Relato divergente. La conexión

Me llamo Sofía, tengo veintiocho años, y voy a narrar unos hechos insólitos que empezaron cuando yo vivía todavía en Barcelona y una amiga mía regresó del Nepal después de haber pasado unas semanas practicando un tipo de yoga muy especial.

“El mismo Buda creó estos ejercicios”, me aseguró.

Relato divergente. La conexión

El propósito de ese yoga era aceptar y despertar conscientemente la individualidad de cada célula de nuestro cuerpo, para lograr de esta manera una comunicación que permitiera avisar a determinados órganos acerca de la presencia de tal o cual enfermedad, y conseguir así una reacción defensiva antes de que los virus o las bacterias llegasen a su destino.

Este tema me interesó inmediatamente y empecé a experimentarlo en mis ratos libres, sin comentárselo a nadie ni usar más guía que mis conocimientos de meditación. Echada sobre la cama, en la oscuridad, me relajaba respirando lenta y profundamente. Logrado esto, ponía mi consciencia en el dedo pequeño de mi pie izquierdo y desde el interior de mi mente le ordenaba silenciosamente: “Relájate, relájate”.

Los resultados me sorprendieron por su rapidez, pues había supuesto que necesitaría la paciencia y dedicación de un lama antes de conseguirlos, pero no fue así. Desde el primer intento fueron claros e incluso impresionantes. Aunque sea difícil notar la relajación de un dedo, no es así con los músculos de las piernas; y éstos, en cuanto les pedí dulcemente que se relajasen, me obsequiaron con la sensación de un balón al que se le saliese de pronto el aire. Fue tal la sorpresa de aquel primer día que, al salir de la relajación, me incorporé, abrí las ventanas y comprobé en el espejo que seguía siendo yo misma.

Como era de esperar, el éxito me animó a seguir con estos experimentos. Unas semanas después la comunicación con cada órgano de mi cuerpo ya fue total y, además, se dio continuamente y en todo momento. Tenía la impresión de vivir en otro cuerpo: uno que estaba formado por muchos seres diminutos que habían despertado al unísono con tan sólo haber aceptado yo su existencia. El estómago me avisaba antes del empacho con un suave, “Ya estoy satisfecho”, los pulmones se quejaban el día que fumaba más de cinco cigarrillos, y el hígado me guiaba absolutamente hacía la dieta que necesitaba.

Quizás la palabra que mejor defina lo que sentía sea armonía, pues la totalidad de mi cuerpo funcionaba con una armonía que derramaba un creciente júbilo por vivir. Desde que yo aceptara su individualidad reconociendo su existencia, cada órgano colaboraba encantado con el resto. Unos herpes crónicos desaparecieron como por arte de magia, se desvaneció el dolor que sentía desde hacía meses en una rodilla a causa de una caída, y mi corazón tenía una fuerza nueva. Completando esas maravillas, mi mente me aportaba respuestas instantáneas ante cualquier duda y, al levantarme por las mañanas, estaba absolutamente despierta y relajada.

Aunque la reacción normal ante tales descubrimientos hubiese sido la de salir a la calle para anunciárselo al mundo, tuve el buen sentido de guardarlos en secreto por temor a que esa acción, que podría denominar de egocéntrica, lo echase todo por el suelo y perdiese el poder de comunicarme con mi cuerpo.

Con el transcurso de los meses la armonía que reinaba en mi cuerpo entró también a formar parte de mi vida. Cierta mañana desperté con una idea entre ceja y ceja que en otro momento me hubiese parecido absurda: me convertiría en corresponsal de mi periódico favorito en el país exótico de mí predilección: Ecuador. Era una absurdidad al cuadrado porque, aparte de que jamás me había dedicado a escribir, el único trabajo que había realizado en los últimos diez años era como administrativa de la compañía de gas. Sin embargo, debido a que, junto con mi cuerpo, ya había empezado a ser una persona distinta, llamé desvergonzadamente al curro diciendo que estaba enferma, y me dirigí a las oficinas del periódico con total determinación.

Cuando logré sentarme ante el que sería mi jefe, el buen hombre se quedó atónito por varias razones, pues yo no aportaba ningún título universitario ni la mínima experiencia, y tampoco algún escrito que probase mi talento como redactora.

