La crónica cósmica. Después de viajar durante siete años

EL CLUB DE LOS SOLITARIOS – Konark, Bahía de Bengala, India. En una antigua crónica mencionaba que fue precisamente aquí, en Konark, donde descubrí la gran diferencia que había entre visitar un sitio a toda prisa, como hacen los turistas, o vivir allí una temporada. Esto me sucedió en 1991 después de viajar durante siete años sin volver la vista atrás, en plan “corre, corre, no pares”.

Desde entonces me acostumbré a permanecer cierto tiempo en casi todos los lugares que eran mínimamente de mi gusto. De esta forma el vecindario me deseaba los buenos días, los camareros de los restaurantes en que comía me saludaban, los tipos de los chiringuitos donde tomaba chai se asentaban en mi memoria y los senderos que recorría en mis paseos dejaban un recuerdo que no olvidaría porque ya formaba parte de mí.

Tal es el caso de Konark, adonde regreso repetidamente como un nómada.

Sin embargo, en esta última ocasión, cuando me dispongo a partir obligado por mi visado, añoraré especialmente los ratos que he pasado cada tarde en los bosques de Balukhand-Konark Wildlife Sanctuary, a los que llamo el Club de los Solitarios porque en las pocas ocasiones que me he encontrado con alguno de los animales que habitan allí, siempre iban solos: un langur, un chacal, una gacela, un jabalí, un halcón, y ayer una preciosa serpiente, esbelta y amarilla, que mediría un par de metros (¡cuánto me gustan las serpientes!).

A todos les hablo en el idioma improvisado que tengo para dirigirme a los animales. Me despido de ellos cuando han empezado a florecer los anacardos y ya han llegado las golondrinas, los abejarucos y las libélulas, a los que venero porque masacran a los malditos mosquitos que pululan en demasía y enturbian la placidez de Konark.

Con los perros locales tengo que mantener las distancias porque, si se me ocurre acariciarlos o tan siquiera hablarles, enloquecen y se me echan encima amorosamente. Una amena distracción es observar a los grandes toros yendo de un lado a otro por el bazar como harían las gallinas picoteando, porque cuando alguien deja su bicicleta con la bolsa de la verdura que acabe de comprar, se van acercando disimuladamente y se lanzan a por ella, con gran disgusto del dueño de la bici.

PASO A PASO – Koh Sichang, Tailandia, invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. Cuando Ran tenía la suerte de atraer a algunos de los pocos turistas que venían a Koh Sichang, les alquilaba dos habitaciones en su casa de nueva construcción.

En la planta baja sólo había un amplio salón, el retrete y un baño estilo tailandés, con un gran tanque de agua transparente y fresca que, para lavarte, se baldeaba con la ayuda de un recipiente. Subiendo por una escalera de madera se llegaba al piso superior y a las dos habitaciones cuadradas, lujosas y extremadamente limpias, cuyos suelos, muros y techos eran de madera pulida y brillante.

Unos grandes ventanales dejaban pasar tanto el aire como las preciosas vistas de los alrededores. Completando tan perfecto decorado, una galería descubierta circunvalaba el exterior de esta planta.

Ran nos explicó que en la habitación pequeña se alojaba un escocés, que ya lleva tres meses en ella. A Ulmo y a mí nos ofreció la mayor por cien bahts diarios; pero le regateamos y logrando que este precio incluyera la cena y unos tés.

A continuación Ran nos presentó a su esposa, al hijo de diez años, a la hija de ocho, y a una divertidísima muñeca de cinco llamada Kim. “Antes tenía un comercio ambulante —nos contó Ran— con el que subía a los buques para vender comida y cualquier tipo de producto que los marineros pudieran desear. Pero recientemente conseguí un empleo en el templo chino y ahora, al llevar una vida más relajada, al atardecer tengo tiempo para dar lecciones de inglés gratuitas a los niños del vecindario”.

Durante los días siguientes recorrimos cada rincón de Koh Sichang comprobando que, en tan poco espacio, se encontraban los más diversos componentes. La flora reportaba sorpresas constantes porque, como sucedía con la mayoría de aquellas islas, allí crecían gran diversidad de plantas. Algunas partes eran autenticas junglas en miniatura.

Aparte de los huertos que los lugareños cultivaban, había gran cantidad de árboles y jardines cubiertos de flores destinados a embellecer las residencias. Tal naturaleza se acompañaba de una variopinta colección de insectos, entre los que destacaban unas mariposas de tamaño tan grande que, en ocasiones, superaban el de algunos pájaros.

Entre los animales, aparte de haber serpientes en cantidad, de las que Ran aseguraba que no eran venenosas, los más asiduos eran los monos macacos y unas ardillas de buen tamaño de elegante y largo pelaje rubio.

Los habitantes de Koh Sichang fumaban un fuerte tabaco negro que ellos mismos cultivaban, cortaban y enrollaban con una fina corteza de cocotero en vez de usar papel. Muchos tenían los dientes ennegrecidos debido a los polvos de betel que colocaban sobre sus encías.

Entre la población había bastantes mujeres dedicadas a la prostitución que diariamente tomaban el transbordador para subir a bordo de los grandes buques, anclados frente a la isla, para satisfacer a los marineros y ganarse unos bahts. Tal costumbre comportaba que, entre los niños del lugar, pudieran distinguirse los más diversos rasgos por las diferentes ascendencias de sus padres.

Entre los residentes también se encontraban varias docenas de monjes budistas a los que solamente se podía ver de madrugada, cuando descendían hasta el bazar para recibir los donativos en forma de comida que las mujeres devotas introducían en el cuenco que llevaba cada uno. Después de recoger silenciosa y humildemente esos donativos, los monjes regresaban a las cuevas de los alrededores, donde meditaban permanentemente. Sus únicas posesiones, aparte del cuenco, parecía ser una colchoneta y un mosquitero.

El nombre de Koh Sichang aparecía en la historia del país por haber sido el lugar de descanso del rey de Siam en el siglo anterior. Como prueba de ello, en el extremo occidental de la isla, y junto a las únicas playas mínimamente decentes, se distinguían las ruinas de un palacete y un templo, además de los restos de los jardines, las escalinatas, las piscinas inmensas y del pequeño puerto.

Tras completar la inspección detallada de la isla decidimos que la parte negativa, su única vergüenza, era el generador de electricidad: una monstruosidad con dos motores diesel inmensos que funcionaban las veinticuatro horas del día armando un ruido ensordecedor. Algo que se hubiera podido evitar instalándolo en un sótano o en cualquier parte deshabitada, pues convertía el barrio cercano en un infierno. Afortunadamente no se oía desde el bazar o desde la casa de Ran. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – En el interesante ensayo de Yuval Noah Harari Homo Deus se menciona que los avances científicos podrán aportarnos una gran longevidad. Pero, digo yo, si modifican nuestro cuerpo para lograrlo, también tendrán que hacerlo con nuestra mente para que deseemos vivir más tiempo y, en el caso de que además nos rejuvenezcan, seamos capaces de soportar las comidas de coco y el estrés inherentes de la juventud, que vaya una mierda.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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