La crónica cósmica. De la Isla de Duyung a la de Kapas

Ya os mencioné en otras ocasiones cuánto respeto y admiro a quienes tienen una familia que incluye frecuentemente algún hijo insoportable, que pagan unos impuestos que son malgastados y votan a unos políticos incompetentes, pues creo que al llevar a cabo esa cruzada demuestran tener mucho coraje. Con tan sólo imaginarlo, exclamo: “¡Qué estrés!”. A pesar de que para ellos (¿para vosotros?) debe de ser el pan de cada día, desde esta especie de Nirvana en que vivo parece infernal.

De todos modos, y como también os dije otras veces, lo de pertenecer al gremio de los trotamundos tiene asimismo sus servidumbres porque, aparte de verme obligado a mover el trasero debido a los visados, tengo que hacerlo para no perder la práctica si quiero evitar que brote ese temor inconsciente que me susurra: “¿Por qué vas a cambiar de sitio, con lo bien que se está aquí?”. Esto me sucede, por ejemplo, cuando permanezco varios meses seguidos en las Colinas Kumaon de la India o junto al Parque Nacional de Chitwán en el Nepal, donde tengo la sensación de estar echando raíces y me parece muy ardua la simple idea de hacer el equipaje.

Es un tipo de emoción (malditas emociones) que prevalece por encima de lo que me recuerda el raciocinio: “Pero ¿acaso olvidas lo bien que te lo pasas cambiando de domicilio y yendo de un lado a otro?”. No sé si fue Einstein quien afirmaba que la vida era como montar en bicicleta y que, para mantener el equilibrio, tenías que moverte. La prueba de lo tramposa que es tal emoción la tuve cuando decidí partir de la Isla de Duyung para venir a la de Kapas, trayecto del que recorrí los primeros quince kilómetros en el taxi del amigo Mister Singh, que vino a recogerme en la Yellow House, y los seis kilómetros restantes en la barca de Zak. O sea que se trataba de un viaje muy corto que incluso habría hecho tranquilamente mi difunta y timorata tía Adelaida. Por suerte, un servidor (qué cínico demuestro ser al usar esa expresión) le pone un bozal a las emociones cuando hace falta.

Al describir la Isla de Duyung en la penúltima crónica, decía que nada es perfecto, y que allí me molestaba durante la noche el ruido lejano, pero al fin y al cabo ruido, del tráfico de Terengganu. Las noches de Kapas son silenciosas (si me olvido del canto de las olas), pero al contrario que en Duyung, donde no había un solo turista, de día sus playas han estado hasta el momento demasiado concurridas de bañistas (para mi gusto…), porque Malasia, debido a sus tres distintas religiones (islam, budismo e hinduísmo), es el país de las festividades y no ha habido una semana que no tuviese alguna. A esto se le añade que los fines de semana del estado de Terengganu caigan en viernes y sábado, mientras que los de Kuala Lumpur lo hagan en sábado y domingo.

Umm, ya que menciono el tema de las festividades, aprovecharé para confesaros que, a pesar de mi veteranía viajera, siempre me las arreglo para desplazarme en fechas que se podrían comparar a las Navidades de Occidente. En los años anteriores llegué tres veces a la India y el Nepal cuando se celebraba Dusshera, fiesta familiar que puede durar hasta siete días y en la que es casi imposible conseguir asientos en los transportes públicos.

Unas imágenes: un servidor recorriendo al anochecer las abarrotadas calles de Calcuta con el equipaje a cuestas y sin encontrar hotel. Cuando hace seis semanas vine de Tailandia tras escoger la fecha a ciegas, lo hice durante la festividad musulmana del Hari Raya Aidiladha en la que en Malasia permanecían cerrados tres días todos los comercios y restaurantes, y tuve que buscarme la vida como pude. Al partir de Duyung me sucedió de nuevo algo parecido porque, a pesar de haber decidido hacerlo el primer día de septiembre suponiendo que ya se habrían ido los turistas occidentales que vienen a Kapas en agosto, y que también lo habrían hecho los malayos que celebraban el Día de la Independencia el 30 de ese mismo mes, resultó que ni, ni, ni, ni, pues llegué aquí en el que, según me dijeron, era el día más liado del año y la isla seguía a tope: terminé durmiendo en la galería de una pensión.