“Lo más sorprendente”, dijo el hombre, “es que hace menos de una hora me comunicaron la súbita defunción del corresponsal que teníamos en Quito; o sea que llegas caída del cielo. Solamente que seas capaz de escribir un reportaje de mil palabras como prueba de tus aptitudes… Te doy dos horas. Tu escoges el tema”.

Me llevó a un despacho vacío, conectó un ordenador, y cuando se despedía deseándome suerte, comentó: “Te doy esta oportunidad porque soy creyente y crédulo, y porque todo lo que está sucediendo está mañana es demasiado insólito como para pasármelo por alto”.

Los días siguientes fueron de locura. Solicité y conseguí un año de excedencia de la compañía del gas. Le cedí mi piso a un amigo de confianza. Me di de baja de todas las suscripciones y asociaciones. Pasé por chequeos y vacunaciones. Pagué deudas y liquidé préstamos. Rompí con un amante al que no quería. Vendí los trastos que no iba a necesitar. Y el sábado por la mañana pasé por el periódico para recibir un maletín conteniendo todo lo imprescindible: tarjetas de crédito, carné de prensa, pasaporte con un visado del Ecuador casi eterno, la dirección del que sería mi nuevo domicilio en Quito, el teléfono del fotógrafo que colaboraría conmigo y, claro, el billete de avión para el día siguiente.

Supongo que os habréis enamorado alguna vez y conoceréis la sensación de haber despertado descubriendo que cuanto os había sucedido hasta ayer mismo era de un soso subido. Pues esa es la única forma para definir mí antes y mí después: me había enamorado de la vida y cada célula de mi cuerpo lo había hecho conmigo. Veía pájaros que nunca había visto y olía fragancias que jamás había percibido.

Me sentía como una recién nacida, admiraba la belleza de los ancianos encorvados a los que nunca habría prestado la mínima atención, cada sonido llegaba a mis oídos como la mejor melodía, los gritos de un grupo de niños jugando era lo más parecido a un coro de ángeles, una pueblerina rechoncha y vestida de negro me recordaba a la más fina maniquí, y la mirada calentorra del camionero con barba de cuatro días me parecía dulce y amable. A todos les sonreía desde lo más profundo de mi alma dirigiéndome a la suya, y, sin apercibirme de ello, canturreaba aquella canción sudamericana que decía, “La gente en las calles parece más buena, todo es diferente gracias al amor”. Efectivamente, me había enamorado de la vida gracias a la armonía que había hallado en mi interior.

Durante el vuelo sobre el océano Atlántico no dejé ni por un momento de contemplar la belleza del mar, las nubes y el Sol. Aparte de ser un día perfecto, al dirigirnos hacia poniente también fue más largo, aunque pareció pasar en un instante.

Al aterrizar en tierras sudamericanas sentí por primera vez que mi cuerpo, no solamente había despertado, sino que empezaba a actuar independientemente. ¿O acaso hay otra manera de definir el hecho de que me levantase del asiento y empezase a andar hacia la puerta del avión sin darme tiempo a desearlo o decidirlo? Sintiéndome confundida y avergonzada, miré alrededor mientras mis piernas me llevaban ágilmente hacia la salida como haría una niña que quisiese ser la primera. De todas maneras, cuando empecé realmente a preocuparme fue al ver que mi mano derecha ya había cogido el pasaporte mucho antes de que llegase ante las aduanas.

Mientras tomaba posesión de mi nuevo domicilio y me adaptaba a la vida del corresponsal y empezaba a descubrir la geografía y la cultura del país, y también los rincones más interesantes de su capital, dejé de preocuparme y empecé a maravillarme ante las iniciativas cada vez más interesantes de mi cuerpo.
Durante las primeras semanas de introducción a mi nuevo empleo, en las que lo más normal hubiese sido que sufriese algún ataque de nervios debido a mi absoluto desconocimiento si exceptuamos la lengua, todo fluyó con suavidad y sin problemas graves gracias a que, claramente, cada célula de mi ser colaboraba ansiosamente en las mil tareas a que me enfrentaba.

Sin embargo, lo más increíble, la razón de escribir esta historia, todavía estaba por llegar. Para su gran entrada en escena tendrían que transcurrir varios meses en los que se completaría mi adaptación a las nuevas obligaciones, dando paso a la poca rutina, pero rutina al fin, del corresponsal en un país tropical.

