Relato divergente. Desde ahora vivirás aquí

“Os voy a contar una historia triste. Es mi historia, pero también la de muchas mujeres que, como yo, tuvieron la mala suerte de nacer en algunas partes de la India donde se nos considera y trata como si fuésemos ciudadanas de segunda clase.

Una santona de Himachal Pradesh, que iba a cambiarme la vida, me contó que las costumbres de las tierras altas eran completamente distintas. Me dijo que allí se guiaban por el sistema matriarcal y que éramos nosotras las que mandábamos y organizábamos, incluso en las cuestiones políticas.

Parecía que me hablaba de otro mundo y me resultó tan increíble como lo que había oído acerca de la libertad que gozaban las occidentales. Y con más razón porque, hasta entonces, yo me hallaba en el extremo opuesto más alejado.

Casi no recuerdo a mi familia o la aldea de Andhra Pradesh en que nací porque un verano en que no vinieron los monzones, mi padre me vendió a cambio de unos sacos de arroz. Una madrugada, cuando yo tendría tres años, me sacó furtivamente de la cama y, cogiéndome en brazos adormecida, me llevó a la estación más cercana de los ferrocarriles. Me despertó el ruido del tren. Estaba amaneciendo y yo me encontraba sobre el polvoriento suelo del andén. A mi lado había dos cabras que me observaban con curiosidad. Papá me levantó de un tirón y me arrastró hacia un abarrotado vagón de tercera. Le pregunté adónde íbamos. “Hyderabad”, respondió sin mirarme mientras se adentraba a codazos entre los otros pasajeros.

Relato divergente. Desde ahora vivirás aquí

En el primer instante me alegré como sólo lo puede hacer una niñita, pues nunca había visitado la capital de nuestro estado. Pero inmediatamente sentí turbación porque, aparte de que nuestro bajísimo nivel económico no nos permitiese lujos como lo era ir a la ciudad en tren, nunca había salido de nuestra aldea a solas con mi padre. En realidad, debido a la cantidad de hermanos y primos que yo tenía, no creo que hubiese estado jamás a solas. ¡Aquella precipitada partida era insólita y, aun sin saber por qué, me olía mal, muy mal!

Aunque me recriminé estar desconfiando de mi padre, pues algo así era un pecado imperdonable para una niña india, al fin resultó que el instinto de supervivencia había acertado al dar la alarma: él iba a venderme para evitar que el resto de la familia muriese de hambre.

El suplicio que sufriría al verme separada de las personas y el entorno conocidos, empeoraba más si cabe al figurar el engaño de por medio. Nadie me había advertido, y cuando llegamos a media mañana frente a una casa de Hyderabad, mi padre se limitó a decir:

“Desde ahora vivirás aquí”.

Sin darme tiempo a reponerme o a preguntar algo, me puso en manos de una mujer que me engañó con su falsa sonrisa. Luego mi padre desapareció trotando avergonzadamente calle abajo. Con incredulidad le miré huir. ¡Él había sido mi dios, mi rey, el todopoderoso, y ahora me había traicionado!

Podría decir a su favor que, por lo menos, me había vendido a una buena familia y no a un burdel. Pero ésa solamente sería una parte de la verdad porque, tal como comprobé enseguida, aquella mujer, a la que tendría que llamar Señora, “Sí, Señora”, “No, Señora”, “Señora esto y Señora aquello”, era una sádica infeliz que odiaba a su baboso marido, el Señor, y me lo haría pagar a mí convirtiéndome en su esclava, en alguien que cumpliría una tarea tras otra desde la mañana hasta la noche y le calentaría las nalgas con una caña de bambú por el menor desaguisado.

Empeorando las cosas, yo no era la única “niña adoptada”, como nos llamaba la Señora, y tenía que compartir el espacio con Ranjana y Uma. La primera, que ya tendría unos diez años, mostraba dos facetas completamente distintas: ante la Señora era la sumisión personificada y a sus espaldas una arpía que trataba de emularla dándome casquetes y tirones de pelo sin la mínima razón.

Lógicamente, Ranjana me cayó mal de buenas a primeras. No obstante, fue Uma la que me dio realmente asco porque era rastrera y envidiosa. También mentía a toda hora y le gustaba difamarme, como si así se sintiese menos acomplejada ante Ranjana.

Las tres dormíamos en el suelo de un trastero que había tras la cocina. Las noches podrían ser agitadas si Ranjana tenía lo que ella denominaba calenturas, pues entonces nos exigía a Uma y a mí que la pusiésemos a gusto; así llamaba ella a las guarradas que nos veíamos obligadas a hacer.

