¡ESTA NOCHE HAY UNA… FIESTA! – Sauraha, Chitwán, Nepal. Me parece lógico que, tal como demuestran las estadísticas, el porcentaje de divorcios aumente, de manera espectacular, entre los matrimonios en que la diferencia de edad es más acusada. Porque cuando uno de ellos va, el otro ya vuelve, por resumirlo con pocas palabras.
Al menos será así cuando ambos son mentalmente sanos y han seguido el ritmo natural de la vida, en el que hay una edad para cada cosa.
Mientras que los jóvenes desean hacer realidad sus sueños, los viejos encontramos sentido y alegría recordando cuánto hicimos. Los jóvenes sin sueño deben de estar tarados. Los viejos amargados se pasan los últimos años de su existencia pensando en todo lo que no hicieron.
La bendita alegría de los viejos forma parte de mí aportándole colorido a cada uno de mis pasos. Sin embargo, valga aclarar que la realización de mis sueños ha provocado que me haya ido hartando paulatinamente de muchas cosas.
Esa fue quizás la principal razón de que decidiese cambiar de vida al llegar a la edad de treinta y tres años, cuando descubrí que ya me había saciado del ritmo de la gran ciudad: discotecas, bares, reuniones sociales, vestimenta a la moda, noches en blanco, etcétera.
Dije, “hasta aquí llegamos”. Preparé el equipaje y empecé un nuevo capítulo de mi vida planeando hacer exclusivamente lo que me apeteciese. Creí que había dejado atrás mi pasado, pero llevé conmigo mi afición a la música y las fiestas. A pesar de que hasta entonces había asistido a un sinfín de conciertos y juergas, continué haciéndolo mientras recorría el mundo.
Opino que todos tenemos designado un número limitado de botellas que vaciaremos, kilómetros que nos patearemos o amores que gozaremos y sufriremos durante la vida. Ahora yo, igual que en mi juventud, también he acabado hartándome de acudir a los conciertos o representaciones de danza, como hacía antes si estaba en alguna ciudad, pongamos por caso Chennai, Delhi o Varanasi.
Actualmente, incluso evito ir a localidades donde estén celebrando la fiesta mayor o cualquier otra festividad que atraiga a multitudes. En dos maravillosas ocasiones estuve en la Kumbha Mela, y ya tuve más que suficiente.
Donde, sin embargo, he continuado haciendo acto de presencia casi todos los años (obligado, pero a gusto) es en las celebraciones del hinduismo como Dashain (en la India, Dussehra) y Diwali; porque son ceremonias íntimas en las que se reúne la totalidad de la familia con la que esté conviviendo en cada ocasión.
Estos últimos días se ha celebrado Diwali: festividad en la que, además de limpiar y decorar las casas, hacen diseños con polvos de colores sagrados y arroz en el umbral de cada entrada.
Diwali, con sus luces, atracones y despilfarro, es la festividad más parecida a la Navidad. Dura cinco días y en cada uno se homenajea a diferentes dioses y familiares.
El primero de ellos, el Kukur Tihar, también está dedicado a los perros, a los que emperifollan con una guirnalda de flores alrededor del cuello, les pintan una marca (tika) en la frente con polvos sagrados y les sirven su comida preferida.
Igual que en años anteriores, mis amigos Narmada y Shankar me invitaron a comer con ellos el cuarto día, el del Bhaitika en que se honra a los hermanos.
Los hombres nos sentamos en el suelo sobre una alfombra. Narmada nos pintó una elaborada tika en la frente. Las chicas de la familia nos pusieron una guirnalda de flores anaranjadas y arrojaron pétalos a nuestro alrededor y por encima de la cabeza.
Luego nos colocaron delante una lamparilla de aceite, hecha con una tacita de barro, y una bandeja de cobre en la que había una mandarina, nueces, pistachos, pasas, churros y un pomelo con dos humeantes varillas de incienso clavadas en la corteza.
Nos dieron asimismo cervezas, de las que me negué a beber porque continúo perteneciendo al gremio de los abstemios (hasta hoy, mañana ya se verá…). Las chicas de la casa completaron la fiesta cantando y danzando.
Un par de semanas antes de Diwali se celebró Dashain, que dura diez días.
