La crónica cósmica. Admiro a todo el mundo

ENCUENTROS – Uttarakhand, India. La vez anterior en que estuve aquí, en este rincón de las Colinas Kumaon durante los monzones, paseé poco por los bosques porque en esa época se llenan de sanguijuelas.

Así que en esta ocasión, aprovechando que nos hallábamos en primavera, estación supuestamente seca en la que no hay sanguijuelas, recorrí frecuentemente mis senderos preferidos del bosque hasta que ayer, al regresar a casa y hacer la obligada inspección de mis pies, descubrí que se me había pegado una sanguijuela; era la primera.

Pero también la última, porque desde ahora me limitaré a caminar bajo la arboleda que cubre la pista que el Señor Chacal bautizó como Chill Street.

Recientemente instalaron en ella algunas farolas, que no son precisamente del gusto de las pocas personas que residimos aquí, pues su destellante luz rompe la encantadora penumbra nocturna del bosque. Mi amigo el Señor Lobo solucionó este inconveniente pegándole un tiro con su escopeta de aire comprimido a la farola que queda frente a su casa.

Ya que menciono este arma, aprovecharé para contaros el lío en que se metió un turista ricachón de Delhi que se hospedaba en una cabaña del bosque y que mató una tórtola con la suya.

Los problemas de ese gilipollas empezaron porque un chaval ecologista que pasaba por allí le denunció al Servicio Forestal, ya que esta es una zona protegida en la que está prohibido cazar.

El tipo de Delhi volvió a demostrar su estupidez cuando un par de agentes se presentaron en su cabaña y se negó a pagarles el obligado soborno que le pedían, veinte mil rupias. Con ello logró terminar primero en la comisaría de policía y después ante un juez que le condenó a pasar seis días en la cárcel.

Conozco a un holandés que vive en cierta isla malaya que, en una ocasión, se encontró en un caso de esa índole. Sabiendo como funcionan las cosas por estos lares, mientras dos policías le trasladaban a tierra firme en una barca, acordó con ellos el precio adecuado antes de que las cosas se complicaran si llegaban a comisaría, donde le saldría mucho más caro sobornar a los oficiales.

Pero volvamos a Chill Street, donde anoche, cuando regresaba a casa, vi un precioso leopardo que descendía de la montaña y, tras cruzar ágilmente la pista, se dirigió a la parte baja del valle, seguramente para abrevar en alguna de sus lagunas.

Este maravilloso encuentro con el lindo gatito me recordó el incidente que tuvieron recientemente unos turistas de Agra que, tras llegar pasada la medianoche a la cabaña que tenían reservada cerca del mayor de los lagos, ni siquiera llegaron a descender del coche porque un leopardo se había acomodado frente a su vivienda. ¡Ja! Regresaron a su querida ciudad sin poner los pies en estos bosques.

Aquí va la última anécdota relacionada con Chill Street. Hace un rato, mientras volvía de tomar el chai del desayuno, me encontré con una numerosa tribu de macacos que venía en sentido contrario.

Imaginad una calle por la que, en vez de personas, transiten unos cincuenta monos de ambos sexos y de todas las edades. Había un jovenzuelo que blandía un palo, y parecía un hombre pequeñito.

He cruzado entre ellos cumpliendo con las normas de supervivencia: vista baja y recitando el mantra, no te miro, no me ves, no te miro…

A pesar de que los macacos son supuestamente sagrados, la gente de algunas poblaciones acaba más que harta de sus atropellos y, por ejemplo, en la ciudad de Barelly, en el estado de Uttar Pradesh, mataron a once de ellos. Ese tipo de crimen se paga, y un joven de Agra terminó entre rejas por haberse cargado a quince macacos.

Qué diferentes son mis sentimientos cuando veo una familia de langures. Estos monos, además de bonitos, son pacíficos y sólo en contadas ocasiones descienden de los árboles, donde se alimentan de sus hojas.

¿Sabíais que en Norteamérica existe un tipo de garrapata, la denominada estrella solitaria, cuya su picadura provoca que seas alérgico a la carne?

Cuando paseo por el bosque veo instintivamente a los animales y los pájaros sin mirar, pero si miro conscientemente como si buscase algo no los veo.

EL INDOSTÁN – Por lo general lo indios no saben nadar. Durante las peregrinaciones que se han hecho en los últimos dos meses se ha ahogado diariamente gente a la que se ha llevado la corriente de los ríos en que tomaban el obligado baño purificador.

Aunque, lógicamente, la mayoría de los que se van al otro barrio en la estación de los monzones mueren ahogadas, también se dan diariamente accidentes que acaban con muchas vidas: puentes que se hunden, muros que se derrumban y edificios que se vienen abajo.

