La crónica cósmica. ¿Qué verá la gente que me mira?

EN BUSCA DE LA LIBERTAD. Cuando visité Laos por primera vez hace diez lo hice acompañando a un laosiano que había huido del país cruzando el Mekong de noche en los tiempos en que el gobierno comunista tenía cerradas las fronteras a cal y canto. De haber sido detenido habría terminado en un centro de reeducación de Moscú como le sucedió al menor de sus hermanos (a quien conocí personalmente y puedo decir que lo dejaron hecho una piltrafa de por vida), pero tuvo éxito (igual que sus otros cuatro hermanos y tres hermanas) y ahora vivía en Francia. La razón de su regreso en ese momento en que ya se habían abierto las fronteras era para llevar a cabo el ritual en que los budistas deben convertirse en monjes aunque solamente sea por unas pocas semanas.

Cada vez que me encuentro frente al Mekong ya sea en una u otra orilla, pienso en esa gente que se jugaba la vida intentando conseguir la libertad o simplemente sobrevivir (También recuerdo una película malísima de Michael Landon (¿se llamaba así el papanatas de “La Casa de la Pradera?) en la que atravesaba el río nadando para liberar a su novia laosiana); es un caso parecido al de esos desdichados que tratan de llegar a Europa huyendo de la miseria, de las guerras de Oriente Medio, y del sanguinario Estado Islámico. ¡Qué pena, ¿no?! ¡Y qué mierda de políticos, gobernantes, ministros y miembros del Parlamento Europeo, que se estuvieron rascando la barriga sin querer ver ni tomar medidas para evitar lo que era evidente que se avecinaba, para evitar tanto sufrimiento y tantas muertes!

¡Rediós, que estamos hablando de la vida y la muerte! ¿A cuántos podrían dar asilo los “caritativos” bancos españoles en los miles de pisos que tienen vacíos? Pero esto no es ninguna novedad, ya que los gobiernos europeos, con Unión o sin ella, y debido, supongo, a la falta de coraje, siempre se las han arreglado para permanecer de brazos cruzados hasta que se ha armado la gorda.

LA OTRA REALIDAD. ¡Vaya una manera de empezar esta crónica! ¡A quién se le ocurre hablar de la triste realidad en una mañana tan bonita como esta y teniendo como decorado un frondoso jardín lleno de flores sobre las que revolotean mariposas mayores que algunos pájaros! (¡Qué precisos son sus vuelos!).

Llegué a Nong Khