Etapa 10 Trekking circuito del Annapurna. Del High Camp a Muktinath pasando por el Thorong La Pass
Casi nadie hablaba durante el desayuno de aquella mañana. Tan solo el ruido de las cucharas y los tenedores contra el plato interrumpía el silencio que reinaba en el comedor a tan solo unos minutos de empezar la etapa más importante de trekking. Afuera todavía era de noche pero no debíamos tardar mucho en salir y empezar aunque todavía fuesen las 4:30 de la madrugada, pues quedaban horas hasta que llegásemos al Thorong La Pass, uno de los pasos de montaña más altos del mundo.
Media hora más tarde nos despedíamos del High Camp todo lo abrigados que pudimos. Gorro, braga, guantes, camiseta y medias térmicas y las dos chaquetas, todo lo que teníamos para hacer frente al frío que nos habían advertido que íbamos a pasar. Por delante de nosotros los más adelantados formaban ya una hilera humana iluminada por las linternas de sus frentes que desaparecía a lo lejos cuando llegaban y se escondían detrás de las montañas.
En seguida nos pusimos en marcha, no había ni un minuto que perder y no queríamos que el frío nos calara antes de hora. Empezamos a andar poco a poco, sin prisa pero sin pausa y mirando todo el rato donde pisábamos para no meter el pie donde no debíamos. La pendiente no era demasiado pronunciada y fuimos ascendiendo muy lentamente mientras la temperatura descendía cada vez más y más. El trayecto no requería ningún esfuerzo físico extraordinario, pero al menos para mí, sí mental.
El frío penetró en mí de tal manera que las manos se me pusieron moradas y me empezaron a doler de manera extrema, sentía como si un camión acabara de pasar por encima de ellas. Ni siquiera la taza de té hirviendo de una solitaria tienda que apareció en medio de la nada consiguió hacer que mis dedos recuperaran el calor. Tal debía ser mi cara de pena que Yam, en un intento de calentarme las manos, me las cogió y empezó a frotarlas.
Debían de haber pasado unas dos horas y yo seguía luchando contra mis pesadillas en las que perdía dedos de las manos cuando a lo lejos vi que empezaban a llegar los primeros rayos de sol. Una clara línea en el suelo que se acercaba lentamente separaba la noche del día y como un mosquito empecé a correr siguiendo la luz. Tal fue el esfuerzo que hice que antes de llegar a la zona iluminada paré por culpa de unas arcadas que me impidieron continuar. Cuando me recuperé di unos cuantos pasos más y por fin llegué al sol. Noté como me calaba cada uno de sus rayos provocando una sensación de alivio que jamás había experimentado antes. Con la cabeza mirando al cielo dejando que el sol hiciera su trabajo, esperé a Toni y a Yam que seguían unos cuantos metros por detrás mirando la escena desde la distancia.
El rato que tardamos en llegar hasta el paso se hizo eterno. El paisaje era espectacular pero llegó a hacerse repetitivo, mirara donde mirara solo veía nieve y lo único que a mi me preocupaba era no caerme y no parar de caminar para no notar el frío. Cada vez que bordeábamos una montaña rezaba para que desde la otra parte se viese por fin el paso, aunque fuese de lejos. Las palabras de consuelo del porteador eran siempre las mismas, “ya estamos casi, ya llegamos”, pero no fue hasta 3 horas después de haber salido del campamento cuando por fin, a lo lejos, empezamos a ver las banderas de colores que adornaban el Thorong La.
Como si de una aparición divina se tratara nos quedamos unos segundo alucinando y contemplando la meta y cuando por fin entendimos que el punto más alto estaba ahí reemprendimos la marcha con paso ligero hasta que llegamos a él. Por fin estábamos allí arriba, habíamos llegado. 5416 metros, ni más ni menos. No lloré de emoción por temor a que se congelaran las lágrimas en mis mejllas, pero no cabía en mí de satisfacción. Ni la falta de oxígeno, ni la poca preparación, ni mis paranoias ni la regla habían impedido que llegase hasta allí, hasta el Thorong La Pass. Tras dos duros días en los que el cansancio estuvo más presente que la emoción de estar casi llegando hasta nuestro objetivo, todas las sombras desaparecieron de mi cabeza y me embriagué de felicidad. Sí señor, aquello era una gran victoria. Sin embargo, ante tal hazaña la celebración fue escasa, con un par de fotos para que quedase constancia y pensando en empezar a bajar, pues necesitábamos más oxígeno y calor corporal.
En ese momento vimos llegar a Emmanuel, nuestro amigo italiano que llegaba un poco exhausto debido al dolor de cabeza que arrastraba desde el High Camp. Así y todo el descanso le vino bien y entre risas festejó con Toni su triunfo con un par de chupitos de ron.
