La crónica cósmica. ¡Boom!, apareció el lago Toba

ÉRASE UNA VEZ un planeta, un océano, una isla, un volcán con un lago en el interior de su cráter y una isla en éste, que tenía una diminuta península. A pesar de que todo es relativo, se podría decir que el planeta era pequeñajo, el océano, mediano y la isla, grandota; el cráter del volcán era inmenso, aunque su lago no pasaba de normalito si se lo comparaba, pongamos por caso, con algunos de América.

En cuanto a su isla, se necesitaría buena parte de un día para circunvalarla en una motocicleta; sin embargo, la península se recorría a pie en un par de horas como mucho. El planeta, claro, era el que sus habitantes llamaban la Tierra (nombre distinto al que le daban en otras partes del Cosmos). El océano era el Índico. La isla, Sumatra. El volcán y su lago compartían el nombre de Toba. Su isla era la de Samosir. Y, para terminar, la peninsulita se llamaba Tuk tuk como los triciclos taxi de Tailandia.

Completaré esta presentación diciendo que, en mi opinión, el Lago Toba es una de las grandes maravillas de este mundo; y no sólo por la belleza de las altas cimas cubiertas de verdor que lo encierran, sino porque en algunas partes mide la friolera de cien kilómetros de largo por treinta de ancho. En armonía con esas dimensiones, alcanza la profundidad de quinientos metros.

Rozando ya la perfección, las temperaturas son muy agradables gracias a hallarse a novecientos metros de altitud sobre el nivel del mar (para dormir me cubro con una manta), mientras que en el resto de Sumatra hace generalmente un calor acojonante. Ya que he mencionado la perfección, y aunque haya los inevitables mosquitos (que en esta estación no son muchos), no se dan casos de malaria o dengue.

Me dirigí al Lago Toba sin tener otra información que la que me dieron dos amigos. Uno de ellos, castellano, me había dicho: “No vayas a Tuk tuk”. Mientras que el otro, un malayo hijo de un tamil y una sueca, me aconsejó todo lo contrario: “Te gustará Tuk tuk”.

Al final, como si tirase una moneda al aire, dejé que fuesen las circunstancias las que se encargasen de decidir, pues me limité a tomar el primer barco que partió del puerto de Parapat. Y resultó que se dirigía a Tuk tuk.

Esto sucedió de mañanita y, debido a que yo era el único pasajero, terminé sentado junto al piloto. Estuvimos charlando de temas filosóficos hasta que, al acercarnos a Tuk tuk, me preguntó en qué resort me hospedaría, y me observó extrañado cuando le confesé que no había hecho ninguna reserva ni tenía la menor idea de lo que me encontraría al desembarcar. Su asombro se multiplicó al enterarse que tampoco llevaba conmigo un teléfono. Entonces me explicó que él siempre recorría la costa de la peninsulita e iba dejando a los pasajeros en el embarcadero del resort al que iban.

Mis neuronas se pusieron a currar a toda hostia al recibir esa primera información acerca de mi destino. Luego me acojoné un poco cuando el piloto me dijo que los precios de los resorts rondaban las cuatrocientas mil rupias diarias (euro: 15.900 rupias indonesias). Pero al ver mi desencajado y lloriqueante semblante en plan, “¡Oh, no!” (pues durante los últimos meses me había pasado de presupuesto debido a los exagerados precios de Malasia, sobre todo el de la cerveza: ¡Ja!), me tranquilizó añadiendo: “Sin embargo, hay uno de ellos que tiene el simpático precio de cien mil rupias” (poco más de seis euros).

Aunque pensé que, en armonía con el precio, la calidad de ese resort no sería nada del otro mundo, poco después me instalaba en una preciosa cabaña de madera rodeada de densos jardines y protegida del sol por la sombra de grandes árboles, que medía treinta metros cuadrados y contaba con un largo porche. A través de sus seis ventanas se divisaba el perfecto entorno. Además, en el espacioso baño había algo tan insólito como una bañera (¡y con agua caliente!). Por la noche comprobaría que allí reinaba un absoluto silencio.

Sintiéndolo mucho, y como prueba de mi innato y asqueroso egoísmo, no mencionaré el nombre de tan ideal resort (que no aparece en las agencias de booking de internet), porque planeo regresar muchas veces y no deseo promover su popularidad ni sus precios.

