Relato divergente. Esa niñita de mirada traviesa

Yo soy esa niñita de mirada traviesa que aparece en esta foto de hace veintidós años. Pero no quiero hablaros de mí, sino del simpático hombre que estaba a mis espaldas, mi padre Rajendra Kumar, quien preparaba y sigue preparando el mejor chai de Paharganj, el barrio de Nueva Delhi que se halla junto a la estación central de los ferrocarriles. A pesar de ser un brahmán muy devoto de Shiva, el dios que destruye a los malos y protege los buenos, y cumplir a rajatabla con las tradiciones milenarias de nuestra casta, mi padre era y es un hindú atípico en muchos aspectos.

Relato divergente. Esa niñita de mirada traviesa

Los responsables de ello fueron en parte tres amigos suyos a los que mi abuela acusaba de ser unas amistades peligrosas, aunque, en mi opinión, no lo fuesen en manera alguna. También se les podría considerar unos indios poco comunes, pues uno de ellos, Farrokh, era parsi, el otro, Abraham, judío, y el tercero, Karma, budista: tres religiones realmente minoritarias en nuestro país. Los hindúes fanáticos, que son obtusos como todos los extremistas, los consideraban extranjeros, igual que a los musulmanes, y olvidaban que los parsis seguidores de Zoroastro vinieron de Persia hace más de mil años, aproximadamente el mismo tiempo que ha existido una comunidad judía en Kerala, al sur de la India. En cuanto al budismo, los extremistas parecen olvidar que nació en la India hace más de dos mil cuatrocientos años. Lo que más les molesta del budismo es que niega el sistema de castas y lo considera simplemente una aberración.

Mi padre empezó a relacionarse con Farrokh, Abraham y Karma porque iban todos los días a tomar chai en su puesto; o sea que a esa bebida podría considerarse la primera responsable del “mal camino” que él escogió. Aunque, por supuesto, se debió sobre todo a su carácter campechano y a que le gustara intercambiar ideas filosóficas con los demás, pues tenía una mente abierta y, en vez de cerrarse en banda, siempre estaría dispuesto a escuchar nuevos puntos de vista.

Yo me encontraba presente la mañana en que Karma sembró la semilla que, al brotar, alteraría radicalmente la forma de pensar de mi padre y también marcaría mi futuro: “La lección de Buda que considero más importante tiene que ver precisamente con sus enseñanzas, acerca de las que dijo que no deberíamos darlas por buenas ni aceptarlas a ciegas sin reflexionarlas profundamente antes de decidir personalmente en uno u otro sentido”.

A mí también me afectó escuchar aquella sabia afirmación que contradecía las fórmulas de otras religiones que negaban el libre albedrío y exigían a sus devotos que se limitaran a cumplir con sus dogmas, como si fuesen borregos faltados de discernimiento.

Pero no habíamos terminado, y si Karma había puesto la semilla, luego fue Abraham quien la regó añadiendo: “En un apartado de la Biblia consta que Dios le dijo al hombre que tenía el derecho y la obligación de decidir por sí mismo, pues la elección entre el bien y el mal no tendría valor alguno sin hallarse de por medio el libre albedrío”.

Hoy, convertida ya en mujer adulta, imagino a mi padre dándole vueltas a tan determinante concepto. De todos modos, al ser un hombre inteligente y práctico, por el momento se guardó para sí las conclusiones a que llegó y, supongo que para ahorrarse confrontaciones innecesarias, jamás se las mencionó a unas guerreras como mi madre y mi abuela.

No obstante, a mí sí que me dio sutilmente alguna indicación al respecto cuando, tras cumplir yo once años y tener mi primera regla, la abuela me aterrorizó al comentar que pronto tendrían que empezar a buscarme marido. Mi padre esperó a que estuviésemos a solas para tratar de tranquilizarme explicándome por lo bajo: “Te juro que serás la única persona que decida acerca de tu vida, ya sea para escoger los estudios que quieras realizar o con quien desees casarte. Pero es muy importante que por el momento no se lo digas a nadie, ni tan siquiera a tu hermanito o tu mejor amiga, pues, de otra manera, la familia y la sociedad en general se confabularían para que no fuese así. ¿Entendido?”.

