La crónica cósmica. Una variopinta clientela

EN LA TABERNA GALÁCTICA – Al haber estado constantemente atareado durante las últimas semanas (¡ja!) no había tenido tiempo de darme un garbeo por mi antro predilecto. Cuando anoche me dejé caer por allí, el portero me recriminó cariñosamente que les hubiese tenido abandonados. La reacción del camarero fue parecida y me “castigó” invitándome a tomar una copa de ron Zacapa guatemalteco de veinticinco años. Una orquesta venusiana interpretaba sus últimos éxitos. El local estaba abarrotado con una variopinta clientela venida desde las más lejanas galaxias que consumía sustancias tóxicas de todo tipo, hecho del que eran una fidedigna muestra los aromas que flotaban en el aire dejando poco espacio al oxígeno.

Mi fama de reportero me abrió las puertas, o, mejor dicho, las bocas, y, en cuanto saqué la grabadora se levantaron varias manos pidiendo turno para contarme sus aventuras o alguna anécdota.

El primero fue un irlandés pelirrojo y treintañero con cara de guasón que me explicó: “Nadie es perfecto, y yo, que soy un semental de mucho cuidado, cuando acabo de follarme a una tía ya estoy pensando en la siguiente. Aunque mi esposa no tenía pruebas de mis infidelidades, sospechaba que le ponía los cuernos y me amenazaba con mandarme a paseo. Traté de calmar los ánimos organizando un picnic familiar en la playa al que, aparte de ella y nuestros hijos, también vendría mi cuñada. Pero quiso la “mala” suerte que la noche anterior me ligase a una turista francesa con la que cogí una buena melopea y eché unos cuantos polvos en mi camioneta multiuso. De madrugada la llevé a su hotel, pero estaba demasiado borracha para valerse por sí misma y, levantándola en volandas, la puse en manos del portero.

A pesar de haber dormido solamente cuatro horas, por la mañana interpreté perfectamente mi papel de padre y marido y partimos todos hacía la playa en mi camioneta. Hacía un buen día y el ambiente era alegre. Mi cuñada y los niños iban sentados detrás y mi esposa a mi lado. Todo fue bien hasta que, junto a los pies de ella, vi un zapato de mujer. Me quedé patitieso, pues di por sentado que pertenecería a la turista francesa. Mis temores se desbocaron. ¡Mi esposa se subiría por las paredes en cuanto descubriese el zapato y me pediría el divorcio! Mi mente se puso a mil buscando una solución y no tardé en dar con ella. Primero abrí la ventanilla comentando que hacía mucho calor. Luego señalé a lo lejos hacia la derecha diciendo: “¡Mirad qué paisaje más bonito!”. Y cuando todos se giraron hacia allí, me agaché, agarré el zapato y lo arrojé a la carretera. Suspiré aliviado y creí haberme salido con la mía hasta que llegamos a la playa y mi cuñada descubrió que le había desaparecido un zapato. ¡Ja!”.

El irlandés se alejó riendo y su sitio frente al micrófono lo tomó un bereber muy serio, de unos cincuenta años, que se limitó a comentar escuetamente: “Soy un buen cocinero profesional y, al saber cómo funcionan las cosas en las cocinas de la mayoría de restaurantes, casi nunca como en ellos”.

El siguiente en hablar para mi micrófono fue un vasco de pelo blanco que me contó un incidente bastante espeluznante: “Recientemente fui de vacaciones a Estados Unidos y una noche, mientras paseaba por un pueblecito, no me fijé en que entraba en el jardín de una casa que no estaba vallado. Enseguida apareció el dueño apuntándome una escopeta. Cuando logré calmarlo explicándole que era un turista despistado, dijo que no me había disparado porque era blanco y no negro”.

Ahora se acercó a mí una mujer valenciana que usó solamente unas pocas palabras para explicarme entristecida unos hechos muy dramáticos: “Mi marido y cuatro de mis seis hijos murieron uno tras otro de cáncer de pulmón a pesar de que ninguno de ellos había sido fumador”.

Junto a la valenciana estaba sentada otra mujer de semblante alegre que dijo ser catalana y tener un oficio bastante insólito para alguien de su sexo:
“Soy la única sepulturera de España y cuido de los cementerios de dos pueblos pirenaicos. Entre mis obligaciones, introduzco difuntos en ataúdes, los subo hasta los nichos altos en una pequeña grúa, guardo los huesos de los antiguos cadáveres en bolsas y los coloco encima del nuevo ataúd. Antes cerraba los nichos con ladrillos, pero ahora uso unas placas que fijo con cemento. Recorro los cementerios cargando sobre mis hombros una larga escalera de tijera y coloco flores donde la familia no podría llegar”.

A continuación, acerqué el micro a un inglés que llevaba una melopea fenomenal y parecía hablar solo cuando balbuceó: “Ella estaba completamente desnuda, pero yo miraba hipnóticamente sus pezones y no vi el resto de sus hermosas tetas, su esbelto cuerpo ni la preciosa cara que era una auténtica obra de arte”.

