En mi tierra, el Indostán, creemos firmemente que nada pasa por casualidad, que todo está cómo debe de estar y es porque ha de ser. Tal certidumbre nos da fuerzas para encarar sin histerismo las vicisitudes con las que la vida trata de sorprendernos. Además, al tener asimismo claro que nosotros nos hallamos aquí para aprender, cada nueva experiencia es bienvenida por ardua que sea.
La historia que voy a narrar sucedió a finales del mes de agosto de un año en que las lluvias estaban siendo bastante generosas. Yo acompañaba a mi maestro hasta la ciudad para intentar conseguir unos libros difíciles de encontrar.
Los paisajes que veíamos desde las ventanillas del tren eran los de un mundo cubierto de agua. Este hecho aportaría abundancia de arroz, verduras y frutos, aparte de lograr que las temperaturas se suavizasen durante unos meses.
En mi país las lluvias son un bien divino que agradecemos, a pesar de que a veces vengan acompañadas de algunos desastres, así que ni mi maestro ni un servidor nos alteramos cuando el trayecto de ocho horas se vio interrumpido para esperar a que reparasen un puente. Éste aun temblaba después del susto que había sufrido al ver llegar toneladas de agua, troncos, barro e incluso rocas, que lo habían atacado sin muchos miramientos por encima, por debajo y por todos los lados.
La imprevista parada fue en una estación diminuta que, por no tener, no tenía ni pueblo ni bazar y se hallaba en medio de unos arrozales que estaban rodeados por la jungla.
Ya oscurecía cuando anunciaron que pasaríamos la noche allí. Los pasajeros se esparcieron por el inexistente andén improvisando un campamento tan largo como el tren. Se extendieron telas sobre las que sentarse, se encendieron hogueras y, como por arte de magia, aparecieron cazuelas en las que se hervía arroz y lentejas acompañados de algunas verduras. Si faltaba alguna cosa, los habitantes de la zona que iban llegando de diferentes direcciones se encargaban de aportarla al multitudinario picnic.
Aquí y allá se escucharon instrumentos musicales al ser afinados y, en cuanto comenzaron a sonar, fueron acompañados por voces anónimas que en aquella ocasión parecían de los mejores cantantes.
Con los estómagos satisfechos y el cansancio en los cuerpos, entró en escena una coral de roncadores que invitaba a imitarles. Al fin solamente quedamos un pequeño grupo alimentando y rodeando al último fuego. Como si siguiésemos unos turnos que nadie había establecido, cada uno contaba historias y anécdotas de su pueblo, que es nuestra manera de presentarnos.
Un anciano de semblante triste y cubierto de arrugas, que era de aquellos alrededores y a quien acompañaba su nieto, habló así:
“Esta es una tierra de tigres; ellos estaban aquí mucho antes que nosotros y siempre hemos respetado su primacía. Durante inmemoriales generaciones entramos en la jungla a buscar madera caída que no era necesario cortar, a recoger frutos que no habíamos plantado o llevábamos a pastar a nuestro ganado. Siempre lo hicimos respetando todo lo creado y, muy especialmente, al señor de los bosques, al tigre, el cual, con toda su sabiduría, nunca nos molestó y a quien pocas veces veíamos, aun sabiendo con seguridad que se hallaba cerca.
Sin embargo, todo esto se alteró hace unos meses cuando él empezó a salir con frecuencia de la jungla dando paseos por los arrozales y acercándose a las vacas como si por primera vez estuviese interesado en nuestra vida. Entonces, hará de ello un par de semanas, mató a un becerro de búfalo, del que solamente encontramos los huesos. ¿Qué había sucedido? ¿En qué le habíamos ofendido? No lo sabíamos. Asustados por el cambio, empezamos a rezar, e incluso le obsequiamos con alguna comida pidiéndole que no nos dejara sin ganado. Todo siguió tranquilo hasta anteayer, cuando mi nieto llevó el rebaño a pastar donde lo había hecho siempre”.