Siempre había amado a mi padre con locura, pero en ese instante empecé a respetarlo realmente y, abrazándole emocionada, le pegué un besazo con el que conseguí humedecerle los ojos. Sin embargo, dudé que él pudiera enfrentarse con éxito a mi abuela, la líder que dirigía el clan familiar con mano dura. Ella nunca sonreía, y yo pensaba que habría nacido enfadada. Aunque también podría ser que se hubiese convertido en una persona amargada cuando, a los catorce años, la separaron de sus padres y hermanos al casarla con un desconocido que le doblaba la edad.

Empeorando las cosas, su marido, que era un bruto insensible y la aterrorizaba con su dura mirada, no vivía en Agra como ella, sino en Delhi, ciudad en la que la pobre se convirtió, según sus propias palabras, en la esclava de su malcarada suegra y sus cizañeras cuñadas. Éstas no le daban un momento de respiro obligándola a realizar docenas de tareas desde que se levantaba por la mañana hasta que, agotada, se acostaba por la noche y tenía que satisfacer a su marido en la cama.

Valga aclarar que la situación de mi abuela no fue insólita, sino todo lo contrario, pues, siguiendo la tradición, la mayoría de chiquillas hindúes pasaban por las mismas vicisitudes al ser casadas con unos hombres a los que, como mucho, habrían visto una vez sin tan siquiera llegar a mantener una conversación con ellos. En este tipo de bodas no entraba para nada el amor y eran más parecidas a un negocio que se llevaba a cabo entre las dos familias. Siguiendo asimismo la tradición, esas jovencísimas esposas iban a vivir invariablemente en la casa del marido y, por lo general, ésta se hallaba en otra población en la que no tenían amistades. Mi madre también pasó por este trance, pero con la salvedad de que la fortuna estuvo de su parte porque el hombre desconocido con el que la casaron a los dieciséis años y sería mi futuro padre, era un buenazo que se enamoró perdidamente de ella y siempre trató de hacerla feliz.

Para llegar a convertirse en la líder de la familia, mi abuela tuvo que ganárselo a pulso durante toda su larga vida. Empezó a escalar en la jerarquía del clan al parir un niño tras otro hasta sumar cuatro, el primero de los cuales fue mi futuro padre. De haber sido niñas, como les sucedía repetidamente a sus cuñadas, habría recibido reproches en vez de halagos. Pero al traer varones a la familia, su suegra empezó a tratarla mejor y, para que pudiese cuidar debidamente de su progenie, redujo sus obligaciones domésticas, como barrer, hacer la colada, traer cubos de agua del pozo público, que había al final de la calle, o encalar las paredes de la casa.

Lo que no mejoró fue el trato que recibía de su marido, quien le pondría buena cara ante su madre pero que la calentaba sin razón alguna cuando estaban a solas. Lógicamente, mi abuela temía a ese malnacido, y si así le sucedía a una guerrera como ella, ya se podrá imaginar el terror que sentía yo cuando era pequeña y, por la razón que fuese, tenía que permanecer a su lado. Bueno, aparte del miedo que me provocaba, también estaba el asco, pues mascaba betel y siempre tenía su apestosa boca enrojecida. El día en que murió atropellado por un camión creo que, en vez de pena, toda la familia se sintió aliviada. Recuerdo que, después de ver cómo su cadáver se consumía en la pira funeraria, esa noche la abuela hizo algo tan insólito como fue sonreírse ante el espejo. Lo sé con seguridad porque, jugando con otros críos, me había escondido bajo la cama. Desde allí también escuché como se felicitaba a sí misma por haber alcanzado la cima de la jerarquía familiar gracias a sobrevivir a su marido.

Al tener a todos sus hijos e hijas casados, a partir de aquel momento la abuela pudo dedicar su atención a organizar la vida de sus nietos. Con cada año que transcurría, se multiplicaron las discusiones que mantenía con papá por mi causa; ella insistiendo en que me hallaba en edad de casarme y él aduciendo que los tiempos habían cambiado y la gente ya no se casaba tan joven como antes. Papá también se excusaba diciendo que su puesto de chai no daba para mucho, al menos no para aportar la cuantiosa dote que se necesitaba si querían encontrarme un buen partido.