Al ser yo la última del escalafón de aquel extraño hogar, las órdenes descendían de una a otra hasta llegar a mí. Si el Señor quería tomar chai, se lo diría a su mujer, ésta le pasaría el encargo a Ranjana, quien haría lo mismo con Uma, y al final sería yo la que preparase esa bebida.

De la misma forma, las reprimendas descendían por un tobogán ganando velocidad, y si, por ejemplo, el Señor se quejaba diciéndole a la Señora que el chai estaba frío o soso, habría un reparto general de castigos, a veces en la forma de un bofetón y otras con la caña de bambú, que aumentarían de fuerza hasta alcanzarme a mí.

Todos tenían derecho a darme órdenes, insultarme o pegarme sin que yo pudiese hacer nada al respecto. ¡Cuántas lágrimas derramé! En secreto, pues si me veían llorar corría el riesgo de recibir más palos con la típica excusa de “ahora te voy a dar una buena razón para sollozar!”.

Afortunadamente, yo era y soy una superviviente y me adapté a aquel agresivo entorno para conseguir salir adelante. Me ahorré coscorrones cumpliendo con las tareas antes de que me las impusiesen. Moví el trasero como una perra faldera y sonreí ante las afrentas. Me escabullí cuando fue posible para pasar ratitos a solas en algún rincón del jardín. Metafóricamente, también podría decir que le lamí el culo a todo el mundo, como lo hacía literalmente con Ranjana si a ella se le antojaba.

El Señor era un personaje lejano con el que manteníamos poca relación. Pasaba el día en un comercio que tenía en el bazar. Cuando regresaba, se encerraba en su despacho, donde tomaba un trago de licor tras otro hasta conseguir amodorrarse; de esa forma no escuchaba las recriminaciones que le hacía invariablemente la Señora acerca de lo que fuese:

“Eres era un gordo inútil”. “Bebes demasiado”. “La casa necesita una capa de pintura”. “La letrina está a rebosar”. “El perro de la vecina ha vuelto a cagarse frente a nuestra puerta”.

Lo más absurdo, que también debió ser mi mayor éxito, es que no recuerdo aquella época con tristeza, sino con la alegría que casi siempre sazona la infancia.

También me parece absurdo que no odiase más a las tres sádicas que trataban de amargarme la vida. De todos modos, y a pesar tragar estoicamente con todas las trastadas que me hacían, de vez en cuando me daba el gusto de cometer alguna pequeña venganza que no pudiesen incriminarme.

Mi adaptación a esa extraña situación incluyó aceptar que jamás se me permitiera cruzar la puerta de la casa y salir a la calle. Por supuesto, la Señora me lo había prohibido porque temía que huyese; pero ella, que aparte de mala era muy astuta, evitó que yo tuviese la mínima tentación de hacerlo amenazándome con toda clase de desgracias.

“Te van a morder los perros”. “Ese hombre que pasa todos los días con un saco a la espalda rapta a las niñas y se las come asadas”. “La vecina es una bruja y te echaría mal de ojo”. “Al policía del barrio le gusta manosear a las niñas”.

Yo, claro, me lo creía todo a pies juntillas como una cándida cría y me felicitaba de estar enclaustrada entre aquellas cuatro paredes. En mi vida no había un pasado ni habría un futuro, simplemente aquel presente en el que, al estar faltado de elección, no había ilusión ni sueños. Daba por sentado que sería siempre una esclava, que no me casaría ni pariría, que envejecería sirviendo al Señor y la Señora y después quizás a alguno de sus dos hijos, de los que uno vivía en Calcuta y el otro en Madrás.

Aparte de esos absurdos recuerdos libres de tristezas que mencionaba antes, fue asimismo absurdo que el tiempo transcurriese con rapidez. En algún que otro momento de enfado, pongamos por caso si me habían castigado de manera especialmente injusta, deseé que todo se viniese abajo, que la casa ardiese y todos nosotros con ella.

Pero nunca esperé que esos deseos se convirtiesen en realidad, como ocurrió cierta noche aciaga.

Aquel día habían llegado los monzones y llovía a cántaros. La Señora estaba recluida en su habitación aquejada de una dolorosa migraña. El Señor aprovechó su ausencia para darle a la botella un poco más de lo normal. Yo lavaba los platos y las cazuelas de la cena mientras Uma, que debería haberme ayudado, contemplaba hipnóticamente la lluvia sentada en el porche posterior.

De pronto, entre el estruendo de los truenos, se oyó un chillido que provenía del despacho del Señor. Yo me aterroricé doblemente: primero porque la que había chillado era la Señora y, como sucedía casi siempre cuando ella se enfadaba, mis nalgas tendrían muchas posibilidades de recibir una tunda; y segundo porque el chillido dio paso a unos sonoros gritos que fueron seguidos por el ruido de cristales rotos.

