Relato divergente. La Luna llena salió tras las dunas

Mi abuelo, que era mucho abuelo, pertenecía a un mundo que ya no existe. Había vivido muchos años en África y Asia. Con un palo en la mano y subido a un árbol, se había defendido de una familia de leones. Había atravesado más de un desierto en caravanas de camellos, cruzado ilegalmente fronteras de noche, navegado por ríos en balsas de troncos, recorrido montando a caballo tierras dominadas por la guerrilla y trepado altas montañas cubiertas de nieve. Incluso participó en cierta guerra civil al ser obligado a enrolarse en el ejército local durante una revolución.

Eran docenas de historias, anécdotas y aventuras con las que llenó mi mente infantil poniendo la semilla de la que nacería mi imparable imaginación.

Desde el momento en que el abuelo entró en mi vida, tenía yo entonces diez años, se convirtió en mi narrador de cuentos privado, y también fue mi amigo, maestro y tutor. Él me dio cuanto me faltaba en la casa que mis padres tenían en la parte alta de Barcelona.

Papá era un empresario para quien solamente había una cosa importante en la vida: ¡El dinero! Mamá estaba convencida de haber sido siempre una princesa, que fue educada para ser princesa, y cumplía debidamente con ese papel. Yo no parecía representar nada para ellos, pues siempre se libraban de mí entre internados, cursos y colonias.

Con todo esto será fácil imaginar lo que significó para mí la aparición del abuelo paterno. En realidad, su llegada no solamente alteró mi vida, sino también la de toda la casa. Su forma de comportarse, abierta y sin manías, asustó a la criada finolis y puso inmediatamente histérico a mi padre, y mi madre decidió que era el momento adecuado para hacer unos cursos de yoga en Suiza.

Yo estaba en casa gracias a las vacaciones de verano, pero ya me habían matriculado en un largo y aburrido curso de perfeccionamiento escolar para llenar las siguientes semanas.

Una tarde, al oír voces, acerqué mi oído a la puerta del despacho de mi padre. Entonces me enteré de la llegada de aquel abuelo al que todavía no conocía.

“He venido a pasar mis últimos días aquí, tanto si te gusta como si no”, le estaba diciendo a papá sin cortarse un pelo. “Pero no sufras, pues no creo que alargue mucho, y menos viviendo así, entre jardines recortados, calles asfaltadas y coches humeantes. En lo referente al niño, se acabó tenerlo abandonado en escuelas lejanas: desde ahora lo mantendré a mi lado y cuidaré de él”.

Yo, que temía a mi padre, no le reconocía en el papel de sumiso y diciendo que sí a todo lo que le imponía aquel hombre endurecido en la selva. Al escuchar tales noticias, mi boca se ensanchó con una sonrisa que llegaba de oreja a oreja. Sin aguantar la tentación, abrí sigilosamente la puerta y fui testigo directo de lo que iba a dar un giro a mi vida, mi futuro y mi carácter.

¡Ah, mi querido abuelo, qué imponente apareciste ante mis ojos, allí, plantado en medio del despacho! En el primer momento sólo logré ver huesos, arrugas, pelo blanco y la destellante mirada de unos insólitos ojos de color índigo. ¿Qué tendrías?, ¿setenta y cinco años?, ¿o quizás menos? Pero ante mis ojos infantiles encarnabas a Matusalén.

Mi padre, también de pie, pero apoyándose en el respaldo de un sillón, representaba frente a ti la blandura total. Sus michelines, calvicie y gafas le daban una apariencia mucho más débil frente a tu saludable fuerza.

Sin advertir mi presencia, mi padre redondeó la fabulosa noticia del día añadiendo:

«Perfecto, es perfecto. Como sabrás, mi mujer se ausenta con mucha frecuencia, y a mí me acaban de ofrecer un cargo político que me mantendrá casi permanentemente fuera de la ciudad. Así que no solamente te puedes encargar del chico, sino también de la administración de la casa. Sí, todo para ti, “querido” padre».

Aquel “querido” sonó lúgubre y el abuelo observó a su hijo con pena.
Evidentemente, yo era demasiado joven para entender lo que pasaba, pero lo recordaría, como sólo los niños saben hacerlo, hasta que tuve suficiente edad para descifrar aquel recuerdo.

