La crónica cósmica. Una perfecta armonía que nos erizó el vello

La libertad y la alegría van de la mano, y aunque por lo general yo no estoy faltado de la una ni de la otra, ayer, cuando aquí en Francia terminaron las restricciones de movimiento relacionadas con la COVID19 (¿pasará esta época a la historia como la era del COVID?) y Monsieur Macron nos permitió ir de nuevo a los sitios públicos (como los restaurantes y los cines) sin tener que mostrar el pase o el test negativo, me sentí eufórico, especialmente por no tener que cubrirme con una mascarilla al hacer las compras.

En realidad, podría comparar esas emociones a lo de la vergüenza ajena, pues no se trataba de mí máscara, que, por suerte, durante estos dos años “covidianos” he tenido que usar en muy contadas ocasiones gracias a hallarme en sitios como las junglas de la nepalesa Sauraha, la aislada finca campestre de los amigos valencianos o en esta casa que ahora es de la amiga parisina, si no al simple hecho de poder ver la cara de la gente con quien trataba. (¿Cuál fue la máscara más cara que escondía la cara del más caradura?).

No sé cuantos de vosotros habréis sufrido algunos de los efectos secundarios que provoca la vacuna contra la COVID, como el tortícolis que tuve yo durante varios meses; pero el peor de los casos cercanos del que me he enterado ha sido el del Señor Tolstoi, el amigo ruso que os mencionaba en la crónica anterior, a quien la maldita guerra del puto Putin le ha cogido en Rusia junto con su esposa nepalesa, pues la mitad de su cara quedó paralizada tras ser vacunado.

Y hablando de la barbárica invasión rusa de la pobre Ucrania, no sé si sabéis que los estudiantes franceses han recibido un correo de su gobierno advirtiéndoles que el país está en peligro de guerra inminente.

Hace unos setenta años, Einstein dijo: “No sé qué armas se usarán en la Tercera Guerra Mundial, pero en la Cuarta Guerra Mundial seguramente se luchará con lanzas y piedras”.

PASO A PASO – India 1986 (año 1406 del calendario musulmán y 1161 del de los tamiles) – El amigo de Badalona fue el que dio la señal de abandonar las junglas y las frescas temperaturas de Periyar, en Kerala, y descender hasta encontrar el bochorno de las llanuras de Tamil Nadu.

Durante el viaje en autobús pudimos ver a través de las ventanillas las primeras muestras de los impresionantes templos hindúes de ese estado. Sus torres, que eran distintas a cualquier otra arquitectura sacra que yo hubiese visto, aunque a veces recordaban sutilmente a las pirámides, se hallaban cubiertas con docenas de esculturas de dioses y gurús, y, debido a su exagerada altura, parecía que quisiesen alcanzar las estrellas.

En el norte del país no había templos tan grandes porque fueron destruidos por los invasores mogoles que impusieron el islam. También observamos otra diferencia con la India septentrional, pero ésta tenía que ver con la gente, y se debía a que en el sur se había mantenido más pura la raza dravidiana que llegase al subcontinente indio mucho antes de que lo hiciesen los arios, pues los tamiles eran macizos, tenían la piel oscura y un aspecto muy distinto del que se había creado en el norte después de las diferentes invasiones.

Nuestro destino era Madurai. Esa gran ciudad nos sorprendió con unas frecuentes tormentas que mantenían las calles cubiertas con un grueso manto de masa pringosa que se adhería a nuestros pies y a las suelas de nuestras sandalias; porquería que nos llevábamos a la sucia cama de la sucia habitación de la pensión en que habíamos decidido hospedarnos porque quedaba cerca de la mayor atracción local: el inmenso templo Meenakshi Amman dedicado a la diosa Parvati (Meenakshi) y a su esposo, el dios Shiva. Era el centro neurálgico de la urbe, y una de sus altas torres estaba coronada por una roca que pesaba ocho toneladas y me obligó a preguntarme cómo carajos la subieron hasta allí.

En Madurai encontramos pocas muestras de la limpieza que imperaba en Kerala. Por esta razón me acostaba todas las noches sobre mi saco de dormir y evitar así el mínimo contacto con el colchón, cutre y sucio, que me había tocado en suerte. Gracias a calzar sandalias de plástico, al regresar de la calle me podía meter con ellas bajo la ducha para limpiar la porquería, tanto de los pies como del calzado.

De todos modos, después de la simple vida de la jungla, el exótico colorido de la ciudad nos deslumbraba y no nos quejábamos de las molestias que comportaba, por ejemplo, el bullicio constante que nos acompañaba día y noche, pues nos dormíamos escuchando bocinas y gritos y despertábamos con la misma “música”.

Bueno, a veces el despertar tenía otros detonantes; como la noche en que unos fuertes y apremiantes golpes en la puerta nos sacaron de la cama. Al abrir nos encontramos frente a unos policías que comprobaban la documentación de los huéspedes: por suerte no prestaron la menor atención al montón de maría que había sobre la mesa.