Aquí, el anciano le cedió la palabra al niño, quien, emocionado por ser el centro de atención, nos relató:
“Estábamos en el arroyo bebiendo agua cuando tuve la sensación de tener a alguien a mis espaldas. Me giré con la tranquilidad de que era alguno de mis amigos que también había traído su ganado. Y allí se encontraba él, el amo y señor de la jungla. Un tigre que, por su tamaño, me pareció un elefante. Lo tenía tan cerca que hubiese podido tocarlo con sólo extender el brazo. En un instante los búfalos y las vacas corrían en desbandada hacia casa, mientras él pasó por mi lado sin mirarme, trotando con tranquilidad, calculando cada movimiento, siguiendo las vacas hasta decidir cuál quería. Eligió la más grande y gorda, que por haber parido recientemente tenía las ubres llenas de leche. Saltó sobre su espalda como haría un experto jinete, aferró su cabeza con las garras y, con un rápido movimiento, le partió el cuello como si fuese una caña. Al escuchar el ¡clak! salí de mi aturdimiento y corrí enloquecido hasta casa gritando el desastre que acababa de suceder”.
Yo estaba atónito al imaginar a aquel niño, que no tendría ni diez años, enfrentándose a un enemigo tan colosal y a un peligro de tales proporciones.
“Encontramos a la vaca muerta”, dijo el abuelo continuando con la narración; “el tigre la había dejado sin leche y sin sangre. Adivinamos que regresaría por la noche para hartarse. Allá la abandonamos sabiendo que no podríamos hacer nada. Por la mañana llegó mi hijo mayor de la ciudad; siendo un hombre de carácter fuerte, se enfadó y enfureció, maldijo al tigre asegurando que acabaría con él. Nadie logró convencerle para que cambiara de idea. Cogió la escopeta y algo para comer, y entró en la jungla, de donde jamás regresaría. Esta tarde hallamos el arma y, cerca de ella, escondido en la espesura, el cadáver de mi hijo. El tigre lo había matado sin alimentarse con él, como si se hubiese limitado a ejecutarlo sin creer que su carne pudiese ser comestible”.
La historia era demasiado triste y dramática como para que nadie hiciese algún comentario, y nos quedamos en silencio observando las ascuas moribundas de la fogata.
Solamente cuando hubo pasado un rato, mi maestro preguntó al anciano: “¿A qué se debía que tu hijo tuviese una escopeta?”.
“En realidad”, respondió el otro, “es la única arma que hay por estos alrededores; él la trajo de la ciudad hará ahora un año al regresar de vender una buena cosecha. A mí no me gustó, y le dije que una herramienta que solamente servía para matar, no era una buena cosa; pero él afirmó que con ella solucionaría los eternos problemas económicos de la familia. Y así fue, pues empezó a cazar ciervos y otros animales de los que la jungla está llena y por los que pagan buenos precios en el mercado, ya sea por las pieles o por la carne. Al mismo tiempo que las arcas familiares se llenaban de dinero y la casa de lujos que antes ni habíamos soñado, él se iba convirtiendo día a día en un cazador profesional olvidándose de lo que significaba ser campesino, de lo que era vivir en armonía con la tierra”.
El entristecido anciano calló dando por terminada la conversación y, levantándose, partió hacia su casa seguido de su nieto, perdiéndose en la oscuridad de los campos. Era hora de dormir, y así lo hicimos sin pronunciar una palabra más.
Al despertar de madrugada bajo un cielo enrojecido encontré a mi maestro preparando chai en una pequeña hoguera.
“¿Qué te parecería si dejásemos que el tren partiese sin nosotros?”, me propuso. “No tenemos ninguna prisa y me gustaría pasar un par de días por aquí”.
“Sí, claro que sí”, respondí sin pensarlo, pues, aunque un buen maestro nunca da órdenes, el alumno estará siempre dispuesto a seguirle a pesar de que, como en aquel caso, no entienda las razones; de no ser así, más valdría que uno dejase de ser maestro y el otro de ser alumno.
Con nuestro limitado equipaje sobre la cabeza, empezamos a andar apartándonos de las vías del tren y seguimos por uno de los senderos que cruzaban entre los arrozales. Cuando encontrábamos a alguien nos informábamos acerca de dónde vivía el anciano de la noche anterior, y, así, pronto llegamos a la pequeña granja familiar, de la que salieron a recibirnos varias generaciones de la misma familia con el abuelo al frente.
El buen hombre se mostró encantado con nuestra visita y nos invitó a desayunar con ellos. Después de sentarnos, mi maestro le dijo que tenía la intención de entrar en la jungla para dar un vistazo a los lugares en que habían ocurrido los dramáticos sucesos de los días anteriores.
“Solamente os pido que me guiéis hasta allí y después me dejéis solo”.
A mí me dijo que le esperase en la casa, y, sin más, partió acompañado por uno de los hermanos del fallecido.