LA ISLA Y LOS ISLEÑOS

Está el placer que siento en los sitios que soy un absoluto desconocido y está el entrañable sentimiento que me provoca ser recibido por los viejos amigos, como me sucedió al desembarcar en Kapas, donde sus pocos habitantes permanentes me dieron efusivamente la bienvenida.

Mis amigos Hans y Kayán han dejado de vender cerveza en sus resorts porque de vez en cuando aparecen por aquí algunos inspectores gubernamentales para multar a quienes lo hacen sin tener la licencia pertinente. También vienen los inspectores de inmigración tratando de “cazar” sobre todo a los bengalíes indocumentados, y los que buscan a los occidentales que trabajan ilegalmente como voluntarios a cambio de cama y comida. Aunque tales funcionarios planifican esas operaciones tratando de caer inesperadamente sobre sus presas, al ser adictos a la burocracia siempre reservan los botes con antelación y, claro, los barqueros se encargan de dar la alarma: “¡Al loro! ¡Al Loro!”. El resultado es que los sorprendidos son ellos porque los bengalíes habrán ido a pasar unos días en Terengganu y los voluntarios tomarán el sol en la playa como un turista cualquiera.

A pesar de la corta distancia que separa esta isla de tierra firme, pues la lengua de mar parece un río ancho como el Amazonas, las condiciones atmosféricas varían totalmente a uno u otro lado. Igual que cuando estaba en Duyung, allí se forman casi todos los atardeceres unas aparatosas tormentas que mitigan el bochorno diurno; mientras que aquí no había llovido desde hacía varios meses. Pero hace un par de días estalló al anochecer una de esas tormentas y se armó la de Dios. A mí me cogió cuando regresaba de tomar una cerveza en el resort Long House, que se halla en el otro extremo de la isla. No hacía viento ni había la menor señal de lo que se avecinaba, y sólo noté una gotita sobre la cara antes de que, de pronto, empezasen a caer toneladas de agua acompañadas de un viento huracanado. Por suerte, estaba cerca de la mezquita y pude refugiarme en ella. Me fumé un cigarrillo esperando que escampase, pero, al ver que no tenía trazas de hacerlo, seguí mi camino y llegué a mi cabaña chorreando. El mar decidió participar en la fiesta y las olas inundaron y mandaron a pique la barca del pobre Zak, que había tenido la mala idea de anclarla demasiado cerca de la playa.

El águila de la que os hablaba en la última crónica sigue por los alrededores y va extendiendo sus zonas de vuelo. Como muestra de las ganas que tenía de ser libre, ya recorre los aires de mañanita y no se “acuesta” hasta que se apagan las últimas luces del ocaso. A veces me acompaña durante mis solitarios paseos, cuando la gente todavía sigue en la cama, o se para a mi lado mientras contemplo la puesta de sol. Al adivinar que no sabría cazar y tendría problemas para alimentarse, los amantes de los animales se encargan de darle algo de comer, que ella acepta encantada. Lógicamente, es muy amigable con las personas; y esta mañana, mientras yo leía el periódico, estuvo haciendo compañía a una niña malaya que estaba sentada en la playa. Con las otras águilas ya es otro cantar y, sin que pueda decir si se trataba de un juego o de un ataque en toda regla, poco después de la anterior escena, cuando nuestra amiga había reemprendido el vuelo, se le vinieron encima y a la velocidad del rayo dos de las águilas que tienen la cabeza y las alas blancas y el pecho castaño; pero ella las esquivó ágilmente sin que lograsen alcanzarla.

Terminaré con la actualidad isleña explicando que en Duyung me harté de comer gambas, calamares y pescado; sin embargo, aquí voy de vegetariano gracias a tener un cocinero aragonés (malditos mañicos) que cuida de los animales.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Os recuerdo que, tal como demostró un científico al que concedieron el Premio Nobel, el agua “muere” al permanecer embotellada o al recorrer tuberías, pero revivirá si introducís en el recipiente que la tengáis unas piedrecitas de cristal de roca, cuarzo rosado y ametista.
  • Al ver en una serie acerca de las selvas del Amazonas que un chamán le decía a una chica: “Si tomas esa planta formarás parte del todo”, recordé la vez en que me sucedió así al beber jugo de floripondio.
  • Lo mejor de la incultura es que evita el riesgo de que plagies a otros.
  • Me preocupa ser tan despreocupado, pero también me preocupa no tener razón alguna para preocuparme o que me preocupen tales sandeces.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1800 836 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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