CON MOCHILA

Navegando el Amazonas: anacondas, pesca de supervivencia y un río que se rinde por fin al océano

La anaconda de seis metros que echaba la siesta en un meandro de la selva brasileña
La anaconda de seis metros que echaba la siesta en un meandro de la selva brasileña.

Desde nuestra seria y sobrerregulada Europa seguimos viendo como algo exótico la venta informal y callejera de todo tipo de productos, algo que se sigue haciendo en más del 80% del mundo. Como por esas tierras que llaman civilizadas (metamos también Japón, Corea, Taiwán, Australia, EUUU, Canadá y poco más) casi todo está prohibido, el contraste con lo que ocurre diariamente en Asia, África y América es colosal; estos continentes sencillamente no funcionarían o se morirían de hambre si no fuera por la economía informal que los sustenta.

Una de las máximas expresiones de esta realidad que esperemos nunca cambie la tenemos en la Amazonia y muy especialmente en las arterias que la alimentan y dan vida. El río Amazonas y sus cientos de tributarios son el ejemplo flotante más impresionante de cómo todo se compra y se vende sobre sus aguas, a una escala muy diferente de lo que también ocurre en el Mekong. Os lo puedo decir con conocimiento de causa porque los he navegado los dos de comienzo a fin en estos últimos años.

Lo que había visto y disfrutado intensamente desde el comienzo de la navegación en Pucallpa (Perú) hasta mi llegada al punto de las tres fronteras, se convierte en todo un espectáculo al entrar en Brasil desde la conflictiva y asfixiante aduana de Tabatinga, donde nadie sonríe; no son los ciudadanos que cruzan sino los policías, todos ellos, los presuntos sospechosos habituales.

Salvado el escollo, me embarco en el Diamante, instalo mi hamaca en una de sus cubiertas sorteando vendedores y me voy a la borda que da al amarre del puerto para cotillear. Es impresionante ver cómo la gente se busca la vida para subir, trepar, lanzar productos, recibir dinero hacia o desde los barcos de pasajeros en cada una de sus paradas.

Aquí toca colocar la hamaca de nuevo en una de las cubiertas e iniciar navegación ya en aguas brasileñas.
Aquí toca colocar la hamaca de nuevo en una de las cubiertas e iniciar navegación ya en aguas brasileñas.

En las horas previas a la salida del barco, sus responsables permiten que todo tipo de vendedores entren para ofrecer sus papayas, sus platos preparados y embolsados de pollo frito, camarones, pescado frito, arroz, feijoada, sus sandías, polos, helados, cargadores de celular, desodorantes, hamacas, tápers, bolígrafos, sopas de letras, toallas, papel higiénico, golosinas, dulces, pasteles, plátano frito, manises…

Es una ley no escrita pero necesaria: todas las embarcaciones permiten esta sana costumbre, para disfrute de vendedores y pasajeros, pero no solo en la salida de puerto. Cada una de las paradas se convierte en una ‘fiesta’ de la venta, en un mercadillo flotante sobre los muelles, en un ejercicio antropológico de supervivencia y competencia en productos, muchos de ellos preparados en casa.

Cada una de las paradas del barco es un mercadillo flotante, todo se compra y se vende y los pasajeros encantados

Pero también cuando zarpan los barcos dejando atrás a los vendedores en los pantalanes, otro tanto de ellos se nos van acercando desde sus pequeñas lanchas para ofrecernos también de todo.

Es espectacular ver cómo cuando el barco (sea carguero con pasajeros o puro de viajeros) se va acercando a puerto, el muelle es tomado por los vendedores, muchos de ellos jóvenes y atléticos, para facilitar el salto al barco y sus cubiertas. Otros, en aplicación de ingeniería básica, llevan sus guizques, esos palos largos con gancho para elevar el producto y un pequeño recipiente pegado a la punta para que el dinero sea depositado en él.

Otros muchos directamente entran en el barco y recorren sus cubiertas a sabiendas de que el tiempo del que disponen para la venta lo marca el bocinazo de zarpada del capitán.