El siguiente era un gallego cuarentón que me contó algo más interesante: “Mi padre emigró a Argentina en el año 1940 y estuvo trabajando en la fábrica de Coca Cola de Buenos Aires, donde llegaban toneladas de hojas de coca que usaban para producirla. Luego montó un bar en el que colgó un cartel anunciando que estaban prohibidos “los hierros”; o sea las armas de fuego, que todo el mundo debía entregarle al entrar, como hacían en algunos lugares del Lejano Oeste”.

PASO A PASO – Bhagsu Nag, Himachal Pradesh, India, 1986. Continúa de la crónica anterior. Nuestro improvisado guía toledano llamó a la puerta de la pequeña cabaña de pizarra y nos presentó al amigo californiano y a mí a la joven pareja valenciana que se hospedaba en ella. Junto a ésta se encontraba un variopinto grupo con el que se habían reunido para celebrar la despedida. Había tres mejicanos, un tibetano y una pareja italiana con su hijo.

En el regazo de la mujer valenciana, acomodado en un chal y sin que hiciese notar su presencia, se hallaba un bebé que dormía tranquilamente. “Queríamos que naciese aquí” nos contó la madre, “pero el parto se puso difícil y acudimos al hospital tibetano de McLeod Ganj. Cuando quisieron hacerme la cesárea, me negué y terminamos bajando hasta el hospital militar de Dharamsala, donde al final la niña nació por sí misma”.

Tras servirse té para todos, el trío mejicano reanudó la conversación que habían interrumpido al llegar nosotros: “Estábamos contando las terroríficas experiencias que vivimos durante el terremoto de nuestra ciudad”, explicó la mujer refiriéndose al terremoto que recientemente había derrumbado muchos edificios de la capital mejicana y acabado con las vidas de miles de personas.

“Cuando el mundo empezó a temblar, salimos corriendo de nuestra casa vestidos solamente con las prendas de dormir. En la calle fuimos hacia la derecha, hasta que un edificio de más de veinte pisos cayó frente a nosotros y tuvimos que dar media vuelta. Nuestra carrera fue interrumpida de nuevo al caer otro rascacielos que cortó nuestro camino. Entonces, desesperados, solamente se nos ocurrió sentarnos y ponernos a meditar”.

De pronto, en el momento en que la mujer mejicana terminaba de contar tan trágicos acontecimientos, oímos un ruido que crecía estruendosamente. Entonces la pequeña cabaña empezó literalmente a saltar por los aires. ¡Era un terremoto de gran intensidad! ¡El suelo pegaba brincos y los muros se cubrían de grietas a ojos vista! La situación era terrorífica y las reacciones de las personas reunidas en la cabaña tuvieron diferentes matices.

Por un lado, los mejicanos retornaron en un instante al choque emocional que habían sufrido en su tierra pocos meses antes y fueron dominados por el pánico. El valenciano abrazó a su mujer y al bebé protegiéndolos con su cuerpo. Pero las reacciones más curiosas fueron la del joven tibetano y la del amigo californiano, quienes, debido a que provenían de sitios en los que los terremotos eran bastante frecuentes, permanecieron tranquilamente sentados. El tibetano incluso comentó: “Esta casa se mueve siempre con mucha facilidad”, mientras yo salía disparado hacia la puerta seguido por los demás.

Afortunadamente, a pesar de llegar a seis y medio en la escala de Richter, el terremoto duró pocos segundos y había terminado cuando logramos salir al exterior. Asustado y pálido, uno de los mejicanos comentó: “En nuestra ciudad tuvo esta misma fuerza, pero duró varios minutos; así que ya os podréis imaginar el espectáculo que se montó en una metrópoli cubierta de rascacielos”.

El muro que había al otro lado de la plazoleta se había derrumbado sin herir a nadie. Un grupo de vecinos estaba comentando los hechos, pero callaron inmediatamente al empezarse a oír de nuevo el mismo ruido, tan ensordecedor como terrorífico, que anunciaba la llegada de la habitual segunda sacudida.

Aunque el mundo empezó otra vez a dar saltos, nuestra nueva vivienda permaneció igualmente imperturbable. Tras regresar la paz, opiné: “Si me montaran tal número en una película, me resultaría poco creíble. ¡Nunca hubiese imaginado que la tierra pudiese saltar de tal forma! No sé que habrá sucedido en McLeod Ganj, pero os aseguro que me alegro mucho de haber estado aquí, y no en nuestra habitación de la pensión Kailash, colgando a cientos de metros de altura”.

“Hay dos tipos de terremotos”, nos explicó el entendido amigo californiano, “en unos el suelo se mueve de un lado a otro, mientras que en los de esta clase, más raros, la tierra se sacude de arriba abajo. Nunca había estado en uno tan fuerte. Ésta ha sido la prueba definitiva de que esta cabaña está bien edificada y dispuesta para aguantar con lo que le echen”.

El terremoto había hundido tres edificios en McLeod Ganj y cinco en Dharamsala con el saldo de tres muertos. Al amigo californiano y a mí nos sorprendió y alegró comprobar que el palomar de madera, que era la pensión Kailash, había sobrevivido sin daños. Así pudimos recoger nuestro equipaje y trasladarnos inmediatamente al nuevo domicilio en medio de los campos, dónde durante los días siguientes notaríamos como la tierra temblaba más de una veintena de veces antes de tranquilizarse definitivamente. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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