El primero de ellos fui testigo de la ceremonia inicial que llevaron a cabo en la cafetería que tomo el chai del desayuno: cubrieron el umbral con una capa de mierda de vaca diluida con agua; ensartaron una calabaza y un pepino con unas cañitas de bambú que los mantenían elevados a un palmo del suelo; formaron una media luna con granos de arroz y polvos, de distintos colores (por puesto, sagrados), y prendieron una lamparilla de aceite y unas varillas de incienso.
Luego vino la parte dramática del ritual cuando el hijo mayor, que había regresado a casa desde Abu Dabi solamente para celebrar esa fiesta, le lavó con vodka las patas y la cabeza a un pobre gallo, que únicamente dejó de maldecir a los humanos cuando lo decapitó y esparció su sangre sobre la tierra. Descanse en paz.
PASO A PASO – Breves, Amazonas, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Recordando el consejo de la simpática Rosángela: “Si vais al puerto, tarde o temprano pasará algún barco que os recogerá”, la mañana siguiente, después de tomar el “café a manhá”, y con el equipaje a cuestas, Rasta y yo anduvimos la esquina y media que distaba del denominado puerto municipal.
Éste no era más que un montón de maderos medio podridos bajo un cobertizo, donde protegerse del sol y las tormentas, que incluía los imprescindibles ganchos para las hamacas, y también un cagadero. Ahí acababa todo.
Después de tomar posesión del solitario lugar colgando mi hamaca, dejé vagar la mirada por el inmenso mundo acuático, en cuya ribera se bañaba un grupo de críos.
Un anciano se acercó lentamente y, señalando los podridos tablones sobre los que nos encontrábamos, me explicó: “Ahí abajo vive una anaconda de siete metros de largo que ya se ha tragado a más de uno, pero es muy cobarde”. Miré a los críos que chapoteaban y le pregunté si no corrían peligro: “Mientras no se acerquen…”, se limitó a comentar cuando ya se alejaba.
Acompañando la espera con unos porros, el tórrido día transcurrió lentamente sin que barco alguno hiciese acto de presencia. De nuevo, tal situación era poco del agrado de Rasta, quien se cagaba en todos los dioses por encontrarse inmovilizado allí. “Si pasa un barco hacia Belem —dijo—, lo cojo y me olvido del puto Amazonas”.
Le repliqué con uno de mis empalagosos sermones: “Tío, siente la selva, siente el río, y deja que las energías de este lugar tan especial entren en ti. Piensa que, con toda seguridad, somos los únicos gringos (turistas extranjeros) que han aparecido por Breves en muchos años, y que este hecho nos permite vivir el Brasil más auténtico”.
Efectivamente, tanto el bochorno como el mundo acuático, y aquel rincón del que hubiese sido difícil aclarar en qué siglo estábamos, me llenaban de euforia.
Ya había anochecido cuando, de pronto, empezaron a caer rayos y truenos. Inmediatamente tuvimos encima una tormenta que soltaba toneladas de agua. Entonces, entre la densa cortina que formaba la lluvia, vi un barco que navegaba en la dirección deseada: Santarem. Cogiendo la linterna, salí corriendo del porche y empecé a hacer señales desesperadas.
El timonel del “Fe en Deus V”, como estaba mandado, encendió el potente foco y barrió lentamente el muelle de Breves con el rayo de su luz. Pero el diluvio no le permitió verme pegando saltos sobre el puerto municipal, por lo que siguió su lento navegar a contracorriente.
Después de diez horas de espera, estando ya calado de agua hasta los huesos, solté carcajadas ante tan absurda situación. Y pronto fui acompañado por las de Rasta. Ambos terminamos improvisando una grotesca danza bajo la lluvia mientras tormenta y barco se alejaban. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – Qué distinto es ver unos juegos artificiales en vivo o a través de una pantalla. Igual que lo es, por ejemplo, visitar la Alhambra o las pirámides de Giza, o ver un reportaje de ellas mientras estás sentado en el sofá de tu casa. ¿Estamos viviendo un sucedáneo de la vida que es cada vez más artificial? ¿Prefieres la comida recién recolectada y cocinada a fuego lento o la que está precocinada industrialmente?
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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