La crónica cósmica. La razón de este prólogo

RUMBO AL NORTE – Colinas Kumaon, Uttarakhand, India. Como bien sabréis los sufridos lectores de estas crónicas, me gusta cambiar frecuentemente de residencia, pero a través de los años, y tras convertirme en septuagenario, he ido alargando mis estancias y ahora, si le doy mi beneplácito a determinado lugar, me quedo en él como mínimo un mes e incluso dos.

Acepté con agrado que mi visa india de cinco años me obligase a salir del país cada ciento ochenta días, porque así evito el riesgo de apalancarme en alguno de estos sitios en que hallo mi perfecto ecosistema y olvidarme de cómo hacer el equipaje.

Tras mencionar repetidamente los precios de las habitaciones en que me alojo, recalcando lo baratos que son, quiero aclararos que no lo hago solamente porque soy un rácano, sino porque viajo con un mísero presupuesto de cuatrocientos cincuenta euros mensuales y para que sepáis que vosotros también lo podríais hacer.

La razón de este prólogo era explicaros que, después de haber estado moviéndome mucho durante el último mes pasando una semana aquí y cinco días allá, ahora me apetecía realmente permanecer en el mismo lugar durante una temporadita y que, por supuesto, escogí uno de mis rincones predilectos entre los bosques y los lagos de las Colinas Kumaon, a mil trescientos metros de altitud, donde me hospedo con una familia brahmán con la que me siento como en casa.

Cuando partí de Nueva Delhi a las seis y veinte de la mañana en el Kathgodam Express, un lujoso tren supuestamente rápido, de la clase Shatabdi que tarda siete horas en recorrer doscientos ochenta y dos kilómetros, era para dirigirme allí, o mejor dicho, aquí.

Gracias a los monzones el trayecto no tuvo desperdicio y no aparté la mirada de los verdes paisajes que veía tras la ventanilla, con arrozales kilométricos y plantaciones de caña de azúcar, con lagunas en las que se solazaban manadas de búfalos de agua, y con el Ganges en todo su esplendor y amplitud, pues se había desbordado en algunas partes en las que lo cubría todo (como ha ocurrido, según me contaron, en Haredwar y en Rishikesh).

El estado de Uttarakhand tiene una topografía similar a la del Nepal, país con el que comparte fronteras, donde las llanuras del Terai dan paso a las empinadas laderas del Himalaya por las que en la estación de los monzones descienden intensos mares provocando un sinfín de desastres, igual que ocurre en Nepal.

Las noticias locales incluyen diariamente avalanchas de tierra, (en Kedarnath una de ellas se llevó por delante un hotel de tres plantas), inundaciones, ahogamientos, caída de muros que atrapan a gente debajo, muertes por electrocución al desprenderse cables de alta tensión y carreteras cortadas (actualmente hay más de doscientas que se hallan en esta situación, y también una línea ferroviaria).

Tras colapsar el año pasado el puente colgante de Morbi, en Gujarat, accidente en el que murieron ciento treinta y siete personas, el gobierno de Uttarakhand ordenó que se inspeccionaran todos los puentes del estado y la evaluación fue que setenta y cinco de ellos nos eran seguros; hoy mismo se ha venido abajo uno de ellos.

Desde el 15 de junio en que rompieron los monzones (expresión local), han muerto en Uttarakhand más de setenta personas debido a desastres naturales y accidentes de tráfico relacionados con éstos.

Por cierto, que durante los últimos dos años, y en este mismo estado, han aumentado un 63% las muertes accidentales de imbéciles que se hacían selfies en las vías del tren. Sin Comentarios.

PASO A PASO – Omkareshwar, Madhya Pradesh, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. La salubridad del río Narmada quedaba totalmente clara cuando me bañaba al atardecer en sus acariciadoras y templadas aguas dejando asomar solamente la cabeza. Entonces, mirase donde mirase, se veían cientos de peces de diferentes tamaños saltar sobre la superficie.

Aquel canal de agua plácida, encerrado entre altos muros de roca, se encontraba en perfecto estado de salud porque, aparte de que su cauce a través de Madhya Pradesh no cruzaba ninguna ciudad, en Omkareshwar no había un solo motor que soltase petróleo en el líquido sagrado o ruido en el aire.