Aunque nos hicimos íntimos amigos de un ricchó-wala que se encargó de llevarnos a todos lados en su ciclo-taxi mostrándonos los muchos atractivos turísticos de la ciudad, pasábamos la mayor parte del tiempo dentro del grandioso templo Meenakshi Amman, del cual se podían ver las cuatro altas torres desde cualquier parte de la ciudad. Era una obra de arte de roca cincelada con el suelo enlosado, y también un mundo aparte donde parecían celebrarse continuamente nuevas festividades tanto de día como de noche. Además, tuvimos la suerte de estar allí durante la celebración del Shivaratri, la festividad dedicada a Shiva en que el templo lucía sus mejores galas y permanecía abierto las veinticuatro horas.

En aquella fecha, cuando ya había oscurecido y estábamos iluminados por docenas de antorchas, nos quedamos de pronto electrizados al escuchar el canto de una docena de ancianos brahmanes, al que inmediatamente unió la perfecta percusión de unas tablas. Unos momentos más tarde entraron en acción un sinfín de campanillas, que tañían en distintas partes del inmenso templo armando un barullo monumental, hasta que, al fin, milagrosamente, el ruidoso caos cacofónico alcanzó una perfecta armonía que nos erizó el vello.

Más tarde hicimos una visita al elefante sagrado, al que entregamos unas rupias para su cornaca y un plátano para él: después de comerse aquel fruto, el paquidermo completó la ceremonia posando su trompa sobre nuestras cabezas para darnos buena suerte. A nuestras espaldas hacían cola varios padres que traían a sus hijos recién nacidos para que fuesen bendecidos de la misma forma.

Cruzando la calle que circunvalaba el gran edificio sagrado, se encontraban las dependencias comerciales del mismo. Era un lugar enorme y cubierto, también de mampostería, donde muchísimos sastres permanecían continuamente atareados en la confección de prendas. Algunos incluso tenían pequeños comercios, pero, la gran mayoría limitaba su negocio a la máquina de coser de estilo indostano, que, al sentarse ellos con las piernas cruzadas como un yogui, las hacían funcionar a mano.

No exagero si digo que los había a cientos (¿os imagináis el ruido que armaban?). Formaban callejuelas dentro del inmenso bazar y cada sastre tenía un secretario que iba de un lado a otro buscando clientes.

Al entrar en aquel paraíso de las sastrerías en el que, gracias a la competencia, se conseguían los mejores precios, decidí hacerme unas nuevas prendas. Sin saber todavía que en el Indostán se vestía en cada caso unos colores determinados por razones religiosas, energéticas o culturales, escogí el anaranjado de los santones y los ascetas consiguiendo que, en muchas ocasiones, fuese confundido con uno de ellos. En cuanto al modelo, me incliné por la que desde entonces sería mi forma de vestir: una camisa india llamada kurta y uno pantalones holgados, ambos de estilo musulmán. Esas prendas se completaban con un chaleco que tenía dos bolsillos interiores y dos exteriores, que me solucionaba perfectamente la ubicación del pasaporte y el dinero, por un lado, y la de los bidis (cigarrillos indios), las cerillas y las monedas por el otro: así evitaba tener que llevar una bolsa, que siempre corría el riesgo de ser olvidada.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Si culpas a los demás de tu malhumor o tu aburrimiento, será mejor que visites a un oculista porque estás ciego.
  • En la memoria de Pau Riba: “Taxista, pòrtem al Cel…”.
  • Me parece bien que triunfen las buenas ideas, como Amazon o Ikea, que se adelantan a su tiempo aprovechando la situación creada por el sistema capitalista en la que todo está autorizado, sobre todo si aporta beneficios; pero los gobiernos tendrían que buscar el equilibrio que ayudase a sobrevivir a los comercios locales.
  • Era amplia, confortable e incluso tenía buenas vistas, pero seguía siendo una celda.
  • Woody Allen: “La marihuana provoca amnesia y otras cosas que no recuerdo”.
  • Me felicito por haber alcanzado la meta que me había propuesto en la vida de llegar a ser un absoluto donnadie.
  • Acerca de la ecología, ¿qué importa más, lo que consumes o cuánto consumes? Patriotismo y ecología: consume productos de tu país, de tu tierra, de pueblo y, mejor todavía, de tu vecindario
  • Las risas enlatadas de las series cómicas me resultan igual de molestas que un bromista sin gracia.
  • No juzgues y tendrás derecho a no ser juzgado.
  • Las chicas son viajeras. No os perdáis este reportaje de eldiario.es acerca de ocho mujeres trotamundos.
  • Antes de acostarme acostumbro a mirar cualquier capítulo de Big Bang Theory y me duermo sonriendo al recordar alguna de las paridas de Sheldon y compañía.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba

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