Aunque la vendedora ambulante de fruta cubría su cara con un pañuelo, reconocí inmediatamente aquellos ojos. ¡Cómo olvidarlos! Mostraban un asombro parecido al de los míos. Supuse que ya me habría visto un poco antes, pues un viejo occidental como yo, de metro noventa y con la palidez vampírica en la piel del invierno neoyorquino, no pasaba precisamente desapercibido entre los pequeños vietnamitas de aquella calle de Chau Doc; un pueblo que se hallaba en el sudoeste de Vietnam, junto a la frontera camboyana.
Recordé que se llamaba Mai, que en vietnamita significa “la flor del cerezo”. La última vez que nuestros caminos se habían cruzado éramos jóvenes y vestíamos los uniformes de ejércitos enfrentados en una guerra sucia, absurda y desalmada: Mai luchando con el Vietcong y yo con las tropas invasoras, las norteamericanas. Era el año 1968.
Yo jamás olvidaría las circunstancias en que nos conocimos unos meses antes, cuando yo todavía era un novato de dieciocho años que acababa de llegar a Vietnam y sufría las bromas de los soldados veteranos de mi pelotón.
El día en que nos apartaron a hostias de las faldas de mamá y nos metieron en un campamento del ejército, la gran mayoría de chavales nos cagábamos de miedo e íbamos más desorientados que un ciego por el desierto. Pero cuando la cosa empeoró realmente, permitiéndonos comprobar que lo de antes había sido un juego de niños, fue tras los meses de entrenamiento, cuando nos mandaron al campo de batalla con un letrero invisible cosido a la espalda en el que constaba “carne de cañón” y nos obligaron a luchar en la densa naturaleza tropical de un país desconocido en el que nada pintábamos y donde nadie nos quería.
Conocí a Mai después de haber pasado el bautismo de fuego estando a punto de morir y matando para evitarlo. Será mejor aclarar desde el principio que nadie, ni el más frío de los asesinos, logra olvidar a sus víctimas, que se meten sin compasión en sus sueños, convirtiéndolos en pesadillas y, por lo general, a ninguno le gusta hablar de ello. Dicho esto, será fácil adivinar lo que sientes la primera vez que acabas con una vida, ¿verdad?
Con tan sólo unas pocas semanas ya me había formado una opinión acerca de aquella estúpida guerra auspiciada por unos presidentes norteamericanos obtusos y dirigida por unos militares engreídos que desconocían el terreno. Exceptuando a algunos tarados fanáticos, ninguno de nuestros soldados quería estar en Vietnam y únicamente luchábamos para tratar de sobrevivir un día más.
El odio que los veteranos sentían hacía los vietnamitas era patente, y yo había escuchado rumores acerca de algunos incidentes en los que, con resistencia del Vietcong o sin ella, habría sido masacrada la entera población de una aldea. Otra peculiaridad de los veteranos era su absoluta falta de respeto hacia las mujeres y, sobre todo, hacia las chicas vietnamitas, a las que veían como si todas fuesen prostitutas de Saigón, o sea como objetos sexuales que pudiesen conseguir por unos pocos dólares.
Las imágenes de cualquier guerra me resultaron siempre apocalípticas, ya fuesen las de las trincheras de la Primera Guerra Mundial o del desembarco de Normandía en la Segunda, con las ametralladoras disparando sin cesar, las bombas abriendo cráteres y despachurrando soldados o los tanques tratando de aplastarles y los lanzallamas asándolos.
Aunque estoy de acuerdo que todo aquello fue una auténtica barbaridad en la que los soldados sufrirían un miedo indescriptible, no creo que padeciesen la tensión continuada que nos atenazaba a nosotros cuando patrullábamos por una jungla tropical en la que, debido a la densidad de la vegetación, no veíamos más allá de unos pocos metros, por lo que nunca sabíamos dónde podrían esperarnos las guerrillas del Vietcong. Esta descripción no estaría completa si olvidase mencionar a otro tipo de enemigos, los de la naturaleza, como la humedad bochornosa que nos hacía sudar continuamente; las lluvias torrenciales que podían durar varios días sin darse un descanso; las sanguijuelas, los mosquitos y las hormigas que nos atacaban de forma encarnizada, o las plantas espinosas que cortaban como hojas de afeitar.
Una mañana nuestro pelotón fue transportado en helicóptero hasta una zona que estaba supuestamente deshabitada. Una de las “grandes ideas” que habían tenido los militares norteamericanos para cortar el suministro al Vietcong era la de evacuar la población de comarcas enteras. Tal era el caso del sitio en que íbamos a patrullar nosotros, la treintena de hombres de mi pelotón que estábamos a las órdenes de un teniente faltado de experiencia y un sargento sobrado de ella.
Hicimos un alto en el linde entre la jungla y unos arrozales. A un par de kilómetros de distancia había una aldea que, según nos habían informado, estaba abandonada. No se veía el menor movimiento, pero aguardamos un rato mientras el teniente y el sargento examinaban el terreno con unos binoculares. El sargento opinó que sería mejor enviar una avanzadilla; pero el otro, mofándose de sus precauciones y diciendo que veía fantasmas, ordenó que nos dirigiésemos hacia allí atravesando los arrozales en fila india sin tener la mínima protección.
Yo, que era un chico tan precavido como miedoso y no me fiaba un pelo del teniente, me las arreglé para retrasarme un poco. Cuando sonó la primera ráfaga de metralleta tuve tiempo de buscar refugio en una acequia de la que saldría cubierto de barro. Tuvimos un par de heridos y los demás enloquecieron al escuchar sus angustiados chillidos de dolor. A pesar de que solamente se habían oído los disparos de unas pocas armas, quizás tres o cuatro, todos empezamos a disparar frenéticamente hacia la aldea como si nos enfrentásemos a un batallón del Vietcong.
El teniente demostró su falta de experiencia al sufrir un ataque de terror que lo paralizó y convirtió en un inútil tembloroso. Entonces el sargento tomó el mando y dispuso que nos desplegásemos formando un abanico y avanzásemos precavidamente.
Los disparos del enemigo se espaciaron mientras nos íbamos acercando a la aldea y, al poco, ya nos llegaban desde la jungla, dejándonos claro que los del Vietcong se estaban retirando. Hubo una última ráfaga que habría sido disparada a ciegas, pero le dio precisamente a nuestro estricto y, no obstante, querido sargento. Era una herida superficial en la pierna, pero le dejó fuera de combate y ordenó que siguiésemos avanzando mientras él pedía por radio ayuda teletransportada.
Ahora los soldados del pelotón perdieron la chaveta y se lanzaron hacia delante a ciegas buscando sangre como una jauría de perros de presa. Fue una suerte que nadie les estuviese esperando, pues los habrían acribillado. Yo no estaba con ellos porque aparentaba haberme torcido un tobillo y cojeaba. Vi como los demás cruzaban la aldea pegando tiros a los fantasmas y luego se adentraban en la jungla.
Inspeccioné las cabañas comprobando que habían estado deshabitadas desde hacía tiempo. Luego me senté a fumar un cigarrillo bajo la sombra de un mango y vi de reojo el tejado de palma de una cabaña que se encontraba apartada de las otras. Decidí echar un vistazo antes de que regresasen mis camaradas y descubrí que vivía alguien en ella, pues había una cacerola, unas pocas verduras, especias, sal e incluso un sarong colgado de una viga. No me pasó por alto que los rescoldos del hogar aún estaban calientes. Recordé que a veces, cuando los militares expulsaban a la gente de sus aldeas, algunos se escondían en la jungla y regresaban más tarde.
Me pregunté quién podría vivir allí, pero me olvidé del tema al oír unos chillidos y unas carcajadas que provenían de la jungla. Yo, que además de miedica y precavido también era curioso, dejé de aparentar mi ficticia cojera y, siguiendo la llamada de la curiosidad, me dirigí al sitio del que parecían venir las risotadas, aunque ya no se escuchaban los chillidos. Avancé con el dedo en el gatillo de mi metralleta sin hacer el menor ruido.
