La crónica cósmica. ¡Boom! Un buen susto

ENCUENTROS ¡Cuánto me gusta entrar en contacto con los animales! Lo podría comparar a lo que siente la gente con sus adicciones, que nunca se cansan de ellas ni tienen suficiente: más, más, dame un poco más. Y si ya me ocurre así, pongamos por caso, con los simpáticos perros que hay en Sauraha, junto al Parque Nacional de Chitwán en el Nepal, imaginad el placer que gozo cuando se trata de animales salvajes, aunque solamente intercambie con ellos una mirada: un águila pescadora que me observaba desde una rama en las Colinas Kumaon, siete cóndores ascendiendo por un cañón a menos de diez metros de donde me hallaba en el Perú, el mismo país en que tuve en mis manos muchos cachorros de foca cuando los pesaba ayudando a un grupo internacional de biólogos, una pareja de lobos del Himalaya que interrumpieron su carrera para verme mejor, la tortuga marina malaya junto a la que buceé un buen ratito, unos delfines rosados del Río Negro que nadaban a mi alrededor, la serpiente pitón del norte de la India con la que hacía diariamente un recorrido cuando ambos nos dirigíamos a nuestras moradas, la suya a orillas de un lago y la mía en la jungla, y, para terminar, una manada con más de cincuenta ciervos que de pronto salieron en estampida general junto al Lago Renuka, a los pies del Himalaya.

De todos modos, los mejores recuerdos tienen como actores a los leopardos. Uno del Himalaya estuvo sentado a mis espaldas sin que yo me enterase hasta que me di la vuelta y empecé a temblar como un flan. A otro lo contemplé varios minutos en el centro de la India teniendo sólo de por medio la ventanilla del taxi en que viajaba de noche con un amigo santón. El tercer leopardo llevaba un pequeño ciervo en la boca. El cuarto y el quinto vinieron juntos; eran una mamá con su encantador cachorro, y éste se tumbó a la sombra del jeep en que yo iba con los amigos valencianos por el “Parque Nacional Masai Mara” de Kenia.

Anteayer, mientras paseaba por uno de los senderos de la jungla que me pertenecen en exclusiva, a las afueras de Sauraha, al llegar a un recodo recordé que allí mismo, un par de años antes, había encontrado un rinoceronte que, pastando a su aire, no se había apercibido de mi presencia. Aquella fue una anécdota con una pizca de comicidad porque, aquel animalito de varias toneladas, ocupaba casi todo el sendero con su aparatoso trasero. Yo, pensando en la hora, pues ya anochecía, y en el largo periplo que tendría que hacer si volvía sobre mis pasos y tomaba otro camino, decidí pasar furtivamente a menos de un metro de distancia de sus ancas. El animalito no se enteró de que había tenido cerca a un depredador tan “peligroso” como yo.

Como si tal recuerdo fuese una premonición, inmediatamente, y casi en el mismo sitio que en aquella ocasión, hallé otro rinoceronte que hacía plácidamente la siesta. Por unos momentos me di el gusto de contemplar esa maravilla de la naturaleza.

¿Visualizáis el bosque, la hierba, las flores, los pájaros, el destellante sol de la tarde, el silencio y la soledad? Entonces, de pronto, igual que en una película de suspense, el rinoceronte abrió los ojos, y nuestras miradas se encontraron: ¡Boom! Ambos tuvimos un buen susto: él al verme tan cerca y yo al ser testigo de cómo se ponía en pie con una agilidad digna de una pantera. El tema de esta parrafada podría ser la velocidad, pues yo, sabiendo que sus dos mil kilos de peso no eran óbice para que pudiese superar los sesenta kilómetros por hora, salí por piernas y batí mi récord personal de velocidad animado por las palpitaciones de mi desbocado corazón y por las espectaculares inundaciones de adrenalina que sufría mi cuerpo.

En fin, que de nuevo pude comprobar que el miedo da alas. Si queréis verificar lo rápidos que son los rinocerontes, mirad en YouTube algunos de los vídeos titulados “Rinocerontes de Chitwán”.

En los noticieros de la televisión tailandesa es raro el día en que no muestren alguna filmación graciosa (para ellos, claro) en la que aparezcan animales (lo adivino con antelación porque los locutores ya empiezan a sonreír). ¿Unos ejemplos? Un chucho zorrino ladrando amenazadoramente a un tigre al que un tipo tenía atado con un collar y una correa y lo paseaba como si fuese un perro. Un perro grandullón que miraba a un ratoncito diminuto con ojos desorbitados por el terror. Un chimpancé jugando de maravilla al pingpong. Y, para terminar, una manada de elefantes interrumpiendo el tráfico de una carretera, mientras la cruzaba tranquilamente.

La relación que mantienen los budistas con los animales es por lo general muy suave, y en el fino restaurante “La Rana Alegre”, en la ciudad tailandesa de Kanchanaburi, donde la cocinera se sentará campechanamente con los clientes cuando quiera hacer un descanso, hay docenas de gatos que se mueven entre las mesas recibiendo donativos como si fuesen lamas.