Allí arriba ya no hacíamos nada más, así que una vez hechas todas las fotos empezamos el descenso. La segunda parte fue completamente diferente a la subida y si esta vez la temperatura no fue un handicap, sí que lo fue la pendiente, que en algunos tramos era tan inclinada que uno tenía que pararse a pensar unos segundos donde meter el pie para no hundirse en el hielo o para no darse un resbalón.
A pesar de todas las precauciones caímos de culo varias veces, metimos las piernas en la nieve hasta la ingle y nos reímos unos de los otros en repetidas ocasiones. Pero siempre siempre tuve a Yam a escasos metros para darme la mano o recogerme del suelo. Y menos mal, porque estuve a punto de llevarme algún disgusto. La mayoría de las veces el camino era más farragoso que peligroso. Tener que sacar las extremidades de la nieve terminaba cansando y la espalda y las rodillas se iban cargando poco a poco. Sin embargo en algunos tramos pasé miedo. Andar por la ladera de la montaña congelada, por un camino de hielo tan estrecho que solo cabía un pie daba mucho respeto y el mínimo fallo podía hacerte resbalar y lo que es peor, caerte por la ladera y descender demasiados metros de golpe…
A pesar de todo el cuidado con el que andaba no pude evitar resbalar en un tramo y en la fracción de segundo que tardé en llegar al suelo Yam se dio la vuelta y me cogió del brazo, el tiempo justo para impedir que me fuese ladera abajo. Recuerdo que en ese momento paró el tiempo y ahí estaba yo, sentada en el suelo cogida por el brazo de Yam que me miraba con cara de “buf, por los pelos…” y dos metros por delante Toni que se había dado la vuelta y con la expresión más seria insinuaba “otro susto así y soy yo el que te lanza hacia abajo”. Entonces me di cuenta de que para levantarme tenía escaso margen de error y que como no lo hiciese con cuidado pero con decisión seguía corriendo el riesgo de caer. Conté hasta diez y me levanté intentando no volver a resbalarme.
Cuatro horas enteras, en las que terminé hartísima de la nieve, tardamos en llegar hasta el primer pueblo, que no era más que unos cuantos restaurantes juntos en los que terminaba parando todo el mundo a comer.
Mientras Yam pedía la comida nos sentamos en la terraza al sol y nos quitamos las botas para que se secaran los calcetines. El cambio de temperatura era brutal y en pocos minutos nos empezamos a quitar más prendas de ropa. ¡qué gusto daba aquello!
Pero mucho más a gusto me comí el enorme, rico y energético plato de macarrones que me devolvió la vida mientras veíamos com iban llegando en cuentagotas algunos de los que habían llegado al Thorong La por detrás de nosotros.
Todavía quedaba una hora de bajada para llegar a Muktinath, una hora que, tras el descanso de la comida se hizo mucho más larga que cualquiera de las anteriores, aunque al menos el riesgo en este tramo ya era inexistente, cosa que agradecimos enormemente. Además las vistas de la zona eran espectaculares, convirtiendo la bajada en un bonito paseo entre montañas nevadas.
Cuando llegamos al pueblo todavía nos quedaron algo de ganas de dar un pequeño rodeo y visitar unos templos hindús tras la insistencia de Yam que dijo que valía la pena. Así que bordeamos una ladera por un camino repleto de banderitas de oración, vimos el templo hindú y saludamos por el camino a algunos turistas indios que habían venido a visitar el mismo templo.
La llegada a las calles de Muktinath fue totalmente gratificante. Hacía nueve horas que habíamos dejado el High Camp y estábamos a punto de poder darnos la mejor ducha de nuestras vidas y para ello le pedimos a Yam que por favor nos llevase a una guesthouse con agua caliente. El pueblo no era muy grande y encontramos un hostal enseguida. El alojamiento tenía varias plantas de habitaciones y un salón comedor con un apetecible sofá. Subimos a la terraza donde estaba nuestra habitación y, disfrutándolo como si de una ceremonia de purificación de cuerpo y alma se tratase, empezamos a quitarnos todas las prendas sucias y de un salto nos metimos en la ducha.
No recuerdo haberme dado una ducha mejor que esa nunca. El agua caliente parecía que además de quitarme el sudor y la suciedad me masajeaba todo el cuerpo consolándolo tras haber sobrevivido aquella mañana a semejante frío polar. El sol, que entraba por la ventana y daba justamente encima de la camas calentaba la habitación, así que me tumbé encima de una y no se el tiempo que pasó hasta que me levanté.
A última hora de la tarde bajé al comedor donde Toni llevaba un rato procesando algunas de las fotos del trekking. Aquel sofá estaba blandito, mmm…. parecía que aquella tarde solo era para cosas placenteras y como por arte de magia y de la mano de un duendecillo con acento argentino cayó en nuestras manos una bolita mágica que a través de nuestros pulmones entró en nuestro cuerpo dejándonos extasiados entre los cojines hasta la hora de cenar. Aquella tarde entendí a la perfección que significa aquello de “no hay placer sin dolor”…
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