Entonces, Ranjana cruzó la cocina corriendo. Tenía la cara ensangrentada, lloraba a moco tendido y llevaba al aire sus tetas de adolescente. La Señora la había descubierto con las manos en la masa, o, mejor dicho, con la polla del Señor en la boca, y le había partido la nariz de un manotazo. Ranjana abandonó la casa corriendo y se perdió bajo la lluvia de la noche.

El ruido de cristales rotos lo hizo la botella de whisky con la que la iracunda Señora le partió la cabeza a su embriagado y calentorro marido. Os aclararé que yo sospechaba desde hacía tiempo que se estaba trajinando a Ranjana, putita que le seguía el juego a cambio de regalitos y propinas.

Nuestro mundo se vino abajo aquella noche. Cuando la Señora avisó al médico de la familia, éste diagnosticó que el Señor sufría un severo trauma craneal y avisó a una ambulancia para trasladarlo al hospital. El Señor falleció de camino hacia allí y la Señora terminó entre rejas. Al poco apareció en la casa una patrulla policial mandada por un suboficial que, según nos dijo a Uma y a mí, venía a buscar pruebas del crimen.

Todo el mundo sabe que la policía india es una de las más corruptas del mundo, sobre todo si, como en aquel caso, no se halla presente un oficial, pues entonces se comportan como unos auténticos bárbaros que podrán golpear, romper, robar, incendiar y, por supuesto, violar.

No sé como terminaría todo aquello, si se llevarían los objetos de valor y luego le prenderían fuego a la casa para no dejar rastros, porque cuando vi que tres de los policías venían a por nosotras con las peores intenciones y que ya le estaban arrancando la ropa a Uma, salí disparada al patio, salté la verja y me alejé corriendo por un descampado.

No sé cuantas veces tropecé, caí y me levanté. Llegué a una calle completamente embarrada, empapada y cubierta de arañazos. A pesar de llevar cuatro años viviendo en Hyderabad, desconocía completamente la ciudad y elegí un trayecto a ciegas. Después de haber permanecido enclaustrada tanto tiempo, el terror que sufriría cualquiera al hallarse perdido en medio de la noche, se multiplicaba por mil. ¡Yo era una niña pequeña y desamparada!

Avanzaba pegada a los muros. Veía sombras amenazantes por todos lados. Los ladridos de unos perros me obligaron a galopar hasta perder el aliento. Tuve que huir también de los faros de un automóvil que únicamente dejó de perseguirme cuando me metí por un callejón estrecho y oscuro. Desde allí escuché las voces de sus ocupantes masculinos maldiciéndome.

Al oír que el coche se alejaba, suspiré aliviada; pero ese respiro se desvaneció en un santiamén cuando un hombre invisible que se hallaba a corta distancia me preguntó desde la penumbra: “¿Te has perdido, pequeña?”.

El tono ronco de su voz me provocó un escalofrío. El tipo se acercó a mí y retrocedí hasta que mi espalda topó con un muro. A pesar de la oscuridad, vi como alargaba la mano.

Creo que cada religión tiene sus buenas cosas y que el cristianismo se lució inventando al ángel de la guarda. Lo menciono porque fue entonces cuando apareció el mío por primera vez en mi vida, y lo hizo tomando la forma de una mujer que le advirtió al hombre: “Me parece que quien anda perdido, y mucho, eres tú”.

Debido a la falta de luz, yo no había visto que el muro en el que apoyaba la espalda pertenecía a un pequeño templo dedicado al Dios Shiva y que en su interior se encontraba una santona que se habría refugiado de la lluvia.

Ella, que hablaba a través de una abertura, prendió una vela y me dejó alelada: era una auténtica santona “naga”, lo más alto en la jerarquía de los religiosos hindúes. Su perforante mirada me pareció dulce, pero el hombre que pretendía “ayudarme” seguramente que opinaría diferente, pues se apresuró a desaparecer de escena con la cola entre las piernas.

Unos minutos más tarde, yo me estaba calentando ante una hoguera y sorbía un delicioso chai especiado. Aún no imaginaba, ¿quién podría?, que mi esclavitud hubiese terminado, que aquella buena samaritana sería mi gurú, pero también una segunda madre, que yo me convertiría en una santona “naga” y que, tras varias décadas de aprendizajes y peregrinaciones, terminaría llegando aquí, a la cumbre de esta colina cubierta de jungla en la que construiría mi áshram, adónde vosotros, mis queridos seguidores, venís a visitarme todos los años. Sí, aunque soy una sadhu hindú, creo fervientemente en el ángel de la guarda de los cristianos”.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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