Pero lo que al final resultó más determinante para que papá se saliera con la suya, y yo con la mía, fueron mis éxitos escolares porque, gracias a mi dedicación a los estudios, lograba ser invariablemente la primera de clase. Por este lado, y sin que por supuesto se enterasen ni la abuela ni mi madre, que era su cómplice en las cuestiones casamenteras, quien me abrió las puertas al orientarme y aleccionarme debidamente para conseguir una beca tras otra fue Farrokh, el amigo parsi de papá que enseñaba ciencias naturales en la reputada Universidad de Delhi y, además de conocer los pasos que debería dar, tenía los contactos necesarios para conseguir que se me abriesen todas las puertas.

Aunque mi abuela y mi madre nunca dieron su brazo a torcer, poco a poco y a regañadientes fueron aceptando que yo, por el momento, siguiese estudiando en vez de casarme y formar una familia. De todos modos, ambas se tiraron de los pelos el día en que, cuando ya esperaban que diese por terminados mis estudios, me matriculé para cursar la carrera de biología en la universidad. Mis resultados escolares en la escuela y el instituto habían sido espectaculares, pero los universitarios incluso los superaron, y antes de que terminase mi último curso ya recibí una oferta para trabajar en un proyecto de las Naciones Unidas en Ladakh, al norte de la India. ¡Qué orgulloso estuvo papá y cómo se desesperaron la abuela y mamá cuando se lo conté!

Debido a mi absoluta dedicación a los estudios, durante aquellos años prácticamente no mantuve la menor relación social y buscaba excusas para no acompañar a las otras chicas si me invitaban a ir a algún festejo. Poco a poco, mis amigas de la adolescencia se casaron y se olvidaron de mí dejándome como un caso perdido. Aprovechaba los sábados y los domingos para estudiar con más ahínco todavía. Si me veía obligada a acudir a una fiesta familiar o a asistir a una celebración religiosa, lo consideraba una pérdida de tiempo y pasaba el rato repasando mentalmente las asignaturas que estuviese estudiando en aquellos días. Estudia, estudia, estudia. Era una razón más para que mi madre y mi abuela se preocupasen por mí.

Con ello, claro, no presté la menor atención a los chicos y nunca tuve un principio de enamoramiento. Al plantearme mi absoluta falta de interés hacia el amor y el sexo, pues jamás se me ocurrió masturbarme, a veces me preguntaba ante el espejo si yo era fría igual que un témpano, como me había espetado un chico al que di calabaza. Supongo que cualquier mujer occidental opinaría de forma parecida si le confesase que cumplí los veinticinco años siendo virgen en todos los aspectos, porque ni tan siquiera había besado a un hombre. El punto de vista de las mujeres indias sería casi unánime en otro aspecto: iba camino de convertirme en una solterona. Ahora, tras haber transcurrido varios años y gracias a la mejor perspectiva que me da el tiempo, pienso que, aparte de ser una aplicada estudiante y luego una reputada bióloga, era sosa y aburrida. Además, estaba siempre tensa y sonreía tan poco como mi abuela.

Cuando estaba a punto de completar mis tareas en el Ladakh tras permanecer allí más de siete meses, recibí una nota de mis superiores de las Naciones Unidas en la que, aparte de felicitarme por haber cumplido debidamente con mi trabajo de campo a cuatro mil metros de altitud, me preguntaban si estaría dispuesta a participar en un nuevo proyecto que se iba a llevar a cabo en Tanzania. Pegué un brinco de alegría y acepté sin dudarlo. ¡Saldría por primera vez de mi país e iría a África! ¡Si el exotismo del Ladakh y sus gentes ya me había seducido, ¿qué sentiría entre los africanos?!

Una semana más tarde me despedía de mis familiares en Delhi y me disponía a volar hacia Dodoma. En esta ocasión, incluso a mi padre le pareció una locura que fuese a África; y cuando junto a mi madre y mi abuela me acompañó al aeropuerto, ninguno de los tres dejó de refunfuñar: él diciendo que sería devorada por un león, mi madre asegurando que me violarían al descender del avión, y la abuela repitiendo por enésima vez que el puesto de una mujer estaba en su hogar y no en medio de la sabana.

Lo que más me impresionó de Tanzania al principio fue la simpatía y la exagerada estatura de sus hombres y mujeres, que me hacían sentir como una enanita. Pero esto solamente fue antes de que me llevaran al Parque Nacional del Kilimanjaro y contemplase boquiabierta la inmensidad de la sabana llena de animales, desde elefantes hasta jirafas y cebras, teniendo a aquella emblemática montaña al fondo. ¡Cuánta belleza! ¡Qué impresionante! Estaba en la gloria. Por milésima vez agradecí a mi padre que me hubiese animado a seguir mi camino en la vida.