Otro atardecer más, de esos que relajan mente y cuerpo en el medio de la nada.
Otro atardecer más, de esos que relajan mente y cuerpo en el medio de la nada.

Y esos rezagados que se quedan en el barco, cuando éste ya ha soltado amarras, pegan el salto postrero o aquellos clientes de última cubierta (tercera o cuarta planta) a los que les llega el producto de mano en mano en perfecta cadena de pasajeros a través de los ventanales, mientras el dinero baja por el mismo camino, de forma respetuosa, hasta llegar al vendedor.

Un organizado desorden, un caos perfecto y necesario, bajo las sanas leyes del respeto y la ayuda, lo que vendría a ser la versión más humana y respetuosa del comercio, ésa que mira con desdén desde la orilla contraria a la demoledora maquinaria de los centros comerciales y los Amazon de turno.

El Diamante baja camino de Manaos, la capital del Estado brasileño de Amazonas, de la que nos separan cuatro días de navegación y unos 1.500 kilómetros de agua terrosa, que a estas alturas de la aventura ya va sobre un lecho mucho más ancho, pero igual de tranquilo que lo ya navegado. Las olas ‘preatlánticas’, esas que suben como un salmón río arriba para chocar con la mayor masa de agua dulce del planeta, no empezarán a notarse hasta Santarém, ya en el Estado de Pará. Pero no adelantemos acontecimientos y aventuras.

Manaos e Iquitos son las dos ciudades emblemáticas del cauce del Amazonas y son sus puertos de referencia

Manaos y la peruana Iquitos, capital del Departamento de Loreto, son consideradas las dos grandes ciudades y principales puntos de entrada del río Amazonas, en su cauce central. Son dos gigantones (Manaos, con 2,4 millones de habitantes, más que Iquitos, que tiene medio millón) que se forjaron como tal en el siglo pasado, por el boom y la gran demanda mundial de caucho, una industria que durante décadas provocó graves destrozos en la selva y el asesinato de muchos indígenas y defensores de la preservación de la Amazonia.

El capitán me deja tomar las riendas marineras pero no me atreví a hacer mucho, esto no es el Mediterráneo.
El capitán me deja tomar las riendas marineras pero no me atreví a hacer mucho, esto no es el Mediterráneo.

Los destellos de la opulencia de aquellas épocas todavía refulgen, ahora bañados por esa inevitable decadencia de las ciudades portuarias venidas a menos. Casonas coloniales, de estilo español en Iquitos y de herencia portuguesa en Manaos, algún que otro ampuloso y colorista teatro neoclásico (Amazonas, en Manaos), varias iglesias de colores llamativos, edificios institucionales, calles empedradas y algunos pequeños cafés y restaurantes de dudosa rentabilidad aún perviven para recordar al viajero las glorias del pasado.

Arriba el Diamante a Manaos tras cuatro días de navegación para amarrar en uno de los últimos muelles que alberga un puerto que tiene 7 kilómetros de largo en la margen derecha del río.

Empieza en la entrada de la bahía del río Solimoes y sus últimos pantalanes se prolongan hasta casi tocar el descomunal puente Del Río Negro. Se percibe desde el primer vistazo que este puerto es el nudo principal de comunicación fluvial de todo el Amazonas.

En Manaos se pasea por su calles empedradas y en las tabernas huele a cachaza y se oye samba y forró en directo

De nuevo me toca descolgar la hamaca y, mochila a la espalda, me voy a buscar un hostel con ducha limpia, buena cama y mejor wifi tras cuatro días completamente desconectado. Tengo la suerte de caer en el Hostel Manaus.

En los primeros paseos por sus empedradas calles, con ese brillo barnizado por la humedad a veces opresiva y redoblada (tropical y amazónica), Manaos destila una leve pereza en sus gentes y en su día a día.

La herencia colonial de la boyante época del negocio del caucho se nota, ya en clave decadente, en Manaos.
La herencia colonial de la boyante época del negocio del caucho se nota, ya en clave decadente, en Manaos.

Aquí las cosas se hacen con tranquilidad, muchas tiendas cierran en las horas del almuerzo y siesta, los restaurantes (los más turísticos no) hacen lo propio después del servicio y algunos ni se molestan y sólo abren por la tarde-noche. La ciudad ni es sucia ni es peligrosa, como se encarga de vaticinar tanto agorero suelo que anda (o navega) por ahí.

Obviamente es una ciudad portuaria (mejor no mirar al río), con su ir y venir, su caos, sus puestos callejeros, sus mercados de fruta, carne y pescado, sus tabernas con bandas de samba y forró los domingos (gracias O Jangadeiro por tu música, tus caipirinhas y por animarme a dar mis primeros pasos de samba) y hasta su turístico Mercado Central.

Sus fachadas coloristas, con desvencijados tendidos eléctricos colgando, las ropas colgadas, las estrechas y levantadas aceras y ese rumor oloroso a puerto, en este caso sin salitre, rememoran en este viajero las bellas decadencias de Lisboa, Oporto o la Barceloneta (mentar La Habana sería ficcionar en exceso). Fuera de la zona del puerto,  del centro histórico y de sus avenidas más antiguas, donde se percibe ese marchamo colonial, la ciudad es normalita, tirando a fea, con mucha casa baja y pocos edificios altos.

En Manaos contrato la excursión de una semana con mezcla de campamento base y tres días en supervivencia

Manaos es también un buen punto para contratar una agencia y volver a entrar en la selva, que en Brasil adquiere sus mayores dimensiones y atractivos en cuanto a flora y fauna, según se desprende de todo lo leído. Dado que aquí no tengo la suerte de que amigos hechos en el viaje me lleven a ‘su’ selva, tal y como me pasó en Iquitos y en Leticia, toca visitar varias agencias, intentar elegir lo más auténtico y negociar precio.

El descomunal puente del Río Negro lo pasamos por abajo en la lancha que nos lleva al lado de la selva.
El descomunal puente del Río Negro lo pasamos por abajo en la lancha que nos lleva al lado de la selva.

La suerte y algo de ojo de lince viajero me permiten atinar con Amazon Raiders Tours, con la que contrato una semana en la jungla en el brazo sur del Amazonas, por 850 reales (230 euros) todo incluido, menos la cerveza y el ron.

Por ser mi aventura más preciada en todos mis meses por el Amazonas y a modo de colofón de esta tercera entrega me arriesgo a dejaros aquí el texto íntegro tal y como lo plasmé en el libro Sin Billete de Vuelta.

“Una chica alemana profesora de salsa, una pareja de ingleses y yo formamos el grupo que se dirige a la selva. Cruzamos la bahía de Manaos en lancha y pasamos por la línea negra que marca la separación entre las aguas marrones del Solimões y las bien negras del Río Negro, que en este punto aún no se mezclan por sus diferentes densidades y temperaturas. Nos montan en una Volkswagen ‘flower power’ y tras hora y media por caminos nos recoge otra lancha, ya con el guía Tucaniú al frente, para bajarnos por el río Paraná de Mamurí al campamento, que sobre una plataforma de madera cuenta con malocas cerradas y básicas camas, cocina, zona común y comedor, baño y ducha.

Tras dos días de excursiones cortas por la selva, avistamiento de aves, monos y cocodrilos, salidas a pescar y entrenamiento de algunos trucos de supervivencia, la alemana y yo, con la mochila y la hamaca, nos vamos tres días con Tucaniú a buscar aventuras por la selva, que así es como lo vendía la agencia.

Una de esas hamacas es la mía. La de horas y horas que me he balanceado sobre ella.
Una de esas hamacas es la mía. La de horas y horas que me he balanceado sobre ella.

