La crónica cósmica. Unos viven y otros solamente sobreviven

CUESTIONES DIVINAS – Konark (pronunciado Konarak), Odisha, Bahía de Bengala, India. Entre la colección de dioses que forman parte del hinduismo, los seguidores de Suria, el Dios del Sol, afirman que es el más antiguo. Lógicamente, las movidas religiosas empezaron con una ceremonia dedicada al sol naciente, como se hace aquí en Konark, en la sagrada playa de Chandrabhaga, durante la festividad dedicada a este dios que se ha estado celebrando desde tiempos inmemoriales.

Suria siempre fue famoso porque, según aseguran sus devotos, puede curar la lepra. En el Siglo XIII, el rajá Narasimha I, que padecía esa enfermedad, peregrinó hasta Konark. Tras permanecer unos meses tomando baños de sol en Chandrabhaga (¡sin crema de protección solar!), y cuando maravillado comprobó que había sanado, ordenó la construcción del Templo del Sol, dándole la forma de un gran carruaje jalado por cuatro corceles y con Suria llevando las riendas. Es una mole de roca cincelada con bajorrelieves de símbolos astrales y eróticos como los de Khajuraho.

En aquellos lejanos tiempos, el Templo del Sol se encontraba junto al mar, pero desde entonces se fue retirando paulatinamente (el mar…), que ahora se halla a tres kilómetros, dejando tras de sí una inmensa llanura de arena frecuentemente arrasada por los ciclones que, durante los monzones, asolan estas costas.

Y así estuvo el patio hasta que aparecieron por aquí los inteligentes británicos, quienes, en 1916, solucionaron ese inconveniente plantando miles de anacardos (que los portugueses habían traído a Goa desde Brasil), tras comprobar que, en vez de crecer hacia el cielo, extendían sus ramas agarrándose al suelo.

De esa forma nació lo que es actualmente Balukhand-Konark Wildlife Sanctuary, un parque nacional de ochenta y siete kilómetros cuadrados del que me enamoré cuando vine por primera vez a Konark en el 1990 y me hospedé en el áshram de los leprosos. Pero esta es otra historia que ya os contaré en la próxima crónica.

LA TABERNA GALÁCTICA – Hace un par de semanas, cuando pasé el día pateándome los aeropuertos de Katmandú, Nueva Delhi y Bhubaneswar, me entretuve observando los pasajeros: unos altos como gigantes y otros bajitos como enanitos; unos luciendo una palidez vampírica y otros con la piel de color azabache, y unos luciendo prendas modernas y otros cubiertos con ropajes tribales.

Como tantas otras veces pensé que los aeropuertos eran parecidos a la Taberna Galáctica y recordé que había transcurrido mucho tiempo desde que me dejé caer por mi antro predilecto la última vez. Antro que, a pesar de ser ficticio, tiene la clientela real con la que me cruzo en mis viajes.

Decidido a enmendar mi olvido, anoche me presenté con la grabadora bajo el brazo en la Taberna Galáctica y conseguí algunas declaraciones. Algunas son interesantes y otras, divertidas; como la de un indio borrachín que dijo: “El médico me recomendó andar todos los días cuatro kilómetros y desde entonces cumplo con este mandato encantado, porque es la distancia exacta que hay entre mi casa y la tienda de licor de mi pueblo”.

El siguiente en hablar fue un ruso de mediana edad, y lo que dijo no era gracioso, como en el caso anterior, sino realmente acojonante: “La vida me pareció aburrida hasta que me alistaron obligatoriamente al ejército, y me destinaron al frente de Ucrania. Allí descubrí que me gustaba matar, y sirva de ejemplo que me corrí de gusto clavándole un cuchillo en el ojo a un pobre tipo”.

Entonces se acercó a la grabadora un japonés que pertenecía a la élite de la Yakuza, y dijo: “Puedes tener ideas políticas o filosóficas extremistas, e incluso puedes ser un hampón, pero siempre has de tener palabra de honor”.

A continuación habló un palestino (¡Paz en Palestina!): “Permanecí varios meses en una celda penitenciaria que medía dos metros de ancho por tres de largo; cuando me dejaron en libertad descubrí que sufría agorafobia y permanecí mucho tiempo encerrado en mi habitación”.

El palestino iba acompañado de una sonriente muchacha de su misma nacionalidad que se limitó a comentar: “Desde que vivo en la India, lejos de mi tierra, sé que soy feliz porque jamás pienso en la felicidad”.

Junto a la pareja palestina había un polaco que me contó: “Mi abuelo pasó la mayor parte de su vida en la cárcel, pero cada vez que salía le hacía un hijo a mi abuela antes de ser encerrado de nuevo. El muy cabrón tuvo cuatro hijos que la abuela logró sacar adelante con la ayuda de mi bisabuela”.