Con ella, con la rutina, pude relajarme y casi aburrirme al no tener nada que hacer la mayoría de las noches.

En una de ellas, exactamente la de un viernes, después de fumarme un finito de maría y poner música de Armenia en el estéreo, me eché sobre la cama y cerré los ojos. Mientras me relajaba pude escuchar el reloj del ayuntamiento dando las diez. Estaba en una media modorra, o, mejor dicho, en un “presueño consciente” en el que creí entrar en un sueño. Entonces, no sé cómo, supe de inmediato que me encontraba en el interior de otra persona. O si no en su interior, sí viendo a través de sus ojos y sintiendo por su corazón.

Era alguien que andaba por una calle que no parecía europea, y lo hacía esquivando transeúntes, bicicletas y puestos de ventas. Yo podía sentir el calor agobiante que solamente se encuentra en los trópicos. Entonces me apercibí de que las caras de la gente eran asiáticas. Un taxista con un triciclo se acercó ofreciendo sus servicios y vi la mano del caminante desconocido gesticular una negativa: era la mano de un hombre.

La siguiente parte de su cuerpo que pude ver fue la polla. Sucedió cuando se metió en un callejón para mear; la sorpresa ante lo que veía, y sentía, pues yo, echada en mi cama, sentía lo que siente un hombre con su propia polla en la mano, me llevaron a descubrir asombrada que estaba pero que muy despierta y que el increíble espectáculo que se representaba dentro de mi coco no era simplemente un sueño.

La respuesta acertada llegó inmediatamente a mi armonioso cerebro: “Tengo algún tipo de conexión telepática con un asiático”.

Pero, claro, cada respuesta es solamente el preludio de la siguiente pregunta, y enseguida empezaron a caerme entre ceja y ceja una pregunta tras otra. ¿Por qué él en este mundo con demasiada gente? ¿Por qué tal conexión con un desconocido? ¿Por qué con alguien que se encontraba en el otro extremo del mundo y no con el vecino de al lado o con el fotógrafo y buen amigo con quien me reunía cada día? Como no llegaron las respuestas, no le siguieron más preguntas, y pude dedicarme a la persona que “visitaba” intentando ver su cara y descubrir el lugar en qué se hallaba.

Debo confesar que en las muchas horas que pasé con él no logré ni lo uno ni lo otro, pues ni una sola vez se acercó a un espejo, y los carteles y letreros que veía por las calles que transitaba eran en una escritura desconocida. Lo último que me mostró aquel día a través de sus ojos fueron las paredes de lo que parecía ser la sucia habitación de alguna pensión. Después me quedé dormida.

Me despertó el teléfono y la voz excitada del fotógrafo. ¡Acababa de escucharse una fuerte explosión en el barrio de Quito en que se hallaba la embajada norteamericana! Cinco minutos después estaba parando un taxi y empezando una carrera de obstáculos que duraría todo el día, tiempo en que ni por un momento pensé acerca de la chocante experiencia de la noche anterior.

Tras regresar a casa al atardecer, recordé al desconocido asiático mientras tomaba una ducha y supe lo que haría inmediatamente: ¡Porrito y a la cama!

En cuanto cerré los ojos y me relajé, la conexión fue inmediata. “El Chino”, seudónimo que le di sin necesidad de pensarlo, viajaba en la parte trasera de una pickup que levantaba una nube de polvo a su paso. El camino atravesaba unas llanuras resecas en las que no se veía ningún tipo de construcción, pero tampoco gente o animales. En el vehículo viajaban siete hombres más, todos asiáticos de piel cobriza; tal detalle me llevó a advertir que la mano que había visto el día anterior era la de un hombre blanco.

“Vaya, pues resultará que “El Chino” no es tan chino”, me dije bromeando.

De todas maneras, decidí que el seudónimo le siguiese perteneciendo. Aunque aquella segunda conexión no me aportó nada más porque me quedé dormida antes de que “El Chino” llegase a su destino, sí resolvió la duda acerca de si mis enlaces cósmicos mentales se darían con una persona distinta cada vez.

Por el contrario, la tercera conexión trajo grandes descubrimientos.