Mi abuelo vivió todavía tres años más. A mis padres los vimos, quizás, media docena de veces; así que poco pudieron alterar o influir en nuestra forma de vida. El abuelo convenció rápidamente a la criada de que se despidiera y, apenas ella y sus maletas salieron por la puerta, cogió el teléfono e hizo una llamada al otro extremo del mundo, a Corea.
“Se trata de unos buenos amigos que, además, son unos cocineros de primera”, me explicó escuetamente.

A los dos días ya estaban en casa. Formaban una sonriente y amable pareja de unos cincuenta años. Con ellos aprendí el arte asiático de vivir, las delicadezas de la cocina y la decoración, así como los rituales y ceremonias que ayudan a que la vida tenga cada día un aroma especial.

Durante los años siguientes mis temas de estudio se ampliaron. Eran unas enseñanzas que pocas veces podía compartir con los otros chicos, que se mostraban poco interesados en la meditación, los ecosistemas, la biogeografía, las culturas tribales, las energías, los viajes astrales, etcétera.

Estas lecciones y las de la escuela, así como las enseñanzas coreanas, no interferían jamás en lo que sucedía todas las tardes a las ocho cuando, después de haber cenado, mi abuelo me acompañaba hasta mi habitación, ponía una cinta de distintas músicas, a cuál más exótica, y empezaba la narración de cualquiera de sus movidas o viajes, o alguna leyenda que hubiese escuchado. Las historias de mi abuelo alimentaban de tal forma mi mundo de fantasía en aquellos años como para que no me sentase ni una sola vez ante el televisor.

Entre todos los sucesos que el abuelo me contó hubo uno que repitió en varias ocasiones y siempre lo recordaba como algo muy especial.

«Creo que fue la vez en que más cerca estuve de la muerte”, decía hechizándome. “Y por lo absurdo de la situación, aprendí que casi siempre morimos cuando nos dejamos morir. Por eso dicen que mala hierba nunca muere, porque quien se empeña en vivir, vive.

En aquel tiempo me encontraba en un país del África Occidental, en una pequeña aldea donde convivían tranquilamente mezclados gente de diferentes etnias; había Wolof y Mandinga, y otros que no recuerdo.
De todas maneras, al ser aquel un sitio muy alejado de otras ciudades o aldeas, y aislado por el desierto y la selva, allí se habían creado formas sociales autóctonas en las que imperaba una gran tolerancia. El sistema por el que se regían era lo más parecido a un matriarcado, con las mujeres organizando y mandando en la aldea, y los hombres casi permanentemente liados en exploraciones y cacerías de las que además regresaban con leña.

En aquella aldea se encontraban muy pocas señales de que el mundo moderno hubiese pasado por allí. Nada de electricidad, por lo que todo el mundo tenía linternas chinas con baterías tan débiles como para no iluminar a más de un metro. También había un radiocasete y dos cintas de música local, que era toda la variedad disponible cuando organizábamos alguna fiesta.

La posesión más extraña del lugar era un espejo, sólo uno, pero grande, inmenso y enmarcado en fina ebanistería, del que nadie lograba recordar cómo habría llegado allí. Aunque sí tenían claro que debía provenir del mundo del hombre blanco. Hacía ya muchos años que la gente había demostrado su sabiduría al decidir unánimemente que cada momento pasado frente al espejo era un momento perdido. Así que mantenían al espejo guardado como algo importante y de gran valor, pero arrinconado y cubierto de polvo en la cabaña del jefe de la tribu.

El día en que tan cerca vi a la muerte habíamos organizado una fiesta con los amigos Musa, Pa, Karfa, Jah, Boy y los otros. Llegados a este punto, te aclararé lo que para ellos significaba una fiesta: se juntaban todas las monedas posibles y comprábamos baterías para el radiocasete; pero en caso de necesidad se mangaban desvergonzadamente las de las linternas de los padres y los amigos. También se conseguía té verde, azúcar, un poco de marihuana y unos cuantos cigarrillos. Y ya está. Esto era cuanto necesitábamos para una fiesta. Musa prepararía el té lenta y pacientemente. Boy se encargaría de limpiar la hierba con la que llenaríamos la cabaña de humo. En caso de venir algunas chicas, se bailaría. Yo no, yo era demasiado viejo; si iba con ellos era para reír, para alucinar, para ver cómo se divertían.

