Relato divergente. La vida es así, y punto

El ayer.

Ser el único humano de este planeta tiene un sinfín de ventajas; pero también algunos inconvenientes, como lo es que no haya nadie que me pueda aclarar quién soy y de dónde vengo. A pesar de mi amplia cultura, pues sé que el Sol es una estrella más entre millones de ellas y conozco los nombres de los animales con los que comparto estas extensas praderas, en mis recuerdos no encuentro la menor clave acerca de mi pasado.

A ese respecto, mis conocimientos también incluyen dos datos de gran importancia: soy un hombre adulto que no sufre amnesia, porque es evidente que mi cerebro funciona perfectamente. Sin embargo, no recuerdo haber sido un niño, aunque sí sé qué es la infancia. Al ver cómo se reproducen y nacen los animales, supongo que mi caso habrá sido parecido, pues no creo haber surgido de la nada.

De ser como los animales, ¿dónde están la hembra y el macho a los que debo la vida? ¿Acaso pertenecían a una manada que migraba con las estaciones, igual que hacen las demás y, tras marcharse, jamás regresaron por la razón que fuese? Cuántas veces habré creído ver a lo lejos a gente parecida a mí, pero cuando he llegado he descubierto que era una tribu de primates de otras especies. Tampoco he encontrado jamás algún esqueleto que pudiese ser de alguien parecido a mí.

Entre las muchas preguntas que me hago sin dar con la respuesta, está la de esa inexistente infancia. Los cachorros aprenden dificultosamente a andar, y los pollitos a volar, con los cuidados de sus madres; mientras que yo siempre he sido un adulto.

Recorro grandes distancias, me alimento con las verduras, los tubérculos y la fruta que encuentro en mi camino, y duermo acostado sobre la hierba mirando las estrellas. Voy sobrado de salud, nunca he enfermado y las inevitables heridas se curan por sí mismas sin darme problemas.

Lo mejor de mi situación es la buena relación que mantengo con los animales, que podría denominar de simple amistad. Una relación que me evita la menor posibilidad de sentirme solo.

Relato divergente. La vida es así, y punto

Los herbívoros no me temen y permiten que juegue con sus crías. ¡Cuánto me gusta acariciar una gacela o una jirafa de pocos días! Los más traviesos y divertidos son los elefantes pequeñitos, que tiran de mí con su trompa para que los acompañe en sus correrías mientras sus madres nos observan con indiferencia.

En ese aspecto, los búfalos y los toros son una excepción, pues, aunque no me ataquen ni huyan, me aconsejan con sus serias miradas que mantenga las distancias; y yo, como buen vecino, acepto sus deseos sin rechistar. En estas infinitas praderas sería tan absurdo que tratase de juntarme con un animal que no me diese la bienvenida como lo sería que lo hiciese con uno que apestase a carroña, ¿verdad?

El caso que me parece más insólito es el de las panteras, como los leones o los leopardos, y también el de las hienas, que ni tan siquiera se meten conmigo si me acerco cuando están devorando una presa. Al alimentarme exclusivamente con vegetales, quizás podría esperarse que me horripilase ver el cadáver y la sangre que en algunos casos será, por ejemplo, de un pobre antílope topi que fuera amigo mío. Afortunadamente, no es así, y acepto esos dramas con la misma naturalidad que lo hago con las lluvias, el calor o los molestos insectos: la vida es así, y punto.

Para valorar debidamente algunas de las ventajas que me aporta la soledad, he tenido que reflexionar acerca de ellas observando a mi alrededor. Voy adonde quiero sin tener que seguir los pasos de un líder que me humille. Si me apetece descansar, dormir, beber o comer, lo hago sin plantearme si será del gusto de otro. Nadie me atosiga con sus necesidades o exigencias. Escojo el fruto más sabroso de un árbol sin verme obligado a cedérselo a algún pariente.

Aunque me admira el amor que sienten los padres por sus vástagos, me alegra no tener que proteger a mis cachorros ni sufrir pena al contemplar cómo, en muchos casos, son devorados por los depredadores o mueren en un accidente.

En cuanto al sistema de reproducción, con las encarnizadas contiendas entre los machos de las que salen frecuentemente malheridos y ver la desagradable forma con que paren las hembras, no echo en falta participar en él. Entiendo que todo ello tenga que ver con la supervivencia de las especies, pero, de todos modos, me resulta incomprensible que se tomen tantas molestias para cumplir con ese cometido.

Mi vida, sin dejar de ser apacible, sufrió recientemente una pequeña y positiva transformación al juntarse conmigo dos de los animales por los que siento más simpatía: un guepardo y un águila gris de cabeza blanca. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, ambos hicieron acto de presencia el mismo día. Con su afilada vista, seguramente me habrían estado observando un tiempo antes de decidir acercárseme.

Tenían en común que eran unos machos adultos que, tras haber satisfecho los deseos naturales de dejar tras ellos una progenie, ahora gozaban de la soledad igual que yo. Me gustó que fuesen silenciosos y se limitasen a acompañarme aceptando la dirección que yo escogiera: la pantera, marchando a mi lado, pero sin pegarse a mis piernas, y el águila, planeando perezosamente llevada por la brisa. Por definirlo de alguna manera, tuve la sensación de seguir estando solo, pero, al mismo tiempo, bien acompañado.

