Relato divergente. A quien sufra una tristeza crónica

Creo que siempre fui un tipo triste, alguien que estaba convencido de que su vida era triste, muy triste. Incluso fue así en la infancia. Recuerdo una foto escolar en la que mostraba mi habitual cara de pena, a pesar de tener alrededor una docena de críos que sonreían alegremente como si se hallasen en la mejor de las fiestas. Igual me sucedía con mi numerosa familia, en la que por lo general reinaba una felicidad que yo parecía ensombrecer con mi presencia.

Cuántas veces escuché a mi madre preguntándome qué me dolía. «¿Acaso te duele la barriga, Win? ¿Te sientas mal? ¿No te ha gustado la comida?”.

O al mayor de mis hermanos comentando con mofa: “Win consigue que un festejo parezca un funeral”. A lo que mi segundo hermano añadiría: “En vez de Win te tendríamos que haber llamado Apenado”.

Lo más triste de mis tristezas estaba en que no había razón que las justificara, pues, aparte de haber tenido siempre una salud de hierro, era el hijo pequeño, concretamente el séptimo, y mis hermanas y sobre todo mi madre me mimaban cariñosamente. Además, en casa no faltaba de nada porque papá, que era taxista y conducía un tuk tuk de su propiedad, se ganaba bastante bien la vida.

Por si os estáis preguntando si mi tristeza crónica se debería al entorno y a que nuestro hogar se encontrara en una de esas ciudades monstruosas, feas, peligrosas y polucionadas que he visto a veces en el cine, aclararé que el paraje en que crecí no hubiese podido ser más idílico, pues era una aldea a las afueras de Siem Reap, una plácida población al norte de Camboya, y desde nuestra casa de madera se veía una de las mayores maravillas del mundo: los templos de Angkor Wat que en un principio fueron hinduistas y más tarde, budistas; una maravillosa obra arquitectónica de piedra labrada que en el pasado se la había tragado la jungla y permaneció desaparecida durante varios siglos. Aquellos templos, con sus jardines, lagunas, arrozales y bosques, fueron mi patio de juegos en la infancia y el de mis correrías juveniles.

Tampoco podía culpar de mi absurda tristeza a los amigos de la infancia y la adolescencia, o a los otros alumnos de la escuela, porque nunca sufrí malos tratos ni tuve que enfrentarme a algún bravucón que se metiese conmigo. Solamente hubo un chaval que trató de incomodarme cuando yo tenía diez años, pero le salió el tiro por la culata porque, de buenas a primeras, y antes de que las cosas fuesen a más, pedí ayuda al mayor de mis hermanos, que era mi héroe, y le dio un humillante rapapolvo frente a todo el mundo que, aparte de desalentarle, sirvió de advertencia para cualquiera que tuviese la mala idea de importunarme mínimamente.

Muchos años más tarde, cuando estudiaba biología en la universidad de Siem Reap, un maestro que iba sobrado de cultura y sabiduría, tras verme continuamente tristón me habló por primera vez de las endorfinas. Me explicó que se trataba de unas sustancias químicas naturales de nuestro cuerpo, producidas principalmente por el hipotálamo y la glándula pituitaria que nos ayudaban a hacer frente al dolor y el estrés, pero que también se encargaban de provocarnos alegría. Me dijo que yo, al revés que las personas felices, quizás produjese pocas endorfinas.

Ya que he mencionado los estudios, aclararé que tampoco fueron los responsables de mi tristeza, pues, gracias a mi mediana inteligencia y mucha aplicación, siempre saqué buenas notas y no creo que hubiese suspendido jamás un solo examen.

El peor efecto colateral de mi deplorable estado de ánimo tuvo que ver con las chicas, que me dieron repetidamente calabaza a pesar de que, sin ser un guaperas, no era precisamente feo y además tenía un cuerpo atlético. En las contadas ocasiones en que conseguí entablar relación con alguna, al poco me mandó a paseo alegando que quería un novio que la hiciese reír, y no llorar como le sucedía conmigo. Tenía toda la razón porque los temas de conversación de una persona triste son frecuentemente tristes. Al hablar, por ejemplo, de la vida en general o de la situación nacional, yo lo hacía con pesimismo y conseguía, como me advirtió una vez un amigo, que quienes estaban conmigo tuviesen la impresión de que había oscurecido, como si una nube monzónica cubriese el sol. Sí, mi tristeza ocupaba totalmente el escenario de mi vida y no daba la mínima opción al optimismo.

Después de explicar todo lo anterior, dejando claro que no tenía razón alguna para quejarme de mi situación, quiero añadir que, al saber cómo estaba el mundo y que había mucha gente que lo pasaba realmente mal, debería haberme avergonzado de mis lloriqueos de niño mimado. Una buena lección al respecto me la dio mi abuelo un día en que fuimos juntos al bazar de las especias de Siem Reap y me mostró a un tullido que pedía limosna mostrando una gran sonrisa en los labios; no fue necesaria palabra alguna, pero no por ello cambió nada en mi interior; al contrario, pues me recriminé ser como era, un imbécil, y logré entristecerme un poco más si cabe.

