¿Nos van a comer los chinos? ¿Está el dragón a punto de despertar de su sueño centenario, y de llevársenos a todos por delante en el proceso? ¿Vamos camino de un nuevo orden mundial, dictado desde Pekín?
Llevamos varias décadas oyendo profecías de este tipo casi a diario. Vista desde Occidente, China parece ser el nuevo peligro amarillo, como antaño lo fue Japón. Hasta que la locomotora económica nipona acabó descarrilando de mala manera en los años 90, claro.
Expertos en economía y geopolítica de medio mundo se tiran de los pelos ante las previsiones de que China sea la nueva potencia mundial. Pero no parece que los augurios se terminen de cumplir. Eso de que el dragón chino nos va a comer a todos se viene diciendo, por lo menos, desde el año 2000. Y, aún así, el momento de China nunca acaba de llegar.
¿Será tan fiero el dragón como lo pintan?
Sorpresas inesperadas en la aduana
El mes pasado tuve ocasión de pasar un par de semanas viajando por China. Era mi primera vez en China Continental, después de haber estado en Hong Kong y Macao en más de una ocasión.
Además de visitar templos milenarios y perderme por montañas de picos imposibles, quise aprovechar el viaje para conocer la realidad china desde dentro. Ver con mis propios ojos cuán poderoso es ese dragón que tan temible nos pintan.
Y, la verdad, debo decir que China me sorprendió. Pero, más que nada, por los pequeños detalles.
Al llegar al aeropuerto en Pekín, me dirigí al control de pasaportes. Un poco acongojado, la verdad, después de oír tantas historias para no dormir sobre la draconiana burocracia china. Pues bien, la chica de la ventanilla, muy jovencita, viendo mi pasaporte español se dirigió a mí en perfecto castellano.
Me hizo el par de preguntas de rigor: si venía de turismo y si tenía planeado visitar más lugares aparte de Pekín.
- Voy a estar unos días en Pekín, luego visitaré Luoyang y, finalmente, terminaré el viaje en el Parque Nacional de Zhangjjajie, para ver las montañas –le dije.
- Wow! That sounds great, enjoy your trip! –me respondió ella, cambiando al inglés.
En menos de un minuto tuve mi pasaporte sellado y mi permiso de entrada al país. Sin más trámites, ni chequeos, ni interrogatorios.
Las comparaciones son odiosas pero, viviendo en Japón desde hace años, como es mi caso, el contraste no puede ser más sonrojante. Quienes vienen a menudo por la tierra del Sol Naciente lo saben bien.
Los formularios que te hacen rellenar en la aduana nipona son más largos que la declaración de la renta. Tienes que especificar con todo lujo de detalles los hoteles donde vas a estar, datos de contacto, y mil cosas más.
Y buena suerte si quieres encontrar a alguien que hable dos palabras de inglés en el control de aduanas de Narita, o en Haneda. Que, a la sazón, son los dos aeropuertos de Tokio. O sea, la principal puerta de entrada al país, por la que llegan el 70% de los visitantes extranjeros.
Niños chinos que te hablan en inglés
En China, en cambio, te hablan en castellano nada más aterrizar. Y eso que China, al contrario que Japón, no es un país interesado en absoluto en atraer turismo extranjero.
Para mi sorpresa, en las calles de Pekín me topé con bastante gente que hablaba inglés, o que al menos se defendía de manera aceptable. Policías, azafatas de lugares turísticos, tenderos, camareros… Eran minoría, claro, pero en una semana en la capital china di con más gente que hablara inglés que en todos mis años en Japón.
Y no solo en Pekín. Recuerdo un niño en Luoyang, en los puestos de comida del mercadillo nocturno de Cross Street. Tendría 8 o 10 años, e iba con su hermanita, de apenas 5. Yo estaba sentado en un banco, dando buena cuenta de unos torreznos picantes, una especialidad del lugar.
El chaval, mientras vigilaba a su hermana, se sentó junto a mí y me empezó a dar conversación en un inglés excelente. Su acento era tan bueno que pensé que alguno de sus padres sería extranjero, o que estudiaría en algún colegio internacional.
Pero no. Al poco, sus padres aparecieron por allí con los abuelos y cargados de tres bandejas de torreznos picantes, como los míos. Todos eran más chinos que Mao, y hablaban entre ellos en un mandarín de acento marcadamente provinciano. No sabían ni papa de inglés. Mediante gestos, me dieron las gracias por haber “cuidado” de sus niños y se marcharon dando voces, como tanto les gusta hacer a los chinos.
Luoyang es una de las antiguas capitales del país, con cerca de 4000 años de historia. Salvando las distancias, sería una especie de Segovia o Toledo en versión china. Pero, para los estándares chinos, hoy en día es una ciudad de tercera categoría. Y, aún así, en las escuelas a los críos les dan un nivel de inglés que ya lo quisieran en Japón… o en España.
Una de cal y otra de arena
Pero claro, no es oro todo lo que reluce. En China te puedes encontrar con gente que se dirige a ti en perfecto inglés en los lugares más insospechados, sí… Pero luego, en sitios donde esperarías que el personal de defendiera al menos en la lengua de Shakespeare, nadie entiende nada que no sea mandarín.
En ninguno de los cuatro hoteles en los que me alojé durante mi viaje había nadie que hablase una sola palabra de inglés. Y eran todos hoteles internacionales, supuestamente acreditados y preparados para acoger a huéspedes extranjeros.