Mi destino era una población a la que se podría denominar bastarda porque había sido creada recientemente. En ella se hallaban la administración del parque y la delegación local de las Naciones Unidas, que compartían el espacio con la gente local que trabajaba para ambas y también con una tribu Masái, que estaba abandonando paulatinamente la vida nómada, aunque seguía dedicándose exclusivamente al pastoreo de sus manadas de vacas.

No había edificios de cemento, sólo cabañas de madera. A mí me hospedaron en una que se asentaba sobre unos zancos, a la que se subía por una corta escalera. Después de instalarme, me senté en el porche para observar la puesta de sol. Pero al poco corrí en busca de mi ordenador porque necesitaba expresar lo que sentía. Entonces, cuando acababa de escribir: “Tengo la sensación de que mi vida va dar un giro radical en este memorable día”, sucedió realmente así, al ver venir a un sonriente occidental que me pareció el hombre más atractivo del mundo. Le calculé unos treinta y pocos años. Tenía el pelo y los ojos negros, la piel dorada por el sol, la cara larga, el cuerpo atlético de quien ha andado muchos kilómetros, y mostraba la seguridad del trotamundos que ha visto de todo y no se asusta de nada. Al contrario que yo, que vestía unas prendas absolutamente nuevas que había adquirido dos días antes en un bazar de Delhi, él llevaba unos deshilachados pantalones cortados a la altura de las rodillas que eran del mismo color pajizo de la tierra. Iba con el pecho descubierto y calzaba unas botas muy gastadas. Pero lo más sorprendente fue mi reacción, pues sentí por primera vez atracción física por un hombre y deseé hacer algo tan pecaminoso, según la cultura india, como lo sería abrazarle y cubrirle de besos a pesar de no ser mi marido y sí un completo desconocido.

Me saludó levantando la mano mientras se acercaba, luego trepó los escalones de dos en dos, y, dejándome patitiesa, se acuclilló y me plantó un beso en cada mejilla. Mi sistema emocional estalló, ¡boom! De una parte, quise reprocharle que se hubiese propasado de tal manera, y de otra deseé ardientemente clavar mis labios sobre los suyos, que por cierto eran carnosos y muy atrayentes. No obstante, lo que hice fue observarle en silencio porque no sabía qué decir ni qué hacer. Sin pedirme permiso, se sentó junto a mí y se presentó diciendo que se llamaba Claude y había nacido en la parte más bonita de Francia, Provenza, la tierra de la lavanda. Después me explicó que trabajaríamos juntos en el mismo proyecto.

Tras esforzarme en perdonarle sus impertinentes besos, pensando que serían la forma tradicional de saludarse entre los franceses, y tras recriminarme mi falta de mundología, me gustó la campechanería de Claude y me cayó inmediatamente simpático.

Mientras contemplábamos los colores del ocaso sobre la sabana, estuvimos charlando un rato contándonos un poco la vida. Claude había trabajado para las Naciones Unidas desde que terminase la carrera de biología, y durante los últimos años había estado en Sumatra, Java, Malasia, Madagascar, Perú y Ecuador. Pero mientras residía en esos países había descubierto que era un viajero nato y, cuando tenía vacaciones, aprovechaba para visitar otros lugares; según dijo, su preferido era la India, que había recorrido de arriba abajo y la conocía mucho mejor que yo.

Esa noche, acostada en mi cabaña observando hipnóticamente las luciérnagas que trepaban por la mosquitera, deseé que Claude estuviese a mi lado. Más tarde tuve unos sueños muy eróticos, de los que él formaba parte.

Tardé una semana en aceptar que me había enamorado perdidamente de Claude. Todos los días esperaba ansiosamente los dos besos que me daría en las mejillas para saludarme o despedirse. En cierta forma, me decepcionaba que él no fuese más allá y empezaba a preguntarme si es que acaso no le gustaba una chica india pequeñita como yo y con la piel morena.

Mis deseos se convirtieron en realidad una noche en que los masáis celebraron una fiesta a la que nos invitaron. Nos entonamos con licor de palma y también fumamos un poco de maría. Estuvimos bailando alocadamente hasta pasada la medianoche siguiendo el ritmo de diferentes instrumentos de percusión.