Siempre me había considerado un tipo calmado que no perdía los estribos con facilidad, pero ese día descubrí que no me conocía a fondo cuando, al apartar una rama, me encontré con una escena dantesca. Tres soldados de mi pelotón inmovilizaban a una chica vietnamita sobre el suelo con evidente intención de violarla. Dos de ellos sujetaban sus brazos y le cubrían la boca para que no chillase mientras el tercero le arrancaba la ropa y se bajaba los pantalones. Ella sollozaba y pataleaba inútilmente. A un lado, y a menos de tres metros, se desangraba el cadáver de un campesino vietnamita al que le habían destrozado la cabeza a culatazos y tenía los sesos esparcidos a su alrededor.
Al instante adiviné lo que había sucedido y lo que sucedería después de hacer cola para violar a la chiquilla: “Habrán asesinado al padre cuando intentó defender a su hija y a ella le pegarán un tiro después de follársela, para no dejar testigos de su crimen”.
Tal como acabo de confesar, ese día descubrí que yo no me conocía. Fue así cuando, sin pensar en lo que hacía ni plantearme las consecuencias, me lancé contra los violadores y les di el mismo trato que ellos habían dado al vietnamita. Al presunto violador le partí la cabeza golpeándole el cogote con la culata de mí arma y lo mandé al otro barrio sin que llegase a saber quién le había atacado. A sus dos ayudantes les golpeé en medio de sus asombradas caras sin darles tiempo a reaccionar, y no me detuve hasta que sus cabezas fueron unas masas sanguinolentas.
Tras terminar mi acto justiciero, contemplé atónito la sangre que me había salpicado las manos y la metralleta.
Solamente en ese momento fui consciente de lo que había hecho y del riesgo que corría de acabar frente a un consejo de guerra. Eso si los soldados veteranos no me acribillaban a balazos. Aparte de la chica, no había testigo alguno y, por suerte, la capa de barro que me cubría había evitado que mi uniforme también terminase tiznado de sangre.
La chica forcejeaba tratando de quitarse de encima el corpulento cadáver del violador frustrado y yo lo hice por ella. Entonces nuestras miradas se encontraron y la suya me desorientó y sorprendió al tomar cuatro formas distintas en pocos instantes. Primero mostró miedo al temer que yo ocupase el lugar de los otros tres y la violase. Después, alivio e incluso agradecimiento cuando le acerqué su sarong para que cubriese su desnudez. Luego, como si de pronto hubiese recordado que yo era un soldado del ejército que arrasaba su país, me observó con odio, mucho odio. La última versión de su mirada fue de desconcierto cuando le indiqué por señas que huyese y buscase refugio en la jungla. No se hizo de rogar.
Ya no se oían disparos y sí las voces de los soldados de mi pelotón que regresaban. Acojonado, me dirigí rápidamente a la acequia e hice limpieza general, librándome de los restos de sangre y barro. A continuación, fui en busca del sargento y me interesé por su herida. Se rio diciendo que solamente había sido un rasguño de nada y que los helicópteros ya estaban en camino. Me ordenó que cuidase de nuestro acobardado teniente y de los otros dos heridos. Quiso la suerte que, cuando íbamos a embarcarnos en los helicópteros, tuviésemos que salir cagando leches porque de nuevo nos ametrallaban desde la jungla y solamente se descubriese la ausencia de los frustrados violadores tras aterrizar en el campamento. En sus fichas constaría el típico: “desaparecidos en combate”.
La sucia Guerra de Vietnam continuó adelante. Nuestro tramposo presidente Richard Nixon provocó una escalada a pesar de haber prometido en su campaña electoral que haría todo lo contrario. Además, ordenó bombardear “secretamente” Laos y Camboya sin haberles declarado la guerra. El cielo vietnamita se cubrió de aviones que calcinaban el país con napalm o lo rociaban con el terrible agente naranja, que dejaría ciegos, mudos o sordos a miles de pobres vietnamitas y a sus descendientes, generación tras generación. Me he preguntado muchas veces si Nixon no debería haber sido juzgado por crímenes contra la humanidad. Lo mismo diría, pongamos por caso, del presidente Truman por haber masacrado a los habitantes de Hiroshima y Nagasaki con la bomba atómica.
La fortuna estuvo conmigo y durante los siguientes meses sobreviví sin sufrir grandes heridas físicas ni mentales. También tuve suerte al no verme mezclado en alguna masacre. Ascendí paulatinamente en el rango de veteranos del pelotón ocupando el sitio de los que habían regresado a casa en un ataúd o una silla de ruedas.
