La crónica cósmica. Vi una cabra que viajaba

REGRESO AL PASADO – Konark, Odisha, Bahía de Bengala, India. La época en que descubrí Konark, hace ya treinta y tres años, yo iba muy acelerado y tragaba millas sin volver la vista atrás, como si me faltase tiempo para recorrer toda la Tierra en una sola vida. En vez de llevar el ritmo pausado de los trotamundos permaneciendo una temporada en los sitios que me impactaban más, solamente me quedaba en ellos unos pocos días, igual que los turistas.

Pero este plan de vida cambió mientras estaba en la turística Puri, que se halla a menos de cuarenta kilómetros de Konark. Vine por primera vez tras haber leído en un ejemplar del Lonely Planet que encontré en mi pensión: «Konark se puede visitar en pocas horas sin necesidad de pernoctar allí».

Quizás añadía que aparte del Templo del Sol no había prácticamente nada. ¡Ja, era la mejor alabanza que podían hacerle porque yo, después de viajar continuamente durante los seis años anteriores, había empezado a eludir en lo posible los guetos turísticos!

Al descender del autobús en Konark comprobé, ilusionado, que aquella guía de viajes australiana no me había engañado pues, quitando el famoso Templo y un pequeño bazar, no había nada más. Igual sucedía en cuanto al hospedaje, del que sólo podría escoger entre un hotel del gobierno de Odisha, una pensión llamada Labanya Lodge y el áshram dedicado también a Suria, el dios del sol, donde residían unos cuantos leprosos que se ganaban la vida mendigando a quienes visitaban el Templo del Sol.

Los indios siempre se apiadan de los lisiados, los ciegos o, como en este caso, de los leprosos, que no se medican porque le sacan partido a su enfermedad.

Me hospedé en el áshram de los leprosos porque, a pesar de ser de una simplicidad espartana, como tener que cagar en la jungla y sacar agua de un pozo para bañarme, me pareció muy auténtico. La buena amistad que hice con los leprosos y con gente local logró retenerme más de tres meses. Fue entonces cuando descubrí la gran diferencia que hay entre visitar un lugar o vivir en él, formar parte del vecindario hasta conocerlo a fondo.

Pero si me enamoré de Konark y regresé periódicamente en repetidas ocasiones fue, sobre todo, por el parque nacional de Balukhand-Konark Wildlife Sanctuary, donde podía pasear a solas, durante horas, sin cruzarme con persona alguna.

Con esta parrafada anterior quería explicaros que los anteriores siete años, o sea desde estuve en Konark por última vez, la localidad ha crecido una barbaridad por culpa del turismo indio (el número de occidentales que se dejan caer por aquí es limitado). Según me han asegurado mis amigos locales, ahora hay más de quinientos hotelitos e innumerables restaurantes.

Donde antes reinaba el silencio, ahora atruenan continuamente los cláxones de los autocares, que llegan de todas las partes de la India. Sin embargo, los infinitos bosques del Balukhand-Konark Wildlife Sanctuary continuan inalterables y puedo adentrarme en ellos con tan solo salir por la parte trasera de la pensión Labanya Lodge, en que ahora me alojo siempre.

VIAJES – Mientras me dirigía desde Sauraha a Katmandú vi una cabra que viajaba en el techo de un autobús: iba de pie y parecía pasárselo en grande. Al día siguiente, de camino a Nueva Delhi gozando de los paisajes del Himalaya, recordé otros vuelos que me impactaron con sus espectaculares vistas, como las de los lagos y volcanes de Java, o las de Bangladesh, país en el que parecía haber más agua que tierra, o las miles de islitas y ensenadas de los Sunderbans de la Bahía de Bengala, o la puesta de sol desde Bangkok a Delhi que, al ir de oriente a occidente, duró cuatro horas. Pero el vuelo más espléndido fue, sin duda alguna, el que hice desde Nueva Delhi a Leh, en Ladakh, sobrevolando al amanecer el sinfín de montañas del Hindu Kush.

