La crónica cósmica. Volviendo a lo del sexo

LA TABERNA GALÁCTICA. Al entrar anoche en la taberna de mis amores me sorprendió agradablemente que, al contrario de lo habitual, la mayor parte de la clientela fuese femenina. Me fijé en cuatro mujeres que estaban sentadas alrededor de una mesa, porque eran de distintas edades y parecían provenir de diferentes países. Sin embargo, resultaba evidente que las cuatro eran unas guerreras.

Me acerqué a ellas y, tras confesarles mis aficiones de reportero, les pedí permiso para grabar la conversación que mantenían; lo pregunté precavidamente y dispuesto a retirarme con la cola entre las piernas si las cosas se ponían mal. También les aclaré que, dijesen lo que dijesen, mantendría su anonimato. Entonces intercambiaron una mirada con la que se pusieron de acuerdo y me invitaron a sentarme.

Una de ellas, que tenía la piel muy pálida y el pelo plateado, añadió: “Pero sólo te concederemos el honor de grabarnos si eres capaz de acertar de dónde somos”.

“No podíais haberme propuesto un juego que fuese más de mi gusto”, -le dije, “porque gracias a mis continuados viajes he desarrollado una fina habilidad para adivinar la procedencia de la gente que se cruza conmigo. Y en cuanto a ti”, -añadí dirigiéndome a la que me lo había propuesto- “aunque antes iba un poco perdido, tras oírte hablar he sabido que eras española”.

“¡No soy española, sino vasca! Pero te doy el punto porque, de todos modos, tengo el puto pasaporte de España. Y tú, con este acento cuadriculado, debes de ser catalán, ¿verdad?”.

“Sí, “catalino” de pura cepa”.

Ahora observé a la mujer que estaba al lado de la vasca. Era rubia y conservaba la belleza de la juventud a pesar de las patas de gallo. Le calculé unos cincuenta años. En el primer momento había pensado que pudiese ser inglesa, pero luego me fijé en su campechanería y falta de inhibición, y acerté al decir que era australiana.

La siguiente, que tenía la piel de un hermoso color castaño oscuro, era más alta que yo, incluso estando sentada, llevaba el pelo cortísimo, y rondaría los cuarenta y pico años. En realidad, podría provenir de varios países africanos, pero el estampado de su vestido me recordó a uno que había visto recientemente en Nairobi, y di de nuevo en la diana diciéndole en suajili que era de Kenia.

Tras haber residido unos catorce años en la India, no tuve la menor duda de que la cuarta mujer fuese de ese país; pero, además, la dejé asombrada al especificarle acertadamente que era de la casta brahmán. Le calculé menos de treinta años.

Me había ganado a pulso “el honor” de grabar su conversación, pero antes de empezar quise saber cuáles eran sus profesiones.

“Enfermera retirada”,-dijo la vasca.

“Socióloga”, esta era la india.

“Abogada”, y esta la keniata.

“Periodista”, -dijo la australiana.

Pulsé el botón de arranque de mi grabadora y, al haber supuesto que hablarían de las típicas venturas de los trotamundos, me quedé atónito desde el primer momento al escuchar lo que dijo la mujer vasca:
“Gracias a que siempre me voy de los sitios cinco minutos antes de que me echen, hace ya una eternidad que me retiré de la arena de la seducción, o sea lo que antes llamábamos ligar, aunque de todas maneras ya me iban a quitar el carné; y no entiendo mucho de qué va este tema de los acosadores a los que todo el mundo acosa, sobre todo si son famosos; así que tengo algunas dudas. ¡Ja, ya oigo retumbar los tambores de guerra! Es que hoy me he levantado con el pie izquierdo, el de las masoquistas y las kamikazes”, -se excusó al ver las malas caras de sus compañeras. “De todos modos, quizás será mejor que deje claro que los verracos, con perdón de los verracos, que persiguen y amargan a las mujeres, merecerían recibir un trato parecido al de los violadores. ¡Contra violación, castración!”.

“Y si quienes violan lo hacen en grupo, como sucede frecuentemente en mi país”, -opinó la india, “merecerían ser empalados”.

“Y lo mismo digo de los tipos del Tercer Mundo que se casan con niñas”, -añadió la keniata antes de que la vasca les contase:

“Recientemente leí que un juez español le había preguntado a una víctima de violación cómo vestía la noche en que fue asaltada, y pensé que ese mamarracho debería ser destituido porque era demasiado imbécil e incompetente para el cargo que ocupaba”.