Yo me lo pasé de lo mejor charlando todo el día con los chicos de mi edad y escuchando encantado las anécdotas de aquellas tierras, porque para mí la jungla seguía siendo un sitio que, por desconocido, también me resultaba tenebroso.
Cuando atardeció sin que tuviésemos noticias de mi maestro, todos empezamos a inquietarnos. Se hacía de noche y, a pesar de que nadie lo dijese, los presentimientos que nos invadían eran de lo más tétrico. Yo levantaba continuamente los ojos del fuego para dirigirlos hacia la jungla; sabía que aquella era la hora en que los depredadores salían en busca de su cena, y que el maestro había partido sin llevarse comida ni nada con que hacer fuego. Al fin nos dormimos sin querer creer lo que temíamos.
No recuerdo los sueños de aquella noche, pero sí que desperté muy tranquilizado y sin pensar en dramas; era la habitual posición positiva que me ayuda a encarar la vida con optimismo. Pero se quedó en nada si la comparo con la alegría que me invadió cuando llegó corriendo uno de los chavales de la familia gritando:
“¡Ya viene! ¡Ya vuelve!”.
Efectivamente, era mi maestro. Aunque estaba evidentemente cansado, se le veía tranquilo y contento. Saludó al abuelo en silencio y éste clavó la mirada sus ojos. Solamente después de llenar nuestros estómagos con un buen desayuno, nos contó cómo había pasado las últimas veinticuatro horas.
“Tenéis una bella jungla y podéis estarle agradecidos a la madre naturaleza por lo mucho que os regala. He visto los árboles sabios y milenarios en los que viven los pájaros y los monos. También he conocido a los ciervos y a los lobos, y al tigre y a sus tigresas. Todos me han dicho lo mismo: que el equilibrio y la armonía del bosque fueron rotos después de muchos milenios por la escopeta de tu difunto hijo. Él, sin darse cuenta de lo que hacía, y no para alimentarse sino por codicia, estuvo diezmando a los ciervos y demás parientes suyos hasta obligar al señor tigre a alimentarse con vuestro ganado, el cual, según dice, no le apetece mucho. Ahora los animales quieren acabar con vuestra disputa vecinal y solamente os piden como prueba de amistad que destruyáis la escopeta de la discordia. Después todo volverá a ser como siempre ha sido, todo volverá a ser cómo ha de ser, y podréis recoger la leña que no haya que cortar y los frutos que necesitéis para comer, sabiendo que sois bienvenidos dentro de la jungla”.
Mi maestro calló y luego se levantó para buscar un lugar fresco donde dormir el sueño atrasado.
El abuelo trajo la escopeta y, sin pronunciar una palabra, la entregó al que ahora era su hijo mayor. Éste la puso sobre el fuego dejando que el hierro se fundiese y la madera quemase. Una hora más tarde no quedaba ni rastro de ella y la familia se dispersó, cada uno por su lado, dedicándose a sus tareas.
Por primera vez yo no creía ni entendía a mi maestro. No creía que se pudiese hablar con las bestias y con los árboles, y no entendía porqué daba aquella seguridad a los aldeanos con el riesgo de provocar que, un día u otro, alguien más acabase muerto dentro de la jungla.
Estaba sentado con tales dudas dentro de mi cabeza cuando apareció uno de los nietos con las cuatro vacas, el toro y un par de cabras de la familia.
“Los llevo a pastar, ¿quieres acompañarme?”, me preguntó.
Hacía un buen día y me apetecía un paseo, así que me apunté a la excursión. Siguiendo el lento ritmo del ganado, cruzamos los campos acercándonos al muro verde que se levantaba frente a ellos. Caminábamos hacia un lugar que yo desconocía totalmente porque, aunque la jungla quedase a pocos kilómetros de la casa de mis padres y de la escuela, jamás había cruzado aquella frontera natural que la separaba del mundo de los humanos. Disimulando mis temores, fui siguiendo a aquel muchacho que se paseaba por allí como lo haría por el patio de su casa.
La poca imaginación, y supongo que también el miedo, no me habían permitido prepararme para lo que encontré, para tanta belleza, tanta fuerza, y para tanta vida como hallé bajo la espesura. Fue como si llegase a otro planeta al que sería imposible comparar con el soso decorado que los hombres hemos organizado. ¡Qué colores! ¡Qué alboroto! ¡Qué sensaciones! ¡Cuántos pájaros y animales pequeños y grandes que no había visto ni tan siquiera en los libros! Realmente me hallaba en otro mundo que me recibía con amor, y mis temores se desvanecieron.
