precisamente los alquileres. Mi siguiente residencia se hallaba en la parte septentrional de Lanzarote, a corta distancia de El Mirador del Río, que quedaba por encima de la pequeña isla de La Graciosa, y era un caserón solitario llamado La Torrecilla, cuya blancura contrastaba con el negro del volcán que se levantaba por encima de ella. Éste era el volcán de La Corona, el más antiguo de la isla y, así, el primero que apareció en aquella parte del Océano Atlántico, que sería visto desde las costas de Marruecos.

La Torrecilla había sido edificada por un indiano, o sea un isleño que, tras hacer fortuna en América, se había montado el número habitual de los nuevos ricos. Allí vivía actualmente un simpático trotamundos italiano que había sido novio de mi benefactora y aceptó darme cobijo sin rechistar cuando ella me lo presentó. En aquel caserón faltado de servicio eléctrico, desde el que se tenían unas vistas espectaculares de la isla y el mar, también “residía” el fantasma de un hijo del indiano que falleciese siendo joven, al que, además del italiano, habían visto asimismo otras personas.

Permanecí varias semanas en La Torrecilla, hasta que un día, durante una comida a la que asistieron una docena de invitados, dos de ellos comentaron que necesitaban un nuevo pinchadiscos para la discoteca que dirigían, y me ofrecí para ocupar ese cargo. A pesar de haber hecho programas musicales de radio, les aclaré que nunca había trabajado en una discoteca. Lo que no fue óbice para que me diesen el visto bueno. Aquellos dos hombres de unos cuarenta años no habrían podido ser más diferentes: uno, que era de Lanzarote, se había quedado calvo a temprana edad y tenía la cara de un apocado oficinista, aunque fuese un marchoso de cuidado; el otro era bávaro, llevaba una larga melena rubia, había tenido una discoteca en su tierra antes de emigrar a Canarias y estaba casado con una alemana de espectacular belleza.

Su discoteca se encontraba en el centro de la isla y, cuando fuimos hasta allí, quedé agradablemente sorprendido porque no tenía el menor parecido con lo que hubiese imaginado inconscientemente. En realidad, su nombre podría haberme advertido de ello, pues se llamaba La Ermita y, efectivamente, era una antigua iglesia edificada en medio del campo. Además, aquel par de románticos le habían aportado un gran encanto decorándola con tiestos de plantas que colgaban de sus altos techos, blancos como los muros, y con la barra y las mesas de madera. Pero lo mejor de todo, para mi gusto, era el sitio del pinchadiscos, pues la tabla de mezclas y los tocadiscos estaban instalados en el mismo altar en que en el pasado oficiasen misa los curas. Rizando ya el rizo, los gustos musicales de mis jefes eran parecidos a los míos y los discos que pincharía (blues, rock, rhythmn and blues) no tenían la menor similitud con los que sonaban en las otras discotecas.

La Ermita abría sus puertas de miércoles a domingo, desde las nueve hasta, más o menos, las tres de la madrugada. No recuerdo el sueldo que me pagaban, pero, esa es la pura verdad, me parecía absurdo cobrar por hacer lo que más me gustaba: pinchar y escuchar buena música, beber gratuitamente sin límite, y charlar con interesantes personajes, casi todos extranjeros residentes en Lanzarote, que me iban pasando los porros que liaban.

La guinda de aquel delicioso pastel fue mi nuevo domicilio. Mis jefes me presentaron una noche al propietario de aquél mientras yo “trabajaba”. Era un canario simpático, pequeñito y de pelo blanco, que vivía en una solitaria finca llamada el Barranco del Obispo. El lugar se hallaba a un par de kilómetros de La Ermita, en la comarca vinícola de La Geria, y, lo mejor de todo, frente a las tierras del impresionante Parque Nacional de Timanfaya, donde, en el Siglo XVIII, docenas de volcanes estuvieron escupiendo lava durante seis años. Igual que en La Torrecilla, en el Barranco del Obispo no había suministro eléctrico y el entorno tenía el color negro del picón, la peculiar lava granizada que solamente se encontraba en otra parte de la Tierra: Hawai.

La solitaria vida de mi anfitrión pasó a ser historia, no solamente por mi llegada, pues al poco también aparecieron por allí, y fueron bienvenidos, dos amigos treintañeros como yo a los que había conocido en La Ermita. Uno de ellos era un divertido tarambana chicharrero (de Tenerife), y el otro un carismático guaperas alemán de padre italiano y madre bávara, tras el que iban todas las chicas. Ambos se ganaban la vida con diferentes empleos temporales, con los que abrieron las puertas de mi imaginación, la que, al provenir yo de una ciudad industrial, hasta aquel momento sólo había contemplado dos posibilidades laborales: trabajar en una fábrica o en una oficina.

En el cuarteto que formamos se dio una conexión cósmica deliciosa, y siempre recordaré los siguientes meses como una de las épocas más perfectas de mi vida. De todos modos, como si todavía fuésemos pocos en la casa del Barranco del Obispo, aquel verano la comuna aumentó con la llegada de tres amigos catalanes, una chica canaria, una novia del alemán y otra mía. La presencia de aquel divertido grupo atrajo muchos visitantes y las fiestas se multiplicaron. Además, no nos atemorizaba patearnos siete kilómetros para ir a bañarnos en las transparentes y profundas aguas del Barranco del Quíquere, o comernos unas tapas en La Sociedad de Tías.

También, en un par de ocasiones, entramos ilegalmente en el Parque Nacional de Timanfaya y lo recorrimos trepando en varios de sus volcanes. En unas imágenes preciosas de mis recuerdos me veo acompañado de una docena de desternillantes locos desnudos, descendiendo con largos saltos por la empinada ladera de un volcán, cubierto de picón enrojecido parecido a la arena de una playa en el que nuestras piernas se hundían hasta las rodillas.

Dejé mi empleo de pinchadiscos en La Ermita debido a desavenencias en los gustos musicales que tenía con mis dos jefes, pero nos despedimos como buenos amigos y, aparte de seguir yendo a bailar todas las noches allí con los miembros de la anárquica comuna del Barranco del Obispo, mi amistad con ellos continuó durante bastantes años.

Tal como me temía, y aunque me he limitado a narrar someramente aquella divertida temporada que pasé en mi primera visita a Lanzarote, todavía tengo en el tintero muchas anécdotas que contaros y terminaré esta crónica con un “continuará”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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