El primer día transcurre tranquilo. Instalamos el campamento para esa noche al lado de un meandro. El guía pesca desde la orilla lanzando la red, que se abre en circular dejando que con sus plomos se vaya hundiendo lentamente. A los dos minutos, más o menos, tira de varias cuerdas para cerrar la red como si atase un saco de patatas. Sacamos pirañas, pequeñas doradas, sardinas de río y varios pez mono.

Con solo cinco lanzamientos de la red tenemos de sobra. Hacemos los pescados al fuego solo con sal y los acompañamos con las verduras que nos dio la cocinera el día anterior. Al día siguiente levantamos campamento y seguimos jungla adentro, pasamos por un abrevadero natural de agua y aquello parecía un documental de la 2.

El guía Tucaniú va equipado con red de pesca, machete y arpón para pescar-cazar los sabrosos macacos de agua

Caimanes adormecidos pero en guardia a la espera del despiste de una presa, roedores de selva, muchas aves de colores y un capibara.

Llegamos a nuestro punto de parada, en el que Tucaniú esconde una pequeña y estrecha canoa de madera de ceiba. Comemos el pescado que sobró la noche anterior y arroz blanco cocido con hierbas aromáticas que lleva en su mochila.

Nos avisa de que cenaremos muy tarde porque saldremos con la canoa y los frontales. Noche cerrada, palada de remo lenta y suave, la canoa sale del pequeño canal natural hacia un meandro poco profundo, de unos dos metros de ancho. Nos pide que apaguemos los frontales y de pronto se ven brillar al fondo en la superficie del agua pequeñas lamparitas perfectamente circulares agrupadas de dos en dos. Son las crías de los caimanes en el remanso de la noche, estáticas y flotando con sus ojos vigilantes, que ahora se adivinan verdes.

Navegando amazonas 8
Las casas flotantes del Amazonas están ancladas de forma tan flexible para amortiguar las subidas y bajadas del cauce.

Tucaniú se acerca ya sin remar y los caimanes no se asustan, saca una cuerda con un nudo corredizo que en forma de aro coloca dentro de la boca abierta de un caimán, nos avisa de que se va a mover la canoa, estrecha el lazo y tira fuerte, apresando al animal por la parte alta de su mandíbula. Mide poco más de un metro, lo deja batallar y cansarse, sus hermanos y vecinos desaparecen y con ellos sus pares de ojos verdes.

Nos quedamos solos, lo acerca a la canoa y ata su mandíbula al completo, lo sube y nos lo ofrece, no para comer sino para tocarlo y sentirlo. Y sí, hacemos fotos, obviamente. A los cinco minutos lo devuelve al agua, cerca su boca con su mano bien prieta, suelta el lazo y lo deja marchar.

Seguimos avanzando ya con las luces encendidas porque había que buscar la cena. Y coge el arpón, un vara de metro y medio con tres puntas de hierro en forma de tridente ajustada a la madera como un dedal y goma de flotación, nos pide que rememos suavemente mientras él, ya en pie sobre la canoa, alumbra el río a la espera de los macacos de agua, unos peces de medio palmo de ancho y 30 o 40 centímetros de largo que en la noche buscan su cena de insectos en superficie.

Remando la canoa en plena oscuridad vemos pequeños puntos luminosos agrupados de dos en dos, son los caimanes en la superficie del agua

Falló los dos primeros, pero al tercer intento perforó la tripa del pez, que levantó en movimiento de palanca, lo tiró sobre la canoa, lo pisó con fuerza y de un tirón sacó la fisga de su cuerpo. Nosotros echamos sobre él una pequeña manta para dejarle morir e impedir que con sus espasmos saltase de la barca. Cazó, porque eso no era pescar, nueve piezas que nos sirvieron para cenar dos noches. Su carne blanca y jugosa es muy agradecida con las brasas y con la sal y el limón. Al día siguiente volvimos a salir con la canoa, en pleno día y con el objetivo de buscar animales ribereños.

En la selva, en el desierto, en el mar, en la estepa, en las montañas, en las patagonias, en los pueblos y en las ciudades hay miles de días en los que no pasa nada, absolutamente nada. Pero a veces la repetición estadística se une a la suerte y cortocircuita la normalidad para que exploten los avatares de lo imprevisible.

