La crónica cósmica. Decidí venir a Goa

MONZONES – Goa, India. Siempre me he sentido a gusto en la estación de las lluvias, cuando la naturaleza luce sus mejores galas y la Tierra es feliz. Si has sufrido los tórridos calores primaverales, época en que muchos árboles se libran de las hojas e incluso es difícil hallar una sombra, esperarás ansiosamente la llegada de los monzones y bailarás y chillarás de alegría bajo sus primeros chubascos.

Sin embargo, para gozarlos debidamente has de procurarte un buen alojamiento que no tenga goteras, que se halle en una zona algo elevada que no se inunde y apartado de cualquier terreno empinado en el que se pueda producir una avalancha. Es imprescindible que tenga un porche en el que sentarte a leer y ver llover.

Lógicamente, durante la estación de los monzones no es recomendable viajar porque, aparte de teneros que enfrentar a muchos inconvenientes, también correréis riesgos realmente peliagudos.

Aquí van nos ejemplos:

  • En Himachal Pradesh una avalancha de tierra se llevó por delante varios hoteles y viviendas, así como algunos autocares que circulaban por la carretera que va de Kullu a Manali; de la que, por cierto, ha desaparecido el 40% de su calzada.
  • De esta misma carretera, pero en dirección a la ciudad de Mandi, permanecen inundados más de cien kilómetros desde que el río Beas se salió de su cauce al principio de los monzones.
  • Pero en las ciudades también se cuecen habas, y el río Yamuna se desmadró a su paso por Nueva Delhi inundando varios de sus barrios, en los que la gente iba con el agua hasta el pecho, y también avenidas y líneas del metro y de los ferrocarriles, que por el momento permanecen clausuradas.

Decidí venir a Goa porque deseaba conocer su faceta monzónica, cuando el cielo está permanentemente encapotado y su color plomizo se refleja en un mar embravecido en el que nadie en su sano juicio se atrevería a meterse (además está terminantemente prohibido bañarse en todo el litoral durante los monzones), y cuando las húmedas playas se habrán convertido en pistas endurecidas por la lluvia en las que, por supuesto, no querrás tumbarte para tomar el inexistente sol, pero que da gusto pasear por ellas.

Todo esto es lo que traía en mente el día que partí de Margao en un autobús con el que recorrí treinta kilómetros por una preciosa carretera de montaña encerrada por la jungla. Mi destino era el pueblo de Canacona y su renombrada playa: Palolem.

Llegados aquí, y tras haber leído el párrafo anterior, es imprescindible que cliquéis sobre el nombre anaranjado de Palolem y echéis una mirada al artículo que escribió la amiga valenciana acerca de esta playa. Sólo así podréis ver cual es su aspecto durante nueve meses al año, con sus aguas aturquesadas y su arena blanca.

A pesar de que uno y otro aspecto son completamente distintos, lo más extraño del monzónico no tiene tanto que ver con las cuestiones de la naturaleza sino con la mano del hombre, porque para proteger de las lluvias torrenciales y las olas a los restaurantes, bares y las cabañas que dan a la playa, los han literalmente empaquetado con paneles de plástico, dejando a Palolem convertida en una especie de exposición de arte moderno con grandes cajas cúbicas de distintos colores.

Mi paseo matinal me lleva a la playa. A esa temprana hora hay mucha actividad porque las cofradías de pescadores están arrastrando con cuerdas hacia la costa unas grandes redes, que antes habrán llevado mar adentro en un barca. Parejas de hombres van empujando pasito a paso, de espaldas y clavando los talones en la arena, unos palos que han atado a la red y que tienen apoyados en la cintura. Al llegar al fondo del la playa, desatarán su palo e irán a colocarse al frente de la cadena humana.

Cuando la red se encuentra ya sobre la arena entran en acción las mujeres para seleccionar y repartir el botín marino, que después venderán a domicilio o en sus puestos del mercado. La gran mayoría de peces son pequeños, raro es que los haya grandes, pero junto con aquéllos hay presas de más valor, como gambas, cangrejos, serpientes, morenas y, en ocasiones, algún tiburón jovencito.