Mi abuelo también trató de enderezarme, y de paso me dejó patitieso al contarme las peripecias de su vida. Era el hombre más viejo de nuestra aldea porque fue uno de los pocos que sobrevivieron al genocidio que llevaron a cabo los jemeres rojos asesinando a un tercio de la población camboyana. Su biografía incluía hambre, dolor, pena y mucho terror. Había visto morir cientos de personas, y cuando perdió la esperanza y creyó que pronto le tocaría su turno, había huido por la jungla junto con otro hombre que terminaría saltando por los aires al pisar una mina personal. Mi abuelo sobrevivió porque, cuando ya no le quedaban fuerzas y tenía una herida infectada en la pierna que podría haberse gangrenado, logró cruzar la frontera de Tailandia y llegar a un campamento de la Cruz Roja. Creo que al contarme todo aquello, mi abuelo me estaba diciendo entre líneas que yo era un papanatas impresentable.

Con el transcurso de los años me licencié como biólogo y conseguí un buen empleo en unos laboratorios gubernamentales, pero continué sufriendo esa triste frustración personal. En consecuencia, también mi soltería parecía ser crónica, pues las mujeres siguieron rechazándome, hasta que un día, dando por sentado que ese era mi si no, mi karma, dejé de buscar mi media naranja. Empeorando las cosas, al provenir de una familia numerosa, la soledad me resultaba especialmente dolorosa y sentía envidia de algunos de mis sobrinos que ya se habían casado y tenían varios hijos.

Poco después de haber cumplido los treinta y tres años, cierto día en que fui al bazar de abastos para adquirir unas semillas que mi padre quería plantar en el huerto, ocurrió un milagro. Pero antes de seguir adelante será preciso que confiese otra de mis debilidades emocionales: ya fuese debido a mi tristeza o a algún complejo infantil del que no fuese consciente, a mí me molestaban mucho las risas. Si bien una sonrisa me parecería encantadora, al oír una carcajada sentía repulsión y, de hallarme en un sitio público, miraría con asco a la persona que se desternillaba.

Así me sucedió aquel día cuando, después de haber terminado de hacer las compras y me dirigía de vuelta a la calle, escuché una sonora carcajada a la que acompañaron inmediatamente algunas más como si fuese un eco o un ataque de histeria colectivo. Los músculos de mi cuello se tensaron y, apretando los puños, miré a mi alrededor buscando al “culpable”. Entonces la vi: era una mujer que vendía cocos y fruta, a la que le calculé menos de treinta años. Estaba sentada en un escalón y la rodeaban varias personas a las que provocó un nuevo ataque de risa haciendo un comentario irónico acerca del ayuntamiento.

Mis contradictorias emociones sufrieron uno de sus habituales choques porque, al mismo tiempo que deseaba estrangularla, me pareció muy atractiva. En aquellos momentos, mientras yo permanecía plantado a corta distancia, ella advirtió mi presencia y, al ver que me cubría con una mascarilla sanitaria porque estaba acatarrado, me preguntó bromeando si la llevaba para ocultar mi fealdad.

Y en ese instante ocurrió el milagro que mencionaba, pues yo, en vez de enfadarme, reaccioné haciendo algo tan insólito en mi como fue reírme. Empecé poco a poco, pero después ya no pude parar y las carcajadas fluyeron de mi pecho como si hubiesen esperado treinta y tres años para saltar al estrado. Sin embargo, no fui el único en tener aquel ruidoso estallido de risa, pues tanto la mujer como sus acompañantes también se estuvieron desternillando un buen rato.

Relato divergente. A quien sufra una tristeza crónica

Luego, cuando nos calmamos, ella me preguntó sonriendo de una forma encantadora si yo sería tan amable de quitarme la mascarilla, pues deseaba verme la cara. Le conté que la llevaba para no contagiar mi catarro a los demás, pero insistió diciendo que solamente tendría que quitármela un momento en el que, si tanto me preocupaba, podría permanecer con la boca cerrada. Me rendí y le mostré mi cara, y ella, siempre sonriendo, aseguró que le parecía muy guapote.

Su desparpajo me dejó tan asombrado como mi inaudito buen humor. Con cada instante transcurrido me parecía más guapa y me caía más simpática. Poco después me volví a cubrir con la mascarilla pensando en irme, combatiendo el deseo quedarme, y ella se despidió diciendo algo que cambiaría mi vida: “Me llamo Botum y me gustaría que te pasases algún día por aquí cuando ya no estés acatarrado”.

Desde aquella memorable fecha ha transcurrido una década en la que he continuado riendo a toda hora gracias a la compañía de Botum. Es la personificación del optimismo y la alegría; pero lo mejor es que nuestras tres hijas han salido a ella y, con sus bromas y carcajadas, en casa reina un jolgorio perenne.
Soy un hombre feliz y las tristezas del pasado parecen provenir de otra vida. A quien sufra una tristeza crónica como la mía, le recomiendo que ponga un payaso en su hogar.

Fin.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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