El último en acercarse a mi grabadora fue otro ruso que me dejó patitieso al contarme: “Actualmente en Rusia te pueden condenar a diez años de cárcel, como en los tiempos de Stalin, por desacreditar al ejército diciendo, por ejemplo, que la guerra de Ucrania no va bien”.

PASO A PASO – Koh Phangan, Tailandia, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. La noche había caído sobre la solitaria playa de Than Sadot. Después de cenar, yo estaba sentado frente a una hoguera con los holandeses Hans y Ulmo y el norteamericano Spark.

Impelido por la curiosidad, y sin plantearme si pecaba de indiscreto, le pregunté a Spark: “¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste?”. Nos contó que había aterrizado en Tailandia a la temprana edad de diecisiete años y que, al estar más interesado en la marcha de la capital que en la hermosa naturaleza del país, primero se había instalado en Bangkok, donde permaneció un par de años dedicándose a cualquier trapicheo que le permitiera pagarse la vida.

Más tarde empezó a asustarle del mal camino que llevaba, “hubiese terminado loco o bajo tierra”, y, tras descender hasta las islas, escogió la pacífica Koh Phangan como residencia. Deambulando por la isla, un día llegó a la playa donde ahora tenía la cuadra de los caballos y conoció al anciano propietario de aquellas tierras sin imaginar que entre ambos nacería una gran amistad.

“Nuestra relación fue más parecida a la de un padre y un hijo. Supongo que ambos lo necesitábamos, porque él había perdido a su único hijo y yo tenía un padre al que no quería ni ver”. Unos años más tarde, cuando los médicos anunciaron al anciano su cercana muerte, su unión espiritual se consolidó.

Spark, que ya había profundizado en la cultura del país, se comprometió a guiar y acompañar a su amigo hasta los últimos momentos. Para tal ceremonia era necesario que, aparte de convertirse al budismo, se hiciese monje; y el anciano buscó a un maestro religioso que le instruyera: “Mi amigo me orientó hacia una cueva que se halla a varios kilómetros de Sura Thanni en la que residía un respetado anacoreta”.

Spark vivió allí durante varios meses aprendiendo la lengua “pali”, la que usan los monjes budistas, además de cuantas lecciones le enseñara el otro. El día en que su maestro le dio el aprobado, celebró el gran acontecimiento organizando un banquete para trescientos invitados. La parte económica de la fiesta corrió a cargo del moribundo, pues Spark seguía sin un solo “baht” en los bolsillos.

“Vistiendo los hábitos religiosos con la cabeza afeitada y habiendo renunciado a cualquier lujo o comodidad, pasé las siguientes semanas acompañando a mi amigo y protector, rezando con él y cuidándole como lo hubiese hecho un enfermero, hasta que falleció en mis brazos”. Le pregunté a Spark qué edad tenía actualmente, y cuando respondió: “Veintidós años”, exclamé: “¡Rediós, en tan pocos años ya has vivido más que la mayoría de los adultos que conozco!”.

“Es que, en realidad, hay gente que vive, y la hay que sólo sobrevive”, sentenció el cínico Hans provocando la risa de los demás. Pero yo aun tenía otra pregunta para Spark:“¿De dónde sacó cuatro caballos un monje budista que no tenía un “baht” en el bolsillo?”. “¿Y las cuadras y la cabaña donde vives?”, añadió Ulmo.

El suave norteamericano sonrió antes de responder: “Para empezar, el hermano menor y heredero de mi difunto amigo me comunicó que me consideraba de la familia, o sea que podría quedarme con ellos el resto de mi vida. Pero, de todas maneras, yo no estaba dispuesto a vivir de gorra, y empecé a buscar la forma de pagarme el sustento pensando que no sería muy difícil porque cada vez venían más turistas desde Koh Samui, atraídos por la tranquilidad de Koh Phangan. Un día llegaron a nuestra playa cuatro italianos montando estos jacos locos.

Me contaron que habían estado viajando varios meses por el sur del país y pensaban desprenderse de los animales antes volver a Europa. Les propuse que los dejaran a mi cuidado, asegurando que los trataría con todo cariño hasta su regreso. A continuación, a golpe de machete, corté bambú, levanté las cuadras y pinté el vistoso cartel que avisa de la existencia del “Horse Camp” a cuanto turista pasa frente a nuestra playa en barca. El día en que tenga claro que voy a permanecer aquí para siempre, daré el siguiente paso: cansarme con una hermosa chica tailandesa y montar un restaurante”.

Hans le pasó el humeante “bong” de maría al norteamericano y repitió: “Unos viven y otros solamente sobreviven”. “¡Viva la vida!”, gritó Ulmo a los árboles antes de darle un buen trago a su cerveza Singha. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1142 761 Toni

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