Porque esa es otra. En China, por mor de su enrevesadísimo entramado legal, no todos los hoteles pueden alojar a extranjeros. Tienen que tener una licencia especial para ello. Así que mucho ojo a la hora de hacer una reserva por internet, no vaya ser que, al llegar, te encuentres con que el hostal de turno es solo para chinos.
Pero, sea como sea el alojamiento que te hayas buscado, más vale mentalizarse de que en recepción solo te van a hablar en chino. Y, si vas a la estación a comprar un billete de tren o autobús, tres cuartos de lo mismo. Toca echar mano de alguna app de traducción que tengas en el móvil, o atreverte con el mandarín.
Por suerte, los chinos son pragmáticos y, si ven que no hay manera de entenderse contigo, sacan el traductor del teléfono móvil y te despachan con un par de frases. Un trato frío, impersonal, desganado… pero efectivo, tampoco lo vamos a negar.
Y es que China es un lugar de contrastes. Es una frase manida, de acuerdo, pero es la pura verdad. Una señora te puede hablar en perfecto inglés en un puesto de fideos perdido entre los hutongs de Pekín, y luego en la recepción de un hotel de cuatro estrellas no te entienden si les dices “check in”.
Bien pensado, en este aspecto tal vez China no sea tan distinta de Japón. Tokio está repleta de carteles y letreros en inglés por todas las esquinas. Pero, si paras a un nipón cualquiera por la calle y le preguntas “how are you?”, lo más probable es que piense que le estás hablando en algún lenguaje extraterrestre.
Manejarse con los idiomas puede ser un buen indicativo de progreso y desarrollo social para un país, pero no es el único. Hay otras factores, algunos muy tontos, que sirven también para tomarle el pulso a una sociedad y medir su grado de avance civilizatorio.
Sin ir más lejos, adentrarse en un WC público en el centro de Pekín es una actividad de riesgo solo apta para los espíritus más valientes. Los horrores que puedes encontrarte ahí son indescriptibles. Eso sí que es un shock cultural de los buenos. Y en las ciudades pequeñas, o en los pueblos más de campo, ya es para salir corriendo.
En materia de inodoros, al menos, Japón aún le lleva siglos de ventaja a China. Bueno, siendo justos, también al resto del mundo. Los nipones son unos artistas en este campo; quien ha viajado por esas tierras y ha probado sus WCs, lo sabe.
Claro que la actitud de los propios chinos tampoco ayuda. Valga un ejemplo, de entre cientos posibles. En un WC público del Parque Nacional de a Zhangjiajie, uno de los lugares más turísticos de China, me topé con una escena dantesca.
El protagonista era un tipo de unos cincuenta años, cargado de collares de oro, pantalones bajados y acuclillado sobre uno de esos wáteres de cloaca, que no son más que un agujero en el suelo. Este tipo de retretes abundan en toda Asia oriental, pero lo inaudito no era eso.
Mientras hacía su faena, el buen señor tenía la puerta del cubículo abierta de par en par. Ni se había molestado en cerrarla, y de echar el pestillo ya ni hablamos. Para rematar, estaba fumando tabaco negro, apestando todo a su alrededor… ¡y haciendo una videollamada por el móvil! A voz en cuello, por cierto. Menudo campeón, retransmitiendo la jugada a todo el orbe mundial.
Cosas así solo pueden verse en China. Por suerte.
En detalles como estos se ve que los chinos aún tienen camino por recorrer. Qué demonios, si hasta en la Camboya profunda encuentras letrinas más dignas… Pero, a su ritmo y con sus propias prioridades, lentos pero seguros, los chinos están recorriendo ese camino. Y tiene pinta de que lo van a completar hasta el final.
Una potencia que calienta motores
De este viaje me vengo con la sensación de que, hoy por hoy, China está más o menos en la misma posición que Japón en la década de 1970 y 80. Una potencia emergente que, remontando desde muy atrás, está claramente en trayectoria ascendente.
Partían de una situación de miseria casi absoluta, después de una guerra civil terrible y una posguerra aún peor. Pero, después de muchos años de perfil bajo, picando piedra, trabajando en la sombra, han ido aprendiendo, modernizándose, desarrollando poco a poco su economía y su poder. Y ahora empiezan a recoger los frutos de todo eso que llevan décadas sembrando.
Son un avión a punto de despegar. Pero, al contrario que sus vecinos nipones, me parece que los chinos sí están en condiciones de aprovechar su momentum. Tienen el viento de cola, y lo saben. Mucho han de torcerse las cosas para que no logren desplegar por completo las alas y alzar el vuelo.
O no, quién sabe. Igual terminan estrellándose.
Por responder la pregunta del inicio, no sé si los chinos se nos acabarán comiendo entre pan y pan. Tienen potencial para hacerlo, desde luego, pero los azares de la vida y la geopolítica dan muchas vueltas. Vaya usted a saber lo que puede pasar de aquí a 30 o 40 años.
Lo que sí sé es que, si terminan siendo los amos del mundo, la cosa tampoco será tan terrible. O, al menos, no va a ser peor que lo que tenemos ahora, bajo la bota del imperio anglosajón. Puede que hasta nos resulte más llevadero. Eso sí, esperemos que, para entonces, los chinos le hayan dado una vuelta al tema de los inodoros púbicos…
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