Al ser domingo y además no tener absolutamente nada que hacer, cuando acabé con un copioso desayuno decidí dedicarle todo mi tiempo al “Chino”. Lo encontré con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Estaba en un bar hablando con un europeo. Supe que eran las nueve por un reloj que había en una pared; la oscuridad de la calle que se podía ver a través de la puerta abierta me aclaró que eran de noche, y calculé que la diferencia horaria con aquel desconocido país era aproximadamente de unas doce horas. Hablaban en inglés, y pasé unos momentos prestando atención e intentando descubrir el tema de la conversación antes de apercibirme de que yo era capaz de oír por primera vez, donde antes sólo veía y sentía.

El hombre que él tenía enfrente era suizo y trabajaba en una ONG en Camboya. Pero no estaban en Camboya, sino en Tailandia, aunque sí en la misma frontera. Poco más pude saber acerca del “Chino”, porque solamente usó su profunda voz para decir que el día siguiente partiría hacia Bangkok, y a continuación se despidió para irse a la cama. Calculando que durmiese ocho horas, pensé que podría intentar conectar de nuevo por la tarde.

Cuando me “reuní” otra vez con “El Chino” ya lo encontré en un autocar camino de Bangkok. Adiviné por sus sentimientos que su destino no era la capital tailandesa y que solamente iba allí de camino a otro sitio, uno que conocía y hacia el que se dirigía excitado y lleno de alegría. Noté que aquellos países de gran belleza, como Tailandia y Camboya, no le hacían vibrar como el lugar al que deseaba regresar.
Entonces escuché como preguntaba la hora en qué se esperaba llegar a la capital y decidí que podía desconectar hasta aquel momento.

Salí a tomar unas copas en un garito donde acostumbraba a encontrarme con colegas del oficio. Mientras caminaba por las calles de Quito viendo oscurecer y encenderse las farolas, pensé que el acento del inglés que hablaba “El Chino” parecía el de un latino, que tanto podría ser italiano como español. También deduje que su altura sería media, aunque entre los asiáticos pareciese más alto. En cuanto a la edad iba absolutamente perdida. Sí, claro, era adulto, pero su voz podría pertenecer por igual a alguien de treinta que de cincuenta años. Y nada más. Conocer tan poco de él después de tres conexiones me llevó a pensar que mis dotes de observación eran miserables.

Luego, sentada entre varios amigos en el bullicioso bar, reflexioné sobre las posibles reacciones de aquella gente si les contase mis sorprendentes experiencias. Y está claro que no dije nada, igual que me había prometido no hablarle a nadie sobre las curiosas actividades de mi cuerpo desde el mismo momento en que éstas empezaron, porque si se desea sobrevivir en un mundo de “normales”, una ha de aparentar ser normal.

El día siguiente, lunes, tendría que madrugar, por lo que sólo pude conectar con “El Chino” un ratito antes de irme a dormir. Se movía por unas calles que supuse eran de Bangkok. No cargaba ningún equipaje, así que ya debía haber tomado una habitación. Se sentó en un tenderete de la calle donde ordenó una ensalada de papaya verde. Observando la preparación supe que incluía un cangrejo que, todavía vivo, fue machacado junto con su concha.

“Vaya con “El Chino”, parece que no se corta ante las dietas exóticas”, me dije un poco horrorizada sin imaginar que poco después le vería comer tranquilamente una tapa de saltamontes fritos, aunque al fin tuviese la delicadeza de declinar el ofrecimiento de unas cucarachas asadas.
Al fin, cuando ya me vencía el sueño, pude contemplar su figura reflejada en la puerta de cristal de una agencia de viajes. Era delgado y llevaba el pelo largo. Su cara no la pude distinguir. Cuando entró en el local supe por fin hacia dónde se dirigía, pues le oí preguntar cuándo podría volar hacia Calcuta. Me dormí pensando sorprendida cómo era posible que alguien quisiese ir a un sitio como Calcuta.

El ajetreado lunes me llevó a Baños y a un buen hotel en el que pasaría la noche. Solamente tuve tiempo para conectar con “El Chino” cuando ya anochecía.

Él estaba desayunando una tortilla con tostadas y zumo de naranja, y me dije riendo: “Bueno, por lo visto a veces come cosas normales”.