Después de comprobar que la faceta monzónica de Palolem incluye que, más o menos, cada media hora caigan aparatosos chubascos, me he agenciado un chubasquero que acarreo en todo momento. Siempre recuerdo al amigo beréber de Lanzarote explicándome algo en lo que yo no había pensado nunca: que el nombre de chubasquero proviene de chubasco. ¡Ja! Por supuesto, la cartera y el pasaporte los tengo en todo momento protegidos con plástico.

PASO A PASO – Omkareshwar, Madhya Pradesh, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Durante mi primer día en Omkareshwar había aprendido varias cosas acerca de aquel sitio que se encontraba perdido en el tiempo como ningún otro que hubiese visto. Muchos de sus edificios eran sagrados, como también lo eran sus habitantes, ya que la gran mayoría parecía estar compuesta por santones y monjes.

Asimismo los locales comerciales de veinte metros cuadrados, que los inquilinos usaban al mismo tiempo de vivienda y de tienda, pertenecían a las entidades religiosas.

El término municipal era de pocas dimensiones y estaba formado por tres barrios, de los que el insular, que se hallaba en una isla con la forma de Om, quizás fuese mayor. Colgaba sobre el río y en él se encontraba el palacio del rajá.

El Omkar continental se hallaba en un terreno más llano, aunque también terminase descendiendo hasta el río.

El tercer barrio estaba a un par de kilómetros marchando por la isla hacia poniente; su nombre era el que en indostano se usa para denominar la confluencia de dos o más ríos, Sángam, que en este caso era el mismo Narmada reunificándose con el afluente de sí mismo llamado Caveri del que se había separado al crear la isla; y lo formaban media docena de viviendas de adobe y un par de áshrams rodeados por grandes playas, en las que la arena blanca competía por el espacio con rocas de todos los tamaños.

De haber tres palabras imprescindibles en una descripción sobre Omkareshwar, éstas serían: agua, sol y, muy especialmente, rocas. Las rocas que conforman la mayor parte del suelo, oscuras y pulidas por milenios, que ascendiendo gradualmente cubrían las orillas del Narmada; en muchas ocasiones, como confortables escalinatas naturales, se alejaban del cauce formando inmensas y gruesas lajas apoyadas las unas encima de las otras.

Una peculiaridad de tales rocas estaba en que, con el transcurso del día, y gracias a los rayos solares, alcanzaban la temperatura necesaria para freír un huevo o para secar la colada en un santiamén.

Las copas de los grandes árboles, así como los tejados de los edificios, eran dominio de macacos que planeaban sus frecuentes fechorías desde aquellas alturas. Una maniobra que les funcionaba de maravilla a esos monos consistía en entrar corriendo por una de las puertas de cualquier tienda que tuviese varias y salir por otra sin haber detenido ni por un momento la desenfrenada carrera.

La rapidez de la movida podría engañar a cualquiera que no fuese un buen observador, como alguien que no habría advertido que el macaco ladrón había metido las manos en el interior de cualquier saco de comestibles que encontrase en su camino. Manos que, al completarse el atraco, se habrían convertido en puños que encerrarían un puñado de, por ejemplo, lentejas y otro de garbanzos; tesoro que el bandido se apresuraría a ocultar en las dos bolsas parecidas a una despensa que para tal propósito había desarrollado bajo su boca.

Las dos especies de monos que más proliferaban en Omkareshwar, los rhesus macacos y los langur, se habían repartido el territorio con el río de por medio, los primeros dominando en tierra firme y los segundos en la isla. Cosa rara en unos primates tan serios como los langur, los isleños se habían acostumbrado a saltear a quienes realizaban la peregrinación por el camino en forma de Om y exigían desvergonzadamente derechos de paso.

Completando la folclórica atmósfera local, por las contadas calles de Omkareshwar patrullaban los guardas del rajá. Estos personajes iban vestidos como unos reclutas, con un mal gibado uniforme azul y una gorra terminada en punta. Pero esto se quedaba en nada al llegar a las auténticas lanzas que portaban como todo armamento. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Supongo que habrá muchos tipos de suicidas y que todos tendrán sus propias razones para suicidarse. Lo que les asimila es que, sea por lo que sea, su vida se ha convertido en un infierno del que quieren salir por piernas cuanto antes, y esto ese realmente una pena.

Pocas veces puedo compartir mi extraño humor, sobre todo el humor negro, del que me vienen ideas en momentos dramáticos.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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