Las necesidades de tales fiestas eran mínimas y se podían montar en cualquier rincón o cabaña. La del día de marras se haría de atardecida en un bosquecillo que quedaba a un par de kilómetros de la aldea, justo donde empezaba el desierto.

Mis amigos pasarían el día trabajando en los campos y nos encontraríamos directamente allí. Sabiendo que por aquellas tierras las distancias podían variar mucho dependiendo de quién las calculara, decidí ir de mañanita para ver con mis propios ojos dónde quedaba el lugar de la cita; después regresaría a la aldea con tiempo para el almuerzo y la siesta.

Empecé a andar, me alejé de las últimas cabañas, pasé por los huertos de la comunidad, subí una cuesta y crucé entre unos árboles siguiendo la ruta que me habían indicado. Al llegar de nuevo a espacio abierto, vi una granja a unos quinientos metros a mi derecha. Si seguía por la izquierda me encontraría con unas dunas que parecían un preámbulo del desierto; pero detrás de éstas sobresalían algunos árboles y, pensando que aquél debía de ser el lugar escogido para la fiesta, decidí que llegaría antes si atajaba por allí.

Cuando llevaba recorridos unos quinientos metros en esa dirección, oí voces a mis espaldas. Al volverme vi a dos hombres que salían entre unos arbustos; llevaban por toda vestimenta unos taparrabos y me amenazaban con largas lanzas mientras seguían gritando. Toda mi tranquilidad se convirtió inmediatamente en paranoia y me apresuré a seguir mi camino alejándome de los peligrosos salvajes. Pero los gritos subieron de volumen cuanto empecé a andar. De reojo pude ver que los dos caníbales corrían hacia mí blandiendo las lanzas. Sin pensarlo un segundo, salí volando camino de las dunas. Supongo que batí mi propio récord juvenil de velocidad. El esfuerzo me agotó pronto y acabé la carrera dejándome caer a la sombra de unas rocas.

Me tranquilicé al comprobar que no había ni rastro de mis perseguidores; aunque no por eso mejoró mi estado. Mi estómago parecía empeñado en sacar la primera papilla. El corazón iba a estallar y los pulmones a colapsarse, ¿o acaso sería más acertado al revés?

Cuando recuperé el resuello, comprobé que mi escapada me había llevado muy cerca de las dunas. Quien no se haya enfrentado nunca a ellas, tan bonitas, suaves y blandas, no sabe que son un contrincante muy duro y doloroso, mucho más, pongamos por caso, que la nieve, el agua o la espesura de la selva. Además, en una duna no puedes detenerte para descansar, pues al hacerlo desciendes automáticamente. Alcancé la cumbre con todos los músculos doloridos. Desde allí descubrí que las copas de los árboles que había visto no se hallaban detrás de aquella duna sino de la siguiente. Así que ya me tienes enfrentado a una nueva ascensión con el Sol alcanzando su cenit.

En la siguiente cumbre debería haber hallado un letrero diciendo, “¡Sorpresa!”, porque las supuestas copas de unos árboles resultaron ser cuatro plantas de un tipo que podríamos denominar “parásitas de las dunas” porque sobreviven precisamente aprovechando el movimiento constante de la arena. Para mayor sorpresa, al observar en todas las direcciones descubrí que a mí alrededor solamente veía desierto. Sabía que el principio de aquel mundo de arena se hallaba muy cerca y que la selva no quedaba muy lejos. Pero ¿dónde?

Me senté, traté de tranquilizarme, y reflexioné: “Si he subido dos dunas viniendo desde esa dirección, entonces la cosa está clara y no he de tener ningún problema. Descenderé de esta duna, treparé la siguiente, veré el llano árido que acabo de cruzar, y punto”.

Sin embargo, las sorpresas del día no habían terminado, y al acabar la ascensión de la siguiente duna solamente hallé el desierto infinito. En ese momento la cabeza empezó a darme vueltas, y me asusté y perdí el control.