Más tarde Claude me acompañó hasta mi cabaña. Cuando se inclinó para darme los dos besos rituales, nuestros labios se juntaron accidentalmente y, para decirlo con pocas palabras, los acontecimientos se precipitaron. Soy incapaz de hallar la forma adecuada para expresar el placer que sentí. Podría compararlo a estar imantada, pues hubiese querido permanecer eternamente con sus labios sobre los míos y mi cuerpo pegado al suyo. Solamente reaccionamos al oír las voces de alguien que se acercaba; entonces nos miramos en silencio y yo, sin pararme a reflexionar acerca de lo que iba a hacer y dejándome guiar simplemente por la ley del deseo, cogí a Claude de la mano y trepamos los cuatro escalones que llevaban a mi cabaña. Aquella noche, después de hacer todo lo que jamás haría una buena chica india, mientras me dormía abrazada a Claude me pregunté bromeando si a mi abuela le parecería peor que me hubiese acostado con un hombre sin estar casada debidamente o que éste no fuese un brahmán.

Desde aquel día Claude y yo compartimos la cabaña y la vida. Estábamos enamorados y nos lo pasábamos en grande haciendo porquerías en la cama. La alegría también formaba parte de nuestros días porque nos gustaba el trabajo creativo que llevábamos a cabo. Durante los siguientes años estuvimos en Gabón, Malí, Brasil, en las islas Canarias, las de Cabo Verde, La Reunión y las Fiji.

De vez en cuando hacía alguna escapada para ir a ver a mis padres en Nueva Delhi; pero iba a solas y nunca les hablaba de Claude. Supongo que temía su reacción, sobre todo la de mi madre y la de la abuela, que seguían refunfuñando porque siguiese soltera. Aunque, de otra parte, no les hiciesen ascos a las ayudas que yo, gracias al buen sueldo que cobraba, aportaba periódicamente una parte a la economía familiar.

Por el contrario, sí visitábamos a los padres de Claude en un pueblecito precioso de la Provenza, y pensaba que en el futuro me gustaría vivir allí. Ellos opinaban que hacíamos una buena pareja, pero jamás mencionaban el tema de la boda. Al fin decidimos dar este determinante paso cuando me quedé embarazada.

Estábamos en la isla Mauricio y, para curarme en salud y dejando la distancia geográfica de por medio, me puse en contacto con mi hermano y le pedí hablar con mis padres por Skype. Él lo organizó y en cuanto los tuve a todos en la pantalla de mi ordenador les presenté a Claude. ¡Ja, se quedaron boquiabiertos porque ya daban por sentado que continuaría soltera toda la vida!

Mis temores acerca de cómo reaccionarían al saber que me iba a casar con uno de aquellos occidentales que muchos brahmanes considerarían un intocable, habían sido en vano, pues les pareció de maravilla a condición de que la boda se celebrase en Nueva Delhi y bajo los ritos hindúes.
Viendo que incluso la abuela le daba el visto bueno a Claude, me armé de coraje y, poniendo ya todas las cartas encima de la mesa, les comuniqué que, oh pecadora de mí, esperaba un hijo.

Tras unos instantes de incertidumbre, fui la más sorprendida de aquella reunión virtual al ver que mi abuela, que jamás me había alabado por mis éxitos escolares o profesionales, ahora hacía algo tan insólito en ella como era sonreír, mientras exclamaba: “¡Al fin me vas a dar un nieto! ¡Felicidades!”.

Fin.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

1400 933 Toni
1 comentario
  • Hermosa historia donde nos comenta barios puntos a reflexionar religión,usos y costumbres
    No soy de leer pero me mantuvo en atención desde su inicio hasta el final dichosa de vivir en el tiempo y lugar deseado dichosa por tener un gran padre
    Soy de CDMX de una zona conurbada con se asentamiento de toda la república cd. neza.con mucha historia
    Tenemos algo en común que también somos indios o mas bien nos dicen indios por discriminación y racismo gracias ala conquista delos españoles en su empeño de clasificación delas personas
    La región en México fue impuesta a sangre aparte de conquistarnos físicamente también el alma
    Por eso lo dela discupa de España a México que no sedio ni se dará

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