Cuando abandonó la cafetería comprobé que seguía en Bangkok, y cuando empezó a ir de una agencia de viajes a otra quedó claro que todavía no había encontrado lo que buscaba. Todos los vuelos para los días siguientes estaban repletos y “El Chino” se negaba a comprar un billete que sólo le permitiría estar en lista de espera. Yo podía sentir el nerviosismo que le provocaba la posibilidad de posponer o tener que cambiar sus planes. Solamente después de varias visitas infructuosas le oí exclamar, “¡I love you!”, cuando una chica muy mona le confirmó una reserva en un vuelo que le llevaría a Delhi dos días después por un precio irrisorio.

Entonces puso su pasaporte sobre la mesa y me enteré de su nacionalidad: ¡Era portugués! Casi grité disgustada al no poder ver ni su foto ni su nombre porque la chica recogió rápidamente el documento para fotocopiarlo.

Bueno, por lo menos sabía dónde y cuándo encontrarlo. Si quería acompañarle durante su vuelo hacia Delhi a las seis de la tarde, tendría que madrugar y dedicarle la mañana.

La vida del “Chino” empezaba a crearme una adicción en plan culebrón y siempre esperaba ansiosa el próximo capítulo. Por el contrario, a la pobre televisión no le prestaba el cuidado que por mi oficio debiera. Al dedicarle todas mis horas de ocio al “Chino”, la única forma que encontré para estar informada de lo que sucedía en el mundo fue aficionándome a la radio, ya que podía escucharla mientras cuidaba las tareas domésticas.

El despertador me sacó de madrugada del mundo de los sueños. Salté de la cama, fui al baño y a lavarme la cara para despejarme y a continuación, tras regresar a la posición horizontal, cerré los ojos y conecté con “El Chino”.

Lo encontré ante la puerta de embarque número veinticuatro del aeropuerto de Bangkok. “El Chino” exhalaba alegría. Quienes se hallaban a su alrededor eran mayormente indostanos, y el ruido y descontrol que armaban aumentaba su buen humor. Yo empezaba a comprender que su excitación no era auspiciada por el deseo de llegar a Nueva Delhi, sino por lo que sentía hacia la India y sus gentes.

En cuanto entró en la nave, otra parte de su cuerpo se llenó de excitación, y supe que “El Chino” sufría una hemorroide que ya chillaba ante las inevitables comidas picantes por las que sentía predilección. Se sentó junto a una ventanilla y adiviné que había repetido docenas de veces aquel proceso: llegaba con suficiente antelación a recoger su tarjeta de embarque para asegurarse que podría contemplar la Tierra a vista de pájaro. A su lado estaba una bellísima mujer etíope y entablaron una conversación. Noté que “El Chino” apreciaba en gran manera el físico y la piel de ella, y sentí celos, aunque me gustó no notar en él algún estímulo sexual, y esto me tranquilizó.

Al enterarse de que la mujer era dentista, “El Chino” dejó clara su campechanería mostrando y comentando el desastroso estado de sus dientes. Hablaron de Tailandia y después él dijo que se dirigía a una playa de la Bahía de Bengala donde tenía buenos amigos. Pero callaron pronto porque ambos se sintieron atraídos al mismo tiempo por dos espectáculos muy distintos. Por un lado, tras la ventanilla, se estaba dando el más bello atardecer. Bello y largo, ya que volaban siguiendo la dirección del Sol. No obstante, mientras al cielo atraía su atención con el grandioso concierto de colores, la pantalla del avión mostraba una película india. Tanto la mujer etíope como “El Chino” dirigían sus miradas continuamente de un lado al otro. “El Chino”, viajero de voz grave, me sorprendió de nuevo soltando sin ninguna vergüenza unas lágrimas ante el desenlace de ambos espectáculos.

Cuando ya empezaba a creer que los vería buscar hotel cogidos de la mano, “El Chino” y la mujer se despidieron amigablemente en cuanto descendieron del avión. Entonces supe que él habría pasado mucho tiempo en la India porque con tan sólo pisar su suelo se sintió inmediatamente como en casa.
Desde aquel momento se sucedieron en mi mente docenas de imágenes imposibles de olvidar y más imposibles de detallar, porque, como empezaba a descubrir, la India era lo más parecido a otro planeta; un planeta único habitado por millones de anarquistas descontrolados. Al caos que vi en la salida de la terminal del aeropuerto le siguió el caótico tráfico de Delhi y sus alrededores, acompañado por la endiablada conducción del chofer del autobús en el que “El Chino” iba sentado sobre el motor como si se hallase en un carro.