Salimos al cauce ancho del Paraná de Mamurí, había garzas posadas sobre una de sus patas, águilas amazónicas planeando, un martín pescador sobre su tronco flotante, caimanes dormitando y otros en movimiento, peces en salto y caída libre y yo disparando con mi cámara entre palada y palada.

Las vistas desde la borda del barco, no recuerdo de cuál de ellos.
Las vistas desde la borda del barco, no recuerdo de cuál de ellos.

Tucaniú decide volver a las estrechas cuerdas de agua que la vegetación acogota en la estación seca y en un cenagoso montículo de una orilla, pertrechada a la sombra de un manglar dormía la siesta arremolinada sobre su propia espiral una anaconda de unos seis metros de largo. Nos pusimos muy nerviosos -Tucaniú un poco menos pero nos dijo que hacía dos años que no veía una-, ni se movió ante los gritos del momento, frenamos con las palas, nos mantuvimos a tres metros de ella, cuando dejó de temblarme el pulso hice unas cuantas fotos de su piel verde oscura moteada de grises y dibujos lisérgicos que parecen rotulados, tricotados sobre sus escamas poderosas.

Días después, en el barco que me llevaba a Santarém, me puse profundo y me dio por pensar en la suerte, sobre la que nunca he leído nada y de la que no tengo la más mínima opinión formada. Entiendo que para ver la anaconda en el Amazonas brasileño previamente hay que haber decidido ir allí.

La suerte nos toca y ahí está tranquila y durmiendo la gran anaconda, me tembló hasta el pulso al verla, no por miedo sino por excitación

Vas tomando día a día las decisiones del viaje, muchas de forma racional y otras de forma impulsiva, estableces un cierto orden de avance y te dejas llevar por lo que vas conociendo en el camino y por lo que tu sentido común y tu olfato te van dictando. Eres un tipo razonablemente ordenado y a la vez flexible que al viajar solo y convertir eso en un estilo de vida ha de decidir por su cuenta casi todo cada día, que opta por una agencia de las tres que ha visitado en Manaos y se mete en la selva como semanas antes lo hizo en la de Perú con Raúl o en la de Colombia con los hermanos de Lucero, solo porque surgió así o porque fueron golpes de suerte. Y llega a Brasil y paga por hacer supervivencia en lugar de apreciar la selva desde la tranquila normalidad del campamento.

Hasta ahí todo en orden, pero en qué momento Tucaniú decide virar por una de las venas barrosas del río sin haber contratado antes la ‘performance de una anaconda de cartón piedra y se encuentra con una de verdad que ni por asomo él se espera. Raptar por unos minutos a la cría de caimán y cazar con arpón peces blancos para cenar forma parte del guión, pero la siesta de una anaconda no te la empaqueta ni los algoritmos de Google. Algo de suerte tiene que haber aquí, por mucho que el guía y yo tengamos nuestra parte de culpa en lo que nos hemos encontrado.

Sigue la navegación y el cauce se ensancha cada vez más a medida que nos acercamos al estuario del río.
Sigue la navegación y el cauce se ensancha cada vez más a medida que nos acercamos al estuario del río.

Si eso que llamamos suerte te acompaña a veces en tu vida sin que tú puedas controlarlo o si, por el contrario, es la mala suerte la que lo hace, ¿cómo establecemos una pauta o nuestra propia línea de flotación para evitar que ninguna de las dos nos convierta en la caricatura del ingenuo payaso que ya somos?

La vuelta a Manaos fue casi monotemática en la lancha -pobres ingleses-, aunque Tucaniú cambió de tema y nos explicó cómo se construyen las malocas o casas de madera en el entorno de los ríos para no ser engullidas por las subidas del cauce en la estación de lluvias. Muchas son flotantes y están ancladas a tierra con cabos flexibles que amortiguan las alzas repentinas del cauce y por supuesto las bajadas, otras se construyen sobre la altura de los palafitos de madera.