Después, claro, también están las muertes habituales provocadas por los tigres, los leopardos y otros depredadores.

PASO A PASO – Carretera Panamericana, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior.
Debido a la persistente huelga nacional de autocares, el inglés Simon y yo hicimos el siguiente trayecto hacia el sur del país en otro colectivo (taxi compartido).

Éste nos llevó a Ica, desde donde esperábamos seguir avanzando, en etapas, hasta nuestro siguiente destino: la ciudad de Arequipa.

Una tarde en que me hallaba indagando de un lado a otro después de dejar a Simon guardando los equipajes en una cafetería, vi aparcado un camión que llevaba pintado en su parte trasera el nombre de Arequipa.

Sin dudarlo un momento, me dirigí al vehículo y pregunté al conductor si podríamos ir con él. Su nombre era Helbert, y el de su hermano, quien conducía un camión igual que se hallaba al lado, Wilfredo. Ambos tendrían unos treinta años y pico, eran fuertes, sanos y bromistas pesados.

Sin esconder su trato brusco e incluso bruto, después de acordar el precio de novecientos intis por el lento viaje que duraría cuarenta y ocho horas, empezaron a llamarme español de mierda. Ante tan dulce apelativo, yo respondía, “Dime, caracagá”, sin que nadie pareciera molestarse por ello.

Simon sería el que las iba a pasar más duras con aquellos toscos hermanos. A pesar de hablar un poco castellano, era incapaz de enfrentarse dialécticamente a sus bromas.

Además, debido a que Helbert y Wilfredo habían aceptado llevarnos para tener con quien conversar, se empeñaron en disponer cada uno de su propio turista, de manera que al estar separados no podía echarle una mano al británico.

No obstante, Simon, sin ser un tipo divertido, era un viajero experimentado que no se quejaba de nada. Añádasele a ello que, como buen inglés, era difícil sacarle de su placidez y paz mental, y los camioneros no lograron alterarle mínimamente.

Tras los duros modales de los dos hermanos, así como de los dos ayudantes que les acompañaban, se escondía una buena gente que cuidaron amorosamente de nosotros, por ejemplo parando en puntos interesantes del desierto para que pudiésemos observar a gusto algunas figuras de las “Líneas de Nazca”.

Junto con el tipo de transporte, la difícil, y en muchas partes peligrosa ruta, me recordó a la que hice desde Cachemira a Ladakh en el norte de la India.

Durante la primera etapa, mientras seguíamos la impresionante costa del Pacífico hacia el sur, “La Panamericana” desaparecía de vez en cuando bajo las dunas del desierto que, descendiendo de las montañas rocosas, llegaban hasta un mar, que las recibía con olas constantes. Como era de esperar, ni por un momento cerré los ojos ante tan increíbles paisajes.

Pasamos las dos noches en lugares que los peruanos llamaban ˝de seguridad˝.“Esta zona está llena de bandidos˝, nos contaron.˝A quien se le ocurra viajar de noche, es muy fácil que, quizás saltando desde una camioneta en marcha, alguien se le meta en la parte trasera del camión y empiece a lanzar la carga a la cuneta sin que se entere.

O mucho peor, que le detengan con las armas en la mano y le quiten hasta el vehículo, sino la vida.

Tanto aquí como en el Ecuador, esto sucede frecuentemente en los autobuses nocturnos, a los que paran para robar a todos los pasajeros”. Yo exclamé: “¡Caray, como en las películas del Salvaje Oeste!”.

Durante el segundo día de trayecto, después de virar hacia oriente y dejar la costa a nuestras espaldas, empezamos a ascender por la ladera de los Andes. Era la parte del recorrido que los conductores consideraban más peligrosa, ya que se hallaba bordeada de profundos precipicios.

A veces había hasta dieciocho kilómetros constantes de cuestas y pronunciada inclinación. Continuamente, a un lado y otro de la calzada, se encontraban cientos de cruces que señalaban los lugares de accidentes mortales. Podíamos ver las muestras de éstos en la forma de chatarra y demás restos de camiones que se divisaban al fondo de los despeñaderos.

Era evidente que el peligro estaría en el descenso, cuando los frenos de los vehículos se calentaran debido a la fuerte pendiente de la carretera. Pero esto no fue óbice para que los dos hermanos se santiguasen invariablemente al pasar frente a tales cruces. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Lectura fina: la novela policíaca “La mala hija” del albaceteño Pedro Martí.
  • La cuestión emocional: ¿por qué hacemos compulsivamente cierto tipo de preguntas a pesar de saber que nos desagradará la respuesta?
  • Admiro a quienes hacen lo que yo soy incapaz de hacer; o sea que admiro a todo el mundo…

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

Recuerda

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Nando Baba

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