Una hora después había trepado y descendido, me pareció a mí, docenas de dunas. Estaba agotado, sediento, y no tenía la menor idea de dónde me encontraba. A ratos lloré, grité y corrí desesperadamente hasta caer de nuevo agotado. Debido a los tórridos rayos solares, sufría un terrible dolor de cabeza; cuando pensé en ello, me quité la camisa para ponérmela a modo de turbante protector, sin suponer que en la próxima hora la piel de mis hombros, pecho y espalda iba a enrojecer como un tomate.

Al avanzar el día pude echarme a descansar en una sombra recién aparecida. Estaba tan cansado que caí en el sueño instantáneamente.

Me despertó el frescor del ocaso. De nuevo se me hizo clara mi dramática situación: ¡Estaba perdido en el desierto, no había bebido ni comido nada en todo el día, había sudado a mares y no tenía nada con qué protegerme del frío de la noche! ¡Lo tenía fatal! Di por sentado que no sobreviviría al día siguiente, pero antes de palmarla las iba a pasar muy putas.

La Luna llena salió tras las dunas. ¡Claro, de ahí la fiesta! Echado cómodamente sobre la arena reflexioné acerca de mi vida, mientras veía ascender el astro por el espacio. Pensé en mi mujer, en la casa y en todo lo demás que había dejado en Europa hacía muchos años. Me pregunté si habría valido la pena, y concluí que sí, que había valido mucho la pena escapar de la insulsa vida burguesa para lograr… tanto. Era un “tanto” que nadie que no haya experimentado la vida del nómada, nadie que no haya sido “poeta, explorador y aventurero”, podría tan siquiera imaginar. Aquel pensamiento me tranquilizó. El miedo se desvaneció. Incluso llegué a creer que, para alguien que había vivido como yo, aquél era un buen sitio para morir. No obstante, casi al mismo tiempo se metió en mi mente otra idea. ¡Aunque mi vida hubiese estado de coña, no podía morir todavía porque quería hacer cuatro cosas más!

Me pareció curioso tener tal revelación precisamente en aquel momento. Además, llegaba acompañándose con música de fondo, una música muy conocida, la del reggae y el jazz local que estaba grabada en las dos cintas de nuestras fiestas.

Al prestar atención oí con claridad que era realmente música y no una alucinación. Entonces subí a lo más alto de la duna donde me hallaba y, bajo ella, vi las llamas de una hoguera que destellaban junto a unos árboles. Allí, riendo y charlando, estaban mis amigos preparando el té y fumando maría.

Relato divergente. La Luna llena salió tras las dunas

Acababa de descubrir que había pasado todo el día recorriendo un terreno de menos de un kilómetro cuadrado y había estado dispuesto a morir de hambre y sed a menos de cien metros de un huerto y una fuente de agua cristalina.

“Caray, tío, ya pensábamos que te habías olvidado de nuestra fiesta”, dijeron mis amigos sin imaginar mi drama.

Entonces vi sentados entre ellos a los dos caníbales que me habían perseguido por la mañana.

“Queríamos avisarte de que estabas tomando el camino equivocado y te ibas a meter en el desierto”, me explicó sonriendo amablemente uno de ellos.

Mientras yo me ruborizaba sintiéndome como un idiota, Musa me los presentó diciendo que eran unos tíos suyos que vivían a media jornada de distancia y habían venido a celebrar la fiesta de la Luna llena con nosotros.

Supongo, mi querido nieto, que, si esperabas una aventura con estampidas de búfalos enloquecidos, peligrosos leones o devastadores terremotos, ésta te habrá sabido a poco; pero, para mí, aquel día estuvo lleno de lecciones importantes. Además, estuve muy cerca de la muerte, una muerte, si quieres, como cuando uno se ahoga en la bañera, pero muerte al fin y al cabo».

Con el paso de los años yo también llegué a comprender lo especial que fue aquella “aventura” entre todas las aventuras de mi abuelo.

Él me convirtió en un hombre, un filósofo, un trotamundos y un escritor.
A mi padre, y a su herencia que hoy acabo de cobrar, le deberé los viajes que haré por todo el mundo, pero, sobre todo, la biografía del abuelo que voy a editar y distribuir con su dinero.

Fin.

RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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