En un atasco, “El Chino” sacó medio cuerpo por una ventanilla para pedirle un cigarrillo indio a un motorista. “Bidi pió”, exclamó soltando humo. Cuando llegó al centro de la ciudad, saltó del autobús y gritó: “¡Oh, rickshaw wala!”. Un hombrecito flaco como un fideo, que pedaleaba sobre un pesado triciclo, se acercó solícito y “El Chino” le dijo que le pagaría cien rupias si le llevaba al barrio de Paharganj. El taxista de la bicicleta aceptó encantado aquel precio que doblaba al que hubiese podido sacarle a toda una familia de gordos “panjabis”. Y “El Chino”, al que ya podría empezar a llamar “El Portugués”, trepó a la parte trasera del triciclo.

Tras llegar a su destino, alquiló una habitación inmunda, que a él le pareció de lo mejor, y antes de acostarse bajó a la calle para tomarse un té con leche llamado chai. Dando una mirada a la callejuela que el poco frío invernal iba despejando, descubrió a un anciano cubierto de harapos. Dirigiéndose al chico que preparaba el té le ordenó que le sirviese uno al pobre. Supe que no se sentía ni bueno ni malo con aquella acción que formaba parte de la vida cotidiana en un país lleno de gente necesitada.

Cuando regresó a su cuchitril y cerró los ojos, para mí eran las diez de la mañana y llegaba con retraso a un par de reuniones.

Debido a mi ansiedad occidental, yo pensaba que las conexiones con “El Portugués” podrían ser mejores, y no lograba sacarme de la cabeza el deseo de leer en su mente. ¡Lo que hubiese dado por conocer sus pensamientos y ver su cara!

Mi cuerpo, claro, seguía con su individualismo cada vez más acentuado; y mi compañero de trabajo, el fotógrafo, después de las diferentes veces en que me había visto hacer tres cosas al mismo tiempo, empezaba a creer que yo era una mutante; sirva como ejemplo que podría estar leyendo una cosa y hablando de otra mientras marcaba un número de teléfono con la mano izquierda y tomaba notas con la derecha. Pero mucho más se habría sorprendido de haber sabido que en aquel momento estaba pensando en un portugués con quien me comunicaba mentalmente.

Al conectar de nuevo con “El Portugués” lo encontré de pie en una bulliciosa callejuela con un vaso de chai en la mano. Sobre el chiringuito caía el primer y solitario rayo del Sol, y el tendero no paraba de recibir encargos. Las siguientes horas las dedicó a ir de tienda en tienda; consiguió un billete de tren, compró una camisa del tipo que llamó “kurta”, varios paquetes de cigarrillos indios, e incienso, jabón y polvos talco de sándalo. También sacó diez mil rupias del banco con la tarjeta de crédito. Y al fin, por la pantalla bancaria, pude saber su nombre: Paulo Ribeira.

“Bien, mejor será enterrar lo del portugués, querido Paulo”, le dije desde el interior de mi mente. Sí, querido, así de cursi me salió sin pensar, y descubrí que empezaba a tenerle cariño sin tan siquiera haberle visto el rostro. No deseaba perderme ni una imagen de la locura india, pero me venció el agotamiento de la larga jornada y terminé durmiéndome.

Por la mañana, y antes de salir corriendo hacia el curro, dediqué a Paulo una corta media hora. Estaba hablando con un amigo italiano al que parecía conocer desde hacía años, y éste le contaba un accidente de aviación que había sufrido.

“La niebla sobre Delhi había engañado al piloto y tocamos tierra fuera de la pista de aterrizaje. El avión dio primero un salto y luego una vuelta de campana, quedando con la panza para arriba; y en tan extraña postura recorrimos toda la pista deteniéndonos justo antes de llegar al final. Nadie sufrió heridas y pudimos abandonar el avión antes de que se incendiase.”