Mientras aguardaba mi siguiente vuelo hacia Bhubaneswar, en el aeropuerto domestico de Nueva Delhi, me crucé con dos personajes insólitos: uno de ellos, que debía de ser un político, estaba rodeado por una docena de guardas de seguridad armados con metralletas. Pero aún me impactó más el otro personaje: un occidental realmente parecido a mi difunto amigo occitano.

Para evitar pasar la noche en uno de los caros hoteles de Bhubaneswar, la capital de Odisha, preferí partir inmediatamente hacia Konark en un taxi y, a pesar de que ya era de noche y la carretera nos pertenecía en exclusiva, el taxista no dejó de hacer sonar continuamente el claxon: estos indios están locos.

PASO A PASO – Koh Phangan, Tailandia, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Al día siguiente reemprendimos nuestra cabalgada, no sin antes haber tomado un hidromasaje bajo una cascada cercana, algo que hicimos sin que la pipa de bambú dejase de humear mientras nos la pasábamos constantemente de uno a otro con grandes carcajadas. T

al atmósfera ni tan siquiera varió en el momento en que la ruta pasó primero a ser difícil, y después incluso peligrosa, debido a que la densa jungla escondía tanto los senderos como los precipicios junto a los que cruzábamos, lo que no representó nunca un problema insalvable gracias de nuevo a la profesionalidad de aquellos caballitos, que parecían conocer cada rincón de la espesura.

La sorpresa de la jornada tuvo la forma de tres ciervos que encontramos pastando en nuestro camino, los cuales, debido quizás a la ausencia de enemigos, se limitaron a observar tranquilamente el paso de nuestro grupo.

“¿Cómo habrán llegado estos animales hasta la isla?”, le preguntó Ulmo a Spark. Y éste respondió: “Según cuentan, hace un montón de años el rey de Siam decidió pasar unas vacaciones en este confín de sus territorios y, entre las muchas vituallas, los servidores trajeron varios ciervos, que al monarca no debieron de apetecerle y, el día en que regresaron a tierra firma, en vez de cargar de nuevo con los animales, se limitaron a liberarlos y, al hallarse en un paraíso donde sobraban los alimentos, se multiplicaron”.

Al mediodía llegamos a Tang Nai, otra playa que al fin del mundo donde los únicos habitantes, una familia de pescadores, nos prepararon un té que acompañaron de las obligadas pipas “bong”. Por la tarde, cuando cruzábamos la más impenetrable de las junglas, hallamos un claro donde habitaba un solitario tailandés cultivador de maría. Encantado de nuestra inesperada visita, se apresuró a vendernos un montón de hierba por un precio irrisorio.

“Este buen hombre está de lo más feliz con estos “bahts” caídos del cielo”, comentó Spark. “Y nosotros aún lo estamos más con su cultivo”, dijo Hans. “Es el juego perfecto en el que todos ganamos”, añadí yo pagando por la transacción.

Poco después alcanzamos nuestro destino final, Hand Kudo, la playa con forma de botella, donde ocurrió el único accidente de la excursión: sin razón aparente, el caballo que montaba Hans se encabritó. El holandés salió despedido de la silla hacia atrás, cayó al suelo, y se quedó enganchado a ambos estribos, siendo arrastrado un tramo mientras soltaba angustiosos gritos. Valga aclarar que este tipo de incidente hubiese sido imposible con un caballo grande, pero sí con el pequeño corcel que montaba, el cual sólo decidió que la carrera terminase cuando tuvo a su jinete dentro de una charca embarrada. “¡Me cago en los putos caballos!”, aulló Hans levantándose cubierto de barro. No obstante, tuvo que olvidarse de su mal humor al escuchar nuestras carcajadas y entonces también empezó a reírse de lo sucedido.

De noche, dedicados de nuevo a la ceremonia de los “bong” y las “Singha”, el guía norteamericano nos confesó: «Ojalá que todos mis clientes fuesen fáciles y divertidos como vosotros. No os podéis imaginar los histerismos y las necesidades de los ciudadanos occidentales, pues si no salen gritando ante una araña, se quejarán por la comida o la cabaña, y ya no digamos si se cruzan con una serpiente”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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