La crónica cósmica. Aquel dulce que les mandaba volando a las nubes

Maldita sea (“¡Niño, no digas palabrotas!”), si no tuviese el vicio de leer los periódicos como un masoquista, y no supiera que el mundo anda muy liado (guerra, crisis económica, hambruna, sequía, pateras que se hunden), podría creer que estoy en un paraíso en el que reina la armonía (de día escuchando el canto de las cigarras y de noche, el de los grillos).

Aparte de los vegetales, los únicos seres vivos con lo que me relaciono son los dos simpáticos perros que cuido: Chana, un “mil leches” con cierto aspecto de pastor alemán, y Ziggy (en honor de la canción Ziggy Stardust de David Bowie), un pastor australiano peludo, pequeñajo y multicolor que siempre me observa con sus insólitos ojos azules. Muchas veces tengo la impresión que se ríe de mí, pero, en realidad, actúa como lo haría un chihuahua dedicándome toda su atención por si necesitase de su “inestimable ayuda”.

Chana es una perra de nueve años a la que ya había cuidado en circunstancias parecidas, cuando era un cachorro de pocos meses y el amigo occitano y su mujer iban al festival de música de Ozora en Hungría.

Como ya sabéis, me gustan mucho los perros; especialmente desde que alcanzan la edad adulta (que para mí es a los siete años), porque a partir de entonces son mucho más responsables y me entiendo con ellos igual que con las personas (responsables…).

De mañanita, antes de que empiece a pegar fuerte el calor, meto a Chana y Ziggy en el Citroën de la amiga parisina y voy a los bosques que quedan por encima de este barrio residencial, donde paseamos por un sendero que forma parte del Camino de Santiago, hasta llegar a “la residencia” de una preciosa yegua parda que dispone de un extenso cercado bajo los árboles. Ella, que parece ser un poco engreída, nos observa con indiferencia y no hace el menor caso a los ladridos de Ziggy pidiéndole jugar un rato con él. Después regreso a casa y cierro puertas y ventanas para dejar el calor afuera.

Al enterarme que el gobierno español había ordenado que, para ahorrar energía, en los centros públicos no pusiesen el aire acondicionado por debajo de los veintisiete grados, recordé que en las contadas ocasiones en que yo había usado ese electrodoméstico porque el ventilador de mi cabaña ya no daba más de sí, me contentaba con ponerlo a veintiocho grados; eso sí, mi única vestimenta eran los calzoncillos (de fina lencería, oiga), y mi única actividad fuese la de teclear en el ordenador como hago aquí, en Le Teil, ¡la France!.

Os recuerdo que esa era una broma que hacíamos el amigo occitano y yo al nombrar este insulso pueblo del Ardéche, copiando la típica expresión: “París, la France”.

Me siento a gusto cuando la temperatura es de treinta grados y, en el caso de recibir visitas, mi única indumentaria será el lungui, prenda que es tan imprescindible en mi equipaje como la mosquitera.

Ya que he mencionado el asunto del aire acondicionado, os diré también que en esta casa dispongo de un lujo insólito: la piscina tiene un artefacto que mantiene el agua fresquita, aunque haga un calor que te cagas. Cada vez que recargo mis baterías con un baño, me dedico sobre todo a salvar a diferentes bichos que han caído en ella, pero aún resisten en la superficie, y que, de otra manera, terminarían ahogándose. En la piscina que había junto a mi cabaña de Sauraha, en el Nepal, esta operación de salvamento y socorrismo duraba mucho más tiempo porque, al tener la jungla a corta distancia, el número de bichos que corrían peligro de palmarla era espectacularmente mayor.

De las malas noticias que me llegan del resto del mundo, las más preocupantes para un amante de la naturaleza son las que se refieran a los incendios forestales que están asolando medio mundo. En esta región montañosa del Ardéche donde me hallo, que es uno de los destinos turísticos preferidos de los holandeses debido a su a abrupta naturaleza con sus bosques y sus ríos, también hubo un gran incendio forestal del que solamente me enteré al oír continuamente las sirenas de los bomberos. Supongo que todos estaréis de acuerdo en que el oficio de bombero es uno de los más heroicos.

Pero en todos lados se cuecen habas: cerca de aquí los gendarmes arrestaron a un bombero que había provocado varios incendios forestales. Confesó hacer tal barbaridad porque le gustaba la adrenalínica excitación que sentía. ¡Imbécil! Hace unos pocos años, en mis queridas Colinas Kumaon de la India, se dio un caso parecido cuando varios bomberos se dedicaron a provocar incendios forestales porque el gobierno local los había despedido para recortar gastos.

PASO A PASO – Naggar, Valle de Kullu, Himachal Pradesh, India septentrional, 1986. Una mañana llegó a la puerta de nuestra aislada cabaña (ver crónica anterior) un joven elegante y de educado hablar que, por sus formas, en otro país habría podido ser el representante de una compañía de seguros, que me dijo: “Buenos días, señor, perdone que le moleste, ¿no le interesaría por casualidad comprar charas (costo)?”. Con esta frase ya me había alegrado el día.