Me acostumbré a matar y a controlar el temor; pero bajo la máscara del soldado de hierro siguió existiendo el justiciero que echaría una mano a un campesino en apuros, que jamás trataría irrespetuosamente a un vietnamita o no dudaría en partirle la cabeza a un tipo que violase a una chiquilla.
Mientras nuestro pelotón estuvo patrullando unas junglas y unos arrozales en los que pocas veces lográbamos verles la cara a los del Vietcong, supliqué continuamente al dios de la guerra que nos sacase de allí y nos permitiese luchar en espacios abiertos; pero me arrepentí rápidamente cuando mis deseos se hicieron realidad y participamos en la larguísima Batalla de Hue. Arrasamos literalmente esa ciudad a bombazos y tuvimos que pelear calle por calle dejando muchos muertos y heridos por el camino. ¡Maldita sea, la tensión que sufría en la jungla se quedaba en nada si la comparaba con la que me provocaba el temor de que me disparasen desde cualquier ventana o azotea!
La Batalla de Hue fue la primera gran victoria del Vietcong y la primera gran derrota del hasta entonces invencible ejército norteamericano. Yo no fui testigo de su final porque antes fui apresado por el Vietcong y, por el momento, la guerra terminó para mí. Muchos soldados afirmaban que los norvietnamitas torturaban a los prisioneros norteamericanos y sería mejor pegarse un tiro antes que caer en sus manos. Yo no me hice esos planteamientos porque ni tan siquiera quería pensar en una u otra posibilidad. A pesar de todo, seguí teniendo suerte, pues, sin excepción, y sea cuál sea el país en que se luche, en el frente de batalla no se hacen prisioneros. Así que si sobreviví fue gracias a que el techo metálico de un cobertizo en el que me había refugiado se vino abajo al recibir el impacto de una bomba. No me aplastó de milagro, pero sufrí un golpe en la cabeza que me dejó inconsciente. Permanecí enterrado mientras las tropas norteamericanas se retiraban. Al día siguiente escribirían en mi ficha: desaparecido en combate.
Al recobrar el conocimiento me extrañó el silencio que reinaba. Me pregunté si mis tímpanos se habrían roto. Entonces oí unas voces que hablaban en vietnamita y, al poco, alguien apartó la plancha de zinc que me inmovilizaba. Eran cuatro hombres y vestían uniformes del Vietcong. Pensé que había llegado mi hora y no imaginé que la fortuna volviese a estar conmigo en ese aciago día. Pero pertenecían al Cuerpo de Sanidad y, aunque terminarían metiéndome entre rejas, empezaron por curar mis heridas y darme agua.
Al principio de este relato mencioné que las batallas europeas de la Primera y la Segunda Guerra Mundial no habían tenido el menor parecido con la Guerra de Vietnam; ahora diré lo mismo acerca de los campos de concentración en que se encerraba a los prisioneros, pues los del Vietcong, o por lo menos el que estuve yo, era otro mundo. Unas imágenes que valdrán más que mil palabras son las de la película “El Cazador” (“The Deer Hunter”) en que Robert De Niro y Christopher Walken eran prisioneros del Vietcong y estaban encerrados en una jaula de bambú que se hallaba dentro de un rio del que ellos solamente podían asomar la cabeza. En el campo de concentración que me internaron junto con un centenar de presos survietnamitas y norteamericanos, se usaba este método como castigo, pero también te metían allí durante la primera semana para darte la bienvenida.
Estábamos en medio de la jungla y la única vía de comunicación era una polvorienta pista forestal. La comida, pura bazofia. Con faltas o sin ellas nos apaleaban con cañas de bambú a toda hora: les gustaban sobre todo las que eran tiernas y elásticas. En cuanto a los parásitos, las serpientes y las ratas, los teníamos a mansalva. Las frecuentes defunciones se debían a infecciones, enfermedades, picaduras venenosas, heridas recibidas al ser apaleados o simplemente a causa de desnutrición. Evitábamos hablar de los presos que desaparecían sin dejar rastro y temíamos que fuesen torturados hasta morir.