Umm… Por lo menos ese buen trato con los animales es así entre los budistas tailandeses, pues en la China, y gracias a las denuncias de las organizaciones protectoras de los animales, la empresa francesa Carrefour ha tenido que retirar de sus supermercados los diferentes productos que llevaban carne de perro. ¡En la China sacrifican anualmente más de diez millones de perros con fines alimenticios! Por cierto, que hace poco se celebró en la ciudad china de Yulin el “Festival de la Carne de Perro”. Sin comentarios.

Otro ejemplo del “amor” que sienten los chinos hacia los animales: en el “Simposio Internacional Sobre el Tigre”, la delegación china trató de que se levantase la prohibición actual de comerciar y vender partes de este hermoso félido.

En más de una ocasión he mencionado en estas crónicas que el Sudeste Asiático es el reino de las hormigas, y una prueba es que solamente en Singapur hay más de cuatrocientas razas distintas de ellas e, incluso, existe una organización de coleccionistas que las mantienen vivas y cuidan de que se reproduzcan.

Como recordaréis, en Tailandia desmantelaron hace un par de años una aberración turística llamada el “Templo de los Tigres”: gatitos a los que drogaban para que se dejasen manosear por los turistas que pagaban una buena pasta. Y ahora la policía la ha clausurado asimismo, pero no por respeto ecológico, sino porque apestaba a mil demonios y el vecindario se quejaba, un centro religioso llamado el “Templo de los Cerdos”, donde había más de doscientos ejemplares, negros y gordinflones (incluyendo a muchos jabalíes), que han sido trasladados a un lugar aislado.

El señor Rene Descartes afirmaba: “Los animales no tienen pensamientos ni deseos”. Supongo que habría llegado a esa conclusión mientras permanecía sentado en su estudio rascándose la barriga, la barba o los huevos (al gusto), pues un experimento tras otro ha demostrado que (como podría deducir cualquier observador) los animales sienten y muestran emociones como el cariño, la pena, la cobardía, la sorpresa, el orgullo, la depresión, la anticipación, la vergüenza, la modestia, el cuidado, la paciencia, la cólera, el estrés, la envidia, los celos, el enfado y la mentira. Al bueno de Descartes le hubiese hecho falta leer “The Bonobo and the Atheist” del señor Frans de Waall.

La humanidad y su imbecilidad: el Servicio Forestal de la India ha construido un vallado eléctrico de veintidós kilómetros para evitar que los elefantes de su país entren en el Nepal durante sus migraciones.

Otro: cinco rinocerontes más de Chitwán fueron drogados, encapuchados, y por supuesto estresados, para trasladarlos a la “Suklaphanta Wildlife Reserve”. Me gustaría que le hiciesen lo mismo al funcionario que organizó esa movida y lo soltasen, pongamos por caso, en medio de Lagos.

Un elefante salió de la “Koshi Tappu Wildlife Reserve” y, tras recorrer doce kilómetros, apareció en el Bazar de Hanumannagar, donde, aparte de provocar un gran caos y una estampida general de gente, mató a dos hombres e hirió a cinco. Los guardas forestales tardaron dos horas en conseguir que ese iracundo elefante regresase “a su casa”.

Más de lo mismo: durante el último mes, un tigre ha matado a tres personas en una aldea de Chitwán protegida con unos cables eléctricos que, suponiendo que sigan funcionando, pues los nepaleses no son muy aficionados a la conservación, son para detener a los rinocerontes y los elefantes, y no a los tigres.

Lo siguiente me lo contó un veterano guía de la jungla: “Me tocó el típico turista que se negaba a escuchar mis consejos diciendo que no le hiciese perder el tiempo porque ya había leído el “Lonely Planet” y lo sabía todo. Al poco nos encontramos con una mamá rinoceronte acompañada de un jovenzuelo. El turista se dirigió hacia allí, aunque yo le dijera que no lo hiciese. Me quedé a unos cien metros. Entonces disparó una foto con flash, y la mamá rinoceronte fue a por él cuando ya se había dado la vuelta y no se enteraba de nada. Corrí en su dirección con el palo en alto y él me miró sorprendió porque continuaba sin saber que la mamá rinoceronte venía a toda hostia. Golpeé repetidamente el suelo con mi palo tratando de asustarla, pero me lanzó varias veces por los aires. Al fin pude huir a gatas; estaba tan asustado que no lograba levantarme”.

En el Japón está permitido tener osos como animales domésticos, y en Tokio un oso negro mató a su amo. A la mierda contigo, gilipollas insensible.

¿Sabíais que los tiburones ya habitaban los mares de la Tierra antes de que brotasen los primeros árboles?

MIRA LO QUE PIENSO. Tiene sentido que las gentes de una tribu primitiva creyesen en la existencia de un Dios que lo hubiese creado todo, desde las estrellas y los planetas a los mares, las montañas, el día y la noche; pero no logro comprender cómo se las arreglan los religiosos de la actualidad para compaginar esas creencias con su cultura universitaria y los conocimientos generales sobre la evolución y el Big Bang.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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