De Santarém a la desembocadura de Belem de Pará el barco navega batallando con las olas que vienen del Atlántico.

Me embarco camino de Santarém, ya en el estado de Pará, en un ferry sencillo que permite colocar la hamaca, pero no ofrece comidas. Nos acercamos al Atlántico y el oleaje que manda el océano se nota en la navegación. Desde cubierta se ven unas olas que suben y chocan con el cauce del río, que baja inexorablemente hacia el estuario de su muerte. 

Me imagino la lucha de los salmones cuando dejan el agua salada para desovar y morir río arriba, pero esas hazañas pasan en las partes altas de los dos hemisferios, no en las franjas tropicales. El trayecto dura entre 35 y 40 horas, en las que se volatiliza definitivamente esa bucólica tranquilidad que de más a menos me ha ido acompañando en los 5.500 kilómetros que llevo navegados desde Pucallpa.

Aquí el cauce del río parece una de esas autopistas de ocho carriles que circunvalan Dallas, Houston o Seattle. El ferry hace bastantes paradas y en cada una de ellas, los vendedores de fruta, verduras, comidas cocinadas, bebidas frías y tabaco se encaraman por los bordes de las cubiertas para ofrecer sus productos o los elevan con sus guizques, esos palos largos con gancho en el extremo, en el que sube el producto de venta y baja el dinero pactado a gritos en el pequeño recipiente pegado a la punta.

Es tradición comprar regalos, meterlos en plásticos y lanzarlos desde el barco a las madres con niños que se acercan en pequeñas canoas

También sorprende la cantidad de pequeñas lanchas que salen de las orillas del río, en la que las madres con sus hijos se acercan al casco del ferry, navegan en paralelo y alborotan sus manos para pedir los regalos que les lanzan por la borda. Es tradición, me dicen algunos pasajeros, comprar en Manaos juguetes y golosinas, que son envueltos en plástico y lanzados hacia las lanchas para los niños pobres de esta zona del Amazonas.

En Santarém hago una parada turística y me refugio varios días en Alter do Chao, el llamado Caribe brasileño, un paraíso de playas de aguas cristalinas del río Tapajós, que en un punto chocan con las barrosas del Amazonas y acaban sometiéndose a ellas camino de Belém. A la capital del estado de Pará llego en otro barco de pasajeros, que navega sobre un cauce de 12 kilómetros de ancho -25 kilómetros en temporada de lluvias- y avanza río abajo sometido al duro oleaje atlántico y a los pantocazos que esto provoca.

El río más grande del mundo se entrega al océano sin rechistar pero lo tiñe de color barroso para que se vea desde el espacio

Es imposible hacerse a la idea de que el estuario alcanza los 240 kilómetros de ancho, sobre él afloran miles de islas y su gran mancha marrón se extiende cientos de millas cuadradas hacia dentro del océano. Con las fuerzas que me quedan decido rematar en Marajó, una isla fluvial tan descomunal que me ahorro los superlativos, en la que hay tres búfalos de agua por cada habitante y las bicicletas no tienen frenos.

Cuenta la leyenda que un barco de procedencia asiática naufragó a finales del XIX y estos animales llegaron nadando a la isla, a la que ahora proveen de leche, queso, carne, transporte y compañía. Pasean tranquilamente por las calles y las malas lenguas de la isla dicen que con la piel de su escroto se hacen las carteras que luego se venden en los mercadillos.

Se respira un aire casi caribeño en la isla, donde hay unas playas impresionantes y se come muy a la marinera. No hay muchas cosas que hacer y ahí radica parte de su encanto, así que decido entregarme a mí mismo, hacer balance de mis tres meses por el Amazonas y a dar vueltas como un tonto por la isla con una bici sin frenos tan básica como las que tuve en mi infancia”.

Sin billete de vuelta, por Balta
Sin billete de vuelta, por Balta
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Baltasar Montaño

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