Los del Vietcong incluso odiaban más a los survietnamitas que a nosotros, y vi como un oficial borracho asesinaba a uno de ellos pegándole un balazo en la cabeza porque no había cumplido cierta orden con suficiente rapidez. Una vez tuve una discusión filosófica con un prisionero de Boston que despotricaba contra los norvietnamitas afirmando que eran unos sádicos salvajes. Le repliqué, y le dejé sin palabras, preguntándole cómo se sentiría él si el Vietcong invadiese Estados Unidos y arrasase Boston ayudado por soldados sureños, pongamos por caso, de Texas, Alabama y Misisipi, como habíamos hecho en Hue. Sí, a nosotros, los todopoderosos norteamericanos, nos horripila que un terrorista coloque una bomba y mande por los aires un edificio de nuestro amado país; sin embargo, permaneceremos impasibles al enterarnos que nuestras tropas no han dejado piedra sobre piedra en una población asiática o africana.
Las jornadas en el campo de concentración podían tener dos facetas de las que sería difícil decidir cuál era peor; porque si nos encargaban alguna tarea, nos deslomaríamos bajo el sol tropical corriendo el riesgo de ser picados por alguna serpiente venenosa y recibiríamos algún que otro castigo físico sin razón alguna; pero, de no ser así, permaneceríamos todo el santo día apelotonados en nuestras jaulas de bambú.
Como sería de esperar en unas circunstancias tan dramáticas, de vez en cuando algún prisionero se trastornaba. Aunque también podía ser que no aguantase más y, queriendo acabar rápidamente con aquel suplicio, se enfrentaba a los guardas. Normalmente, empezaban por apalear a esos rebeldes y los dejaban atados a un poste bajo el sol hasta que oscurecía. En esas ocasiones, los demás nos acostábamos sabiendo que no volveríamos a verlos, que durante la noche se los llevarían a la jungla y quizás les pegasen un tiro o los degollasen. Preferíamos no pensar en las posibles torturas.
Como si ya hubiese gastado todos mis números de la suerte, creí que mis días habrían terminado cuando me vi metido en un fregado sin buscarlo ni quererlo. Un atardecer, mientras cenábamos con la bazofia habitual de arroz salteado de insectos y verdura podrida, de pronto se nos echaron encima los guardas con sus cañas de bambú pisoteando la comida y nos obligaron a formar en medio del patio. La mínima alteración de la rutina en un sitio como aquel solamente podía tener un significado: las cosas habrían pasado de estar mal a estar peor. Nos cagamos de miedo aun antes de saber que la denominación de peor se quedaba corta. Resulta alguien había asesinado a un guarda apuñalándolo y el comandante del campo de concentración se subía por las paredes exigiendo justicia.
Primero ordenó a quien fuese culpable de aquel “horrendo” crimen que diese un paso al frente. No hubo el menor movimiento. Me pregunté si a nuestro obtuso oficial no se le pasaría por la cabeza la posibilidad de que el asesino no fuese un prisionero, sino uno de los guardas que, precisamente, llevaban unas largas dagas. Supe aterrado que no sería así al ver que el comandante recorría la formación e iba seleccionando a algunos hombres aparentemente al tuntún, mandándoles dar un paso al frente. Yo fui uno de ellos. Éramos diez, y las piernas me flaquearon al oír que seríamos fusilados como represalia. Dos de los guardas me ataron inmediatamente las manos a la espalda y me llevaron a empujones hacia la jungla: ahora sí que había llegado mi hora.
Sin embargo, en cuanto nos alejamos del campamento me libraron de las ataduras y dejaron de tratarme mal. Mi asombro aumentó porque ahora me indicaban amablemente el camino a seguir. Nos detuvimos al escuchar varios disparos: unos hombres inocentes estaban siendo asesinados. Cuando uno de los guardas desenfundó su pistola, di por sentado que me había llegado el turno. Pero lo que hizo fue disparar al aire y luego volvió a guardar el arma sonriéndome. ¡Yo estaba atónito y no entendía nada!
La oscuridad ya era total y los guardas encendieron sendas linternas. Continuamos avanzando por un sendero de la jungla hasta que, media horas después, empezaron a verse luces. Al poco llegamos a un campamento del Vietcong. Los soldados que hacían guardia nos cedieron el paso como si ya nos esperasen. Las instalaciones eran precarias, con tiendas de campaña o chamizos de bambú. La única excepción era una cabaña de madera levantada sobre unos pilares a la que se accedía por una corta escalera.