CÓMO LLEGUÉ HASTA AQUÍ

A pesar de saber que Sumatra era la tercera mayor isla de la Tierra y que, si me dirigía a ella en barco desde Malaca, tendría que hacer un largo recorrido por carretera, decidí hacerlo así porque deseaba cruzar el Estrecho de Malaca, famoso hasta hoy en día por sus piratas.

Tal como ya había supuesto, en las aduanas de Malaca se armó un pequeño descontrol cuando presenté mi nuevo pasaporte junto con los documentos que me habían extendido en la Oficina de Inmigración haciendo constar que sólo me quedaban cinco días de visado, pues las simpáticas funcionarias no se habían encontrado nunca con un caso parecido. También como ya esperaba, tuve que mostrar el pasaporte viejo. Pero, tras un ratito de consultas, me dieron el visto bueno y pude embarcar.

Estuvimos navegando un par de horas por un mar en calma que más parecía un lago. Mi destino era el puerto indonesio de Dumai, en la costa oriental de Sumatra. Tras recibir un visado gratuito de treinta días me enfrenté a los estrictos agentes de aduanas, quienes, después de pasar mi equipaje por una máquina de rayos x, me ordenaron que abriese el saco de dormir. Me quedé atónito porque, debido a la extraña manera en que está empaquetado (no me molestaré en tratar de explicároslo), jamás me habían pedido que lo hiciese en unas aduanas. Pensando en lo complicado que sería, en vez de desenrollarlo me apresuré a sacar las cosas que meto entre sus pliegues; todo se solucionó cuando les mostré la bolsita de arcilla medicinal (que uso sobre todo para curar la diarrea de algunos turistas). Ella era la responsable de haber disparado la alarma porque la máquina de rayos x daba un color especial a cualquier tipo de polvo. ¡Droga!

Sabiendo que iba a recorrer una gran parte de Sumatra por carretera, había planeado permanecer una noche en Dumai para poder hacer el largo viaje de día con el fin de poder contemplar sus paisajes. Pero cambié de opinión mientras cruzaba la ciudad en una moto taxi porque me pareció un lugar impresentable del que sería mejor partir cuanto antes.

Me habían dicho que no había ningún autocar que fuese directamente al Lago Toba y tendría que ir primero a Medan, la capital provincial. Sin embargo, cuando ya había comprado el billete descubrí por casualidad (gracias al vicio que tengo de leerlo todo) que sí había un autocar que hacía aquel recorrido. La única putada era que partiría a las cinco de la tarde (que al fin serían las seis) y haría casi todo el viaje (¡14 horas!) de noche.

A pesar de lo perezoso que soy, todos los años procuro explorar algunos sitios desconocidos en los que me lo paso en grande con cada novedad, como me estaba sucediendo ahora en Sumatra (aunque treinta años antes había estado en las otras islas indonesias de Java, Matura y Bali). Aquí van unos cuantos detalles.

El autocar no tenía a/c y parecía un horno. En Indonesia se sigue fumando en todos lados, incluso dentro de los vehículos públicos.

En cuanto al tráfico rodado, conducen alocadamente como en la India. Un buen ejemplo de ello lo tuve con el chófer del autocar (yo iba sentado a su lado porque había conseguido el asiento número uno), que adelantaba en curvas ciegas haciendo sonar el atronador claxon mientras fumaba un cigarrillo con aroma de clavo y hablaba por teléfono. ¡Aquel majara iba en plan aparta que paso y mandaba a la cuneta a los desgraciados motoristas que venían en sentido contrario!

La calidad de la carretera también era muy indostana y, aunque fuese la vía principal hacia la capital, sólo tenía dos carriles plagados de peligrosos baches.

Curiosamente, y al contrario de lo que me sucede generalmente en los viajes nocturnos en autocar, eché varias cabezaditas; al despertar de una de ellas descubrí que circulábamos por una diminuta y solitaria carretera de montaña que tenía la anchura exacta del autocar.

Poco después, mientras ascendíamos continuamente, empezó a amanecer y me encandilé contemplando las junglas que cubrían las altas montañas en que nos hallábamos. Luego, ya, ¡Boom!, apareció el lago Toba por debajo de nosotros, y solté mi típica exclamación: “¡Valdría la pena haber cruzado medio mundo para llegar aquí!”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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