“¿A cuánto lo vende usted?”, le pregunté como si hablásemos de un producto cualquiera. “El precio por el de mejor calidad son veinticinco rupias la tola” (una tola: 11,64 gramos). “Y supongo que también tendrá usted crema y aceite, ¿verdad?”. “Así es, caballero”. “Perfecto, perfecto”, dije, y añadí: “Por favor, deje que piense en ello, y vuelva mañana a esta misma hora”.

Al saber que pronto iba a regresar a Occidente tuve una “genial” idea, la misma por la que muchos cándidos estaban en la cárcel, la de llevar a mi país cierta cantidad de aquel fantástico costo. Tan loco atrevimiento tenía dos detonantes: el primero era una mente iluminada a tan alto nivel como para no permitirme tocar con los pies en el suelo, y el otro era mi estado emocional, pues no recordaba haberme sentido jamás tan bien, feliz y en armonía como en aquella época, y suponía inconscientemente que podría conservarlo si continuaba consumiendo aquel maravilloso fruto del Himalaya como había hecho hasta entonces.

Empeorando las cosas, no tenía ni la menor idea acerca de cómo empaquetar ese producto ilegal para tener unas mínimas posibilidades de éxito. Aquella tarde, mientras el amigo californiano y yo comíamos unas galletas de coco untadas con mermelada de mango de Bhután, supe de pronto lo que debería hacer: igual que el austríaco Hannumán horneaba pasteles de costo, yo prepararía una mermelada de la que nadie sospecharía.

Cuando regresó el vendedor a domicilio le compré varias tolas, que puse a cocinar junto con la mermelada, hasta lograr el producto deseado. Luego lo introduje en el mismo frasco de cristal de la mermelada y lo cerré. Afortunadamente, al día siguiente se me ocurrió abrir de nuevo el frasco para examinar con mis propios ojos lo que vería un aduanero italiano (pues el avión que me llevaría de vuelta a Europa iría desde Delhi a Roma). Y comprobé que, a pesar de engañar a la vista, la mermelada de mi invención no lo haría en manera alguna con el olfato: en cuanto desenrosqué el tapón, el aroma que se esparció por la habitación habría colocado a un caballo.

Mi amigo local Arún, que conocía de sobra el tema, fue de nuevo el consejero que me orientó: “Si no quieres acabar en la cárcel, incluso antes de haber salido de este valle, deja estas movidas para los profesionales”. Desde aquel momento abandoné mi disparatado proyecto.

De todas maneras, para consumir aquel producto ilegal, durante los últimos días que permanecí en Naggar llevé conmigo en todo momento el frasco de la peligrosa mermelada, junto con un paquete de galletas, y cada vez que me cruzaba con algún amigo le invitaba a probar aquel dulce que les mandaba volando a las nubes en las que yo me encontraba continuamente. Con ello, los habitantes del lugar empezaron a llamarme el gurú de la mermelada, y cuando diez años más tarde regresé a Naggar, la gente aún recordaba perfectamente mi alucinógena mermelada. ¡Ja!

Entre los afortunados que pronto se aficionaron a tan especial dulce estaba un sadhu (santón) que vivía con su compañera (asimismo santona) en un bosquecillo al lado de Naggar. Esta respetable pareja, que llevaban enrolladas sobre sus cabezas unas matas de pelo que, de dejarlas sueltas, alcanzaban por debajo de sus posaderas, eran grandes conocedores de la varias veces milenaria medicina ayurvédica. Un día, al apercibirse que el amigo californiano sufría una irritación ocular, prepararon una infusión con las raíces de cierta planta, le limpiaron los ojos con ella, y un rato más tarde él trepaba hacia nuestro nido de águilas sintiéndose completamente aliviado.

El domicilio de los amables santones se encontraba al lado de unos antiguos templos de piedra, que habían estado a punto de derrumbarse cuando la zona sufrió un terremoto muy fuerte, en el año 1905. El cataclismo había dejado los edificios en muy mal estado y algunas de las columnas solamente se mantenían en pie por estar apoyadas en otras. Pero esto no preocupaba mínimamente a los dos santones, que entraban diariamente en ellos para orar y hacer meditación. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Mi padre decía que pensar (demasiado) era malo; pero yo opino que esto dependerá de las personas y del contexto. En mi caso, la soledad que gozo actualmente me permite pensar continuamente en la próxima crónica o en la novela que escribo, en lo que quiero añadir o corregir. Es algo que hago compulsiva e inconscientemente en cuanto dejo de leer o ver alguna película; es un flujo de ideas que no deja de manar.
  • Tratar de cambiar una tradición milenaria (africana o asiática) que no te gusta, es el tipo de tontería quijotesca que hacen los turistas; pero no los viajeros, quienes, aparte de evitar así que los apaleen, se esfuerzan en respetar las costumbres locales.
  • Si mientras escuchaba una canción de Queen me hubiese planteado lo inseguro que podía ser Fredy Mercury, y si mientras veía una película del fabuloso actor Kevin Spacey me hubiese planteado si tenía adicción al sexo (como tantas otras personas), y si mientras leía un libro de Celine me hubiese planteado que fue un puto fascista, me habría comportado como un auténtico gilipollas.
  • Me gustaría fallecer como Vázquez Montalbán: inesperadamente en el aeropuerto de Bangkok. “¡Los pasajeros con destino al Nirvana diríjanse a la puerta de embarque número veintidós!”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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