Uno de los guardas se quedó conmigo mientras el otro subía y llamaba a la puerta pidiendo permiso para entrar. Reconocí dos palabras de las pocas que sabía del idioma vietnamita: teniente y prisionero. El guarda regresó y ordenó que le siguiese. Fuimos al chamizo de las duchas y me entregó un auténtico tesoro: una pastilla de jabón y una toalla. También me dio una camisa, unos pantalones y unas sandalias vietnamitas, que substituirían mi deshilachado uniforme y mis agujereadas botas, y unos calzoncillos que me permitirían librarme de los que llevaba, que estaban tiznados de manchas y hedían peor que una letrina.
El guarda permitió que me lavase sin prisas, gozando de tan insólito placer. Luego me llevó de vuelta a la cabaña de madera, pero en esta ocasión quiso que subiese las escaleras con él. Arriba se repitió la llamada a la puerta con los nudillos y las palabra teniente y prisionero. Después me ordenó entrar y él se quedó afuera. Di dos pasos al frente y me detuve cuando la puerta se cerró a mis espaldas. Me hallaba en una estancia que mediría unos treinta metros cuadrados y estaba partida en dos partes por un biombo de bambú. En una de ellas había una camastro y ropa colgada. La otra parte servía de oficina y tenía un escritorio. Tras éste estaba sentado un oficial del Vietcong que leía un documento. Se iluminaba con una pequeña lámpara que no me permitió ver su cara hasta que la levantó hacia mí. Mi boca se abrió mostrando mi asombro al reconocer a la joven que yo había salvado de ser violada. Parecía más adulta, y también más dura. Se le escapó un principio de sonrisa al advertir mi turbación y me calmó con una mirada que se podría definir de cariñosa.
Un soldado trajo una bandeja llena de comida que me humedeció la boca con su aroma. Cené glotonamente mientras ella me contaba que se llamaba Mai y que, cuando la había salvado, ya pertenecía al Vietcong y que el vietnamita que los tres soldados de mi pelotón habían asesinado no era su padre, sino un oficial superior. Me explicó que pocos días antes había estado en mi campo de concentración y, a pesar de mi demacrado aspecto, me había reconocido entre los otros presos. Entonces planeó mi fuga y sobornó al comandante y los guardas que me habían traído justo a tiempo de salvarme la vida. ¿Fuga? ¡No podía creérmelo! Me recordó que, por lo menos supuestamente, yo había muerto aquella noche y nadie me echaría en falta. Al fin puso la guinda del pastel añadiendo que nos encontrábamos a corta distancia de la frontera laosiana y que un soldado de confianza me guiaría inmediatamente hasta allí. Me despedí agradeciéndole de todo corazón lo que estaba haciendo por mí, pero ella le quitó importancia diciendo que solamente me había devuelto el favor y ahora estábamos en paz.
Muchos años después, y adentrándome ya en la vejez, me acerqué a la mujer del carrito de fruta y la saludé por su nombre. Ella se quitó el pañuelo que cubría parte de su cara y dijo sonriendo que la noche anterior había soñado conmigo. Nos habíamos conocido siendo muy jóvenes y nos reencontrábamos en el último capítulo de nuestras vidas. Le conté que siempre había creído que ella habría terminado haciendo una carrera política o militar, y me aclaró que, tras acabar la guerra, no le gustaron las restricciones y la falta de libertad general que impuso Ho Chi Min y se había licenciado del ejército para crear el suyo propio: una buena colección de indómitos, pero responsables hijos.
Le compré una piña muy sabrosa y nos despedimos con un “hasta pronto”. Cuando ya me alejaba, ella me preguntó mi nombre.
“Jack”, respondí.
“Pues te voy a decir, Jack, que con tu heroica aparición no solamente me salvaste la vida, sino que me vacunaste contra el peor de los males, el odio. Sí, mi buen amigo, tú curaste el odio que sentía hacia los soldados de tu país y recobré un poco la fe en los hombres. Gracias”.
Fin.
N. A. Con una simple y rápida mirada reconocí a una mujer asiática con la que me había cruzado treinta años antes.
*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.
Dejar una Respuesta