La falta casi constante de electricidad también colaboraba en lograr una atmósfera tranquila gracias a que no rompía la paz ninguno de los habituales y distorsionados altavoces indios.

Residir en Omkareshwar incluía inevitablemente relacionarme con los monos, y éstos me estaban ayudando a dar unos pasos más hacia mi unión con la naturaleza.

Cuando me encontraba con alguna familia de langures, me apresuraba a sacar los cacahuetes que para tal propósito llevaba en el bolsillo, y, sentándome en el suelo, dejaba que aquellos dignos primates hicieran corro a mi alrededor. Entonces empezaba con los juegos que tanto les gustaban y cerraba una mano que escondía premio para quien supiese abrirla. En tales meriendas nunca participaban las hembras que se hallaban de guardia, quienes, estuvieran donde estuviesen, nunca abandonaban su puesto.

Los bravucones y peligrosos macacos, a los que llamaban simplemente bandar (mono), me demostraban continuamente que no eran de fiar porque preferían robar antes que aceptar simplemente un regalo, y la aparición de un plátano podría provocar una batalla campal.

Entre los langures y los macacos existía tanta diferencia social como física, y aparte de ser denominados ambos como monos, no se parecían en nada.

Al convivir continuamente con unos y otros llegué a la conclusión que los langures eran dignos, sanos y pacíficos, y, aunque por interés hubiesen aceptado nuestra compañía como lo hacían con algunos ciervos, en realidad seguían siendo animales de la jungla que, si no mejoraban las cosas, desaparecerían junto con ella. Mientras que los macacos, quizás por haber empezado a imitar a los humanos al descender de los árboles, estaban perdiendo la cola y se habían convertido en unos tramposos agresivos de mucho cuidado que saldrían adelante en el degradante entorno que hemos creado.

Mis reflexiones terminaron de pronto cuando escuché la conocida voz de Hari Guiri, el santón naga baba que había conocido el verano anterior en un prado de Cachemira y me había reencontrado en Omkareshwar, quien, como si me hubiese leído el pensamiento, comentó:

“A un langur, con su piel negra y el largo pelo blanco, se lo podría comparar con un anciano, tranquilo, respetable e incluso hermoso sadhu indostano. Mientras que el bandar, con su cara enrojecida, el pelo casi rubio, la cólera fácil y los dientes dispuestos a morder, me recuerda a un oficial del Imperio Británico moviendo el culo por las calles de Bombay. El buen langur respeta tanto a las crías como a las hembras y las trata con respeto.

Caso opuesto al de los macacos, entre los que verás a muchas crías lisiadas porque les pueden haber arrancado la mano de un mordisco. Si pasas alguna noche cerca de donde dormite una tribu de macacos, puedes terminar con los pelos de punta al escuchar los chillidos de terror y dolor de los jóvenes que, al haber sido ya apartados por sus madres y hallarse sin protección, son perseguidos por los machos solteros que están ansiosos de sexo”.

Y de sexo iba el espectáculo de los monos en aquel atardecer ya que, aquí y allá, tanto en las ramas del gran árbol que teníamos delante como por los suelos, diferentes parejas de macacos procedían a rápidas cópulas cada poco rato (o por lo menos aparentaban hacerlo).

El macho se acercaría a su hembra, quien ya levantaría el culo del suelo colocándose a cuatro patas, él se agarraría con sus pies sobre las pantorrillas de ella, se sujetaría con las manos a su espalda mientras la penetraba, daría dos envestidas y se correría sin haber cambiado ni un instante la expresión de su cara. Un momento después estarían de nuevo sentados el uno junto al otro esperando el próximo polvo y ella quizás se dedicaría a despiojar a su última cría.

Pero esta escena de tranquilidad se disolvería en cuanto se armase alguna de las frecuentes peleas; entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la madre estaría galopando a toda velocidad con el crío agarrado sobre su espalda como lo haría el mejor jinete. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Si recordásemos nuestra infancia con más precisión, quizás estaríamos más agradecidos a nuestros padres y los trataríamos mejor.
  • La prueba irrefutable de que algunos (¿algunos…?) patriotas son unos idiotas la tengo al ver a uno de ellos que se tira de los pelos y se sube por las paredes deseando derramar sangre porque alguien se haya cagado en la bandera de su puto país.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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