El italiano tendría unos treinta y pico años y hablaba imparablemente mientras preparaba algo dentro de un pequeño bol metálico. Después introdujo el resultado en un cilindro de cerámica, que resultó ser una pipa denominada chílom, y se la pasó a Paulo para encenderla.

La llamada del teléfono me llevó de regreso a Ecuador. Era mi fotógrafo preguntando qué pensaba de la vida. Sí, llegaba tarde de nuevo.

Gracias a mi interesante trabajo y a los contactos con Paulo, los meses siguientes transcurrieron volando con suavidad. Del portugués pronto supe que su vida transcurría entre un paraíso y otro, como los llamaba él. Regresaba a sitios de ensueño que amaba y donde era bien recibido. En éstos podría pasar varias semanas antes de reemprender aquel viaje intentando descubrir nuevos paraísos en el camino.

Para Paulo, la palabra paraíso podía definir desde un pueblecito diminuto en una playa al final del mundo, hasta una cabaña solitaria en medio de un bosque y al lado de un lago. Podía estar en las llanuras o subido en los Himalayas, pero siempre tendría cerca una naturaleza viva que incluiría gran diversidad de animales, pájaros y plantas.

Su vida, ausente de cualquier obligación, la llenaba con gustosas disciplinas. Durante aquellos meses le vi levantarse diariamente al amanecer para tomar un baño frío, rezarle a un dios que parecía propio, y, a continuación, darse una caminata por el bosque o por la playa cantando horrorosamente.

El resto de sus jornadas, cuando no viajaba, las pasaba leyendo o escribiendo. Fue a través de sus escritos que empecé a conocer su mente. Su rostro no. Su cara siguió siendo una incógnita porque nunca lo encontré ante un espejo; hecho que no resulta tan extraño cuando se sabe el tipo de viviendas en las que se hospedaba. Porque exceptuando cuando visitaba a diferentes amigos, donde era invitado a dormir en habitaciones que podrían recordar de alguna manera a las occidentales, normalmente tomaba aposento en cabañas de adobe en las que solamente había las cuatro paredes y el techo. Paulo instalaba su colchoneta y el saco de dormir sobre el suelo de barro mezclado con mierda de vaca, colgaba la mosquitera, esparcía sus pocas pertenencias, y automáticamente la chabola empezaba a parecerle el mejor hogar. En esos domicilios no había ni mesas ni camas, y menos espejos, así que seguía muriéndome de ganas por verle la nariz.

En sus rutinas descubrí que dedicaba un tiempo cada vez mayor a lo que supuse era meditación. Se sentaba con las piernas cruzadas, generalmente en su habitación, cerraba los ojos, y, aunque yo sabía que no dormía, mi película había acabado.

Mi viaje mental con Paulo me llevó pronto a enamorarme tanto de él como del país de sus amores. Hubiese vendido mi alma por estar a su lado recogiendo leña para cocinar, por bañarme de madrugada en el mismo lago en el que él lo hacía, y, en fin, por vivir como él y con él.

Decidí dar el salto un día en que, después de oír a Paulo decirle a alguien, “Me voy a la Kumba Mela”, vi en el televisor de un bar un reportaje acerca del festival religioso más importante de la India, la Kumba Mela.

“Ahora o nunca”, me dije.

Corrí a llamar por teléfono a la dirección del periódico.

“¿Has oído hablar de la Kumba Mela?”, le pregunté a mi jefe; “¿tenéis a alguien que la cubra?”
Después de especificarle que, con las vacaciones políticas, en Ecuador sería difícil que pudiese lograr alguna noticia, le convencí de que me mandara a la India. Mis pies ya bailaban bajo la mesa cuando me confirmaron el vuelo que me llevaría a Delhi vía Los Ángeles. Lograr el visado, preparar el equipaje, avisar al fotógrafo y darme de baja de una fiesta a la que estaba invitada, fueron actividades que colmaron mis siguientes horas.

Al anochecer ya estaba en el aeropuerto, y desde allí empezaba el gran salto. Durante el viaje no paré de repetirme que había actuado como una imbécil al no haber intentado encontrar a Paulo con anterioridad; acaso no tenía claro que enloquecería si veía a través de sus ojos como entablaba relación con una mujer, que sufriría el peor de los martirios al sentir desde su interior como se enamoraba de otra y contemplar como la abrazaba y besaba. Aunque durante aquellos meses nunca le había visto correr tras unas faldas, estaba segura de que tenía que ser un heterosexual de lo más común.