Las vacas nos fueron mostrando el camino que conocían de sobra mientras el chico me iba presentando a los animales con los que nos encontrábamos: “Mira, por allá va una pareja de lobos. ¿Ves allí, sobre aquella roca?, aquella serpiente es una cobra; la más rápida, la más poderosa y la más lista; salúdala con respeto y nunca te hará daño, pues sabe que es la más fuerte y no le tiene miedo a nadie. Aquel de allá es un ciervo ladrador; es pequeño como una cabra, pero tan rápido que las panteras ni se molestan en atacarle. Aquellas coloridas garzas se encargan de dar la voz de alarma cuando se acerca algún animal peligroso, recuerda su canto”.
Era un no parar: cada momento aprendía algo nuevo y cada momento estaba más sorprendido. ¡Qué mundo tan maravilloso! ¡Qué paz! ¡Cuánto desconocimiento tenía de la madre Tierra! Casi sentía vergüenza de mi incultura. ¡Estaba a punto de ingresar en la universidad y descubría que, en cierta forma, seguía siendo analfabeto!
Permanecimos sentados un buen rato encima de una gran roca cubierta de musgo, desde donde era posible vigilar al ganado, hasta que empecé a sentir sed.
“Sigue por aquel sendero”, dijo mi guía, “y pronto encontrarás una fuente con buena agua”.
Aquella fue una nueva experiencia, ya que la jungla está hecha para la soledad; y creo que, al moverme a mi aire bajo el techo verde, me sentí feliz como nunca lo había sido antes.
Pronto empecé a escuchar el canto del agua que me orientó hasta el manantial. Éste formaba una pequeña charca transparente de la que salieron corriendo y volando diferentes animales, pájaros e insectos.
Mientras bebía tuve una nube de mariposas montando una bella coreografía aérea por encima de mí. El agua estaba fresca e invitaba a tomar cantidades de ella.
Entonces, al levantar la vista, recibí el mayor susto de mi vida porque, a pocos metros, y quieto como una estatua, se encontraba el tigre mirándome con seriedad. Mis piernas y mis brazos empezaron a temblar sin control y mis dientes, a castañear. El miedo colapsaba mi mente, y no sé porqué reaccioné cómo lo hice. Dándome la vuelta, mis piernas se pusieron a correr como si yo pudiese ser más rápido que el tigre. Pero no había dado ni cuatro pasos cuando él ya me hacía caer de un golpe igual que lo haría alguien aplastando a un mosquito. Me sentí como el ratón en manos del gato que no saca las uñas porque tiene ganas de divertirse un rato.
Noté que mis pantalones se humedecían. Cada vez que me levantaba para intentar inútilmente huir, él me dejaba dar unos pasos antes de tumbarme de nuevo, solamente con un empujón, y yo volvía a dar con las narices en el suelo.
Un tigre es un animal de gran tamaño que puede llegar a pesar trescientos kilos, pero que se convierte en inmenso si lo tienes encima. Después de la tercera caída, me quedé inmóvil, agotado, jadeando y llorando. Y así estuvimos, quietos, por unos momentos que parecieron siglos, con su gran boca cerca de mi cara y con aquella terrible mirada que parecía sonreír.
Entonces, dentro de mi cabeza, escuché la voz de mi maestro diciendo: “Tranquilo, no ves que solamente quiere jugar”.
A continuación, como si alguien tomase el mando de mi cuerpo, me sorprendí, atónito, haciendo algo completamente absurdo: levanté lentamente el brazo y, acercando la mano hasta su frente, empecé a rascarle entre los ojos igual que había hecho muchas veces con sus hermanos pequeños los gatos. ¡Y él cerró los párpados ronroneando! ¡Dios mío, era cierto! ¡El tigre no quería mi carne, sino mi amistad!
Fue un momento mágico en el que creí de nuevo en mi maestro. ¡Todo se hallaba igual que unos momentos antes, pero la realidad había cambiado! Seguía llorando, pero mis lágrimas tenían un significado muy distinto. El corazón me iba a mil y yo temblaba, pero ahora era de alegría.
Aquel día murió la parte de mí interesada en la ingeniería que soñaba con un futuro de hombre rico en la capital, y supe que me quedaría allí para vivir entre la naturaleza, como pastor de ganado, viniendo todos los días a jugar dentro del paraíso, lejos, muy lejos, de la vida artificial.
Fin.
*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.
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