“Somos una especie de animales eminentemente sexuales”, -dijo la australiana, “y muchos hombres llevan continuamente el chip de ligar porque la mayoría son unos ligones frustrados. Su problema está en la falta de tacto y en no adivinar quién es la persona adecuada y cuándo es el momento oportuno. Aparte de esos tipos que son unos inoportunos natos, también hay otros que están locos, y cuando acaban de echar un polvo ya empiezan a pensar en el siguiente”.

“Entre esos locos que mencionas, a los que también podríamos denominar de adictos al sexo”, -comentó la keniata, “se hallan los encelados como Weinstein, ese productor de Hollywood que habría tenido menos problemas si en la puerta de su despacho hubiese puesto un letrero advirtiendo: “Entra sin bragas y ábrete de piernas”. En cuanto a Epstein, ese millonario pedófilo que se suicidó en una celda de la cárcel, me sabe mal que haya muerto en vez de pasar una eternidad enjaulado”.

“Yo estoy en contra de la pena de muerte”, -dijo la india, “pero sólo para los demás, pues preferiría que me cortasen la cabeza veinte veces antes que permanecer un solo día entre las rejas de una de esas inmundas prisiones de nuestro injusto sistema judicial. ¡Qué buen aparato era la guillotina: limpia, indolora y rápida!”.

“Y si no comparadla con sistemas tan bárbaros como el garrote vil de la Marca España, la silla eléctrica MADE in U.S.A. o la danza macabra de los que mueren ahorcados”, -comentó la vasca antes de que la india añadiese bromeando: “Los franceses siempre han sido unos grandes inventores: el bidé, el Citroën 2CV, el champán, el paté de campaña, el cruasán…”.

“Y el cine”, -esta era la australiana.

“El cruasán no lo inventaron los franceses” -corrigió la keniata a la india, “sino un pastelero vienés que le dio la forma de la luna creciente para celebrar la victoria del ejército austríaco contra los turcos”.

“Volviendo a lo del sexo”, -retomó la palabra la vasca, quien por cierto no llevaba el más mínimo cosmético, “creo que el fallo de muchas mujeres está en que se emperifollan y coquetean, y luego se sorprenden cuando el inoportuno de turno se les echa encima”.

“¿Es el hombre el único macho que mata a las hembras de su especie? ¿Se debe a que la familia es un invento antinatural de la sociedad a la que sólo le interesa su propia supervivencia y, como en muchos otros aspectos, no le importa si sus miembros enloquecen? ¿La paternidad y el patriarcado son asimismo antinaturales?”, -preguntó la india dando pie a que la vasca hiciese también unas cuantas preguntas:

“¿Se ha declarado una guerra entre los hombres y las mujeres, ellos con la sangrienta violencia machista y ellas contraatacando con movimientos como el MeToo? ¿Los delitos de los acosadores no prescriben como lo hacen incluso los de ciertos políticos tramposos? ¿Es correcto que aparezca en la prensa una denuncia, que además era anónima, de alguien que afirmaba que Plácido Domingo había tratado de besarla en 1980?”.
“¡Qué sandez!”, -opinó la australiana. “¿Acaso no se supone que ellos han de llevar la parte activa en el juego de la seducción? ¿O es que vamos a llegar al extremo de considerar acosador a cualquiera que pretenda ligar? Yo nunca he tenido problemas en pararles los pies a los hombres que no eran de mi gusto, pues la mayoría son unos cobardes y se amilanan en cuanto les plantas cara”.

“Al mencionar el asunto de Plácido Domingo”, -les expliqué, “he recordado que una vez se metió en mi habitación una mujer desnuda que traía las “peores” intenciones, y me he preguntado si tendría que haberla denunciado”.

“¿Follasteis?”, -quiso saber la australiana.

“No, porque estaba leyendo una novela muy interesante”.

Ellas me observaron como si dudasen de que hablase en serio a pesar de que así era.

En ese momento de tan interesante debate advertí, desesperado, que mi grabadora se estaba quedando sin baterías, y cuando se lo comuniqué a las cuatro mujeres, la vasca me comentó:

“No sé para quien escribes, pero dudo que te vayan a publicar lo que hemos dicho”.

“El problema no está en si me lo publicarán, sino en la posibilidad de que algunos lectores supongan que comparto vuestras opiniones y me den una tanda de palos”.

“¿Y las compartes?”, -me preguntó la keniata.

“Por supuesto”, respondí antes de desconectar la grabadora y pedirle una cerveza al camarero.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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