Sentada en el avión y sin nada más que hacer, no logré conectar con la mente de Paulo ni por un momento a pesar de intentarlo de todas las maneras. Pensé que podría deberse a la presencia de los otros pasajeros, o a viajar a diez mil metros de altitud.

Del Aeropuerto Internacional Indira Gandhi pasé al doméstico, donde ya me esperaba un sonriente joven con un billete hacia Allahabad, la ciudad donde aquel año se celebraba la Kumba Mela.

En cuanto me hube instalado en el Hotel Oberoi, donde mi periódico ya me había reservado habitación, y después de una buena ducha, me tendí en la cama para conectar con Paulo. Pocos momentos después allí lo tenía. Andaba por una calle que, curiosamente, me pareció familiar, y llegó ante el Hotel Plaza, donde entró y pidió una habitación.

Salté de la cama, me vestí con lo primero que tuve a mano, y bajé corriendo a recepción. Al preguntarle al recepcionista por la dirección del Hotel Plaza, el hombre me corrigió aclarando, “Plaza Hotel”, algo a lo que no di ninguna importancia en aquel momento. Sin embargo, cuando el taxi se detuvo ante un lujoso edificio, supe que algo no ligaba. Aquel “Plaza Hotel” era de cinco estrellas y no se parecía en nada al que había visto a través de los ojos de Paulo; aparte de que ya conocía suficientemente a Paulo como para no imaginarlo hospedado en un sitio como aquel.

Allí me aseguraron que en Allahabad no había ningún otro Plaza, pero yo, tozuda, no les creí.

“Los asiáticos siempre mienten”, me dije.

Decidí seguir con mis investigaciones a patita. Pero nada de nada. Después de perderme cincuenta veces por las callejuelas de la ciudad, y también después de agotar mis energías, regresé desesperada a mi habitación preguntándome qué había ido mal.

Volví a ducharme y comí algo antes de echarme en la cama para intentar la conexión. En cuanto cerré los ojos, tuve la mayor sorpresa de mi vida: allí estaba Paulo sonriéndome a través de un espejo.
Supe que era él antes de que se presentase y me aclarase qué pasaba: “Estuve muchos meses en tu interior, viendo lo que tú veías, oliendo lo que olías, y sintiendo lo que sentías, Sofía. También contemplé tu preciosa cara y conocí algunos de tus vicios.”

Me ruboricé en mí soledad mientras Paulo terminaba de asombrarme: “Descubrí tus gustos mientras me enamoraba de ti. Pero necesité de todo este tiempo para llegar a imaginar que la conexión fuese mutua. Sabiendo que vivías y trabajabas en Quito, hace dos días, cuando pasé por Delhi camino de Allahabad, decidí de pronto que, si no te podía abrazar, me moriría. Así que conseguí los billetes necesarios y volé hacia Quito vía Los Ángeles para tener la misma sorpresa que estás teniendo tú ahora; porque, en cuanto llegué al hotel y cerré los ojos, te vi corriendo por las calles de Allahabad y no pude más que llorar de alegría al adivinar lo que esto significaba. En el mismo momento también supe que difícilmente podrías conocer mi cara, detalle esencial para una presentación y para una seducción.”
Paulo no tendría más de treinta y cinco años, su largo pelo era de color castaño, llevaba una barba corta, sus sonrientes ojos eran pardos y su cara, alargada como la de tantos latinos.

Supe que lo amaba locamente, y ya quería salir corriendo hacia el aeropuerto, cuando él, siempre sonriendo, se apartó del espejo, descolgó el teléfono, y pidió hablar con el Hotel Oberoi de Allahabad, con la habitación doscientos cuarenta y cuatro donde yo estaba.

El timbre del teléfono me catapultó de la cama y temblé al descolgar.

“Hola”, dijo tranquilamente antes de preguntarme. “¿Qué te pareció mi rostro?”.

“Perfecto, como todo lo demás”, respondí.

“Pues no te muevas, que en un momento estoy ahí”, dijo riendo antes de colgar.

Fin.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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