Desde entonces hemos creado un insólito trío. Entre nosotros se ha formado un vínculo en el que priman la amistad, pero también el respeto hacia las costumbres y la forma de supervivencia de los otros. Verlos cazar me deja siempre boquiabierto. ¡Qué velocidad, qué agilidad y qué exactitud! Una prueba más de nuestra buena relación es que, en un par de ocasiones, y hasta que les convencí de que era vegetariano, ambos quisieron compartir su comida conmigo. ¡Ja, qué cara pusieron cuando les pagué con la misma moneda y les propuse comer unos sabrosos frutos!

Para dormir también tuvimos que adaptarnos a las costumbres de los otros. Al atardecer empezamos a buscar uno de los solitarios árboles que saltean la pradera para que mis dos amigos pasen la noche en sus ramas: el guepardo en las bajas y el águila, en las más altas. Y yo, a pesar de que puedo trepar por los troncos con la soltura de un mono, habilidad que adquirí para recolectar fruta, prefiero dormir sobre la mullida hierba, donde, además, me hacen compañía algunos simpáticos roedores que se sienten protegidos a mí lado.

Hoy.

Hasta esta mañana, daba por sentado que ya lo sabía todo de la vida y que mi agradable rutina, si se puede denominar así a mi continuo deambular de un lado a otro, no sufriría ningún cambio sustancial, pero me equivocaba.

Intuyendo que apretaría el calor, dirigí mis pasos el este, hacia una laguna cubierta por un bosquecillo, en la que podríamos refrescarnos los tres y tendernos a la sombra cuando llegase el bochornoso mediodía. Mis dos amigos ya conocían ese sitio y el águila incluso se nos adelantó. Antes de llegar oímos su llamada advirtiéndonos que sucedía algo inusual. El guepardo respondió con un gruñido. Me pregunté qué podría esperarnos allí, bajo los apacibles árboles. Sabiendo que no tenía enemigos, continué adelante sin alarmarme. Pero la curiosidad me acuciaba.

Primero no vi nada extraño. No éramos lo únicos en haber pensado en aquel refugio, y por los alrededores de la laguna había docenas de monos, roedores, pájaros, e incluso una preciosa serpiente de buen tamaño que me sonrió enigmáticamente. Entonces noté movimiento en el agua y me asombró ver emerger un animal al que, de entrada, confundí con un primate desconocido.

Tardé unos cortos instantes en comprender mi error y descubrir que aquel espécimen pertenecía a mi misma especie. ¡Era un ser humano! ¡Era la primera persona que veía! ¡Pero es que, además, era una hembra! ¡Era una mujer! ¡Y era la cosa más hermosa que hubiese visto jamás!

Mis ojos se desorbitaron y mi boca hizo lo propio. Al contemplar su atrayente cuerpo descubrí, asimismo atónito, que el pingajo que colgaba entre mis piernas había dejado de servir exclusivamente para mear. ¡Estaba tomando una forma insólita al aumentar su grosor y largura, al mismo tiempo que levantaba la cabeza como si me señalase el camino a seguir para llegar a la mujer! ¡Definitivamente, era el día de los portentos!

La mujer no advirtió mi presencia hasta que se halló sobre la hierba de la orilla. Al verme tuvo una reacción parecida a la mía. Por la forma en que me miraba adiviné que tampoco habría visto antes a otro ser humano. También supe inmediatamente que mantenía una relación amistosa con los animales porque, cuando el guepardo se le acercó, ella le acarició tranquilamente la cabeza.

No hicieron falta palabras para explicar que ambos nos hallábamos en la misma situación y teníamos las mismas preguntas sin respuesta sobre nuestros orígenes. Las emociones se encargaron de lo demás y, a pesar de las ideas que hubiésemos tenido anteriormente acerca de la reproducción, nos apresuramos a ponernos al día, descubriendo que aquel jueguecito sexual podía ser muy placentero. Tanto nos gustó que lo repetimos varias veces sin que nos molestasen los animales mirones que no perdían detalle de nuestros revolcones.

Este novedoso ejercicio físico nos provocó hambre y entonces la mujer, señalando hacia el otro lado del bosquecillo, me propuso:

“Entre aquellos árboles hay un manzano cargado de fruta; ¿te apetecería comer una sabrosa manzana?”.

Yo, que me sentía en la gloria y hubiese estado dispuesto a seguirla hasta el fin del mundo, acepté encantado sin sospechar que nos íbamos a meter en un aprieto de mucho cuidado.

Fin.

N.P.A. (nota pésimo autor)

  • Según la versión nepalesa de la Biblia, Adán y Eva no comieron una manzana, sino una guayaba.
  • Adán fue el único hombre que pudo decir sinceramente: “Eres la mujer más bella que haya visto jamás”.
RELATO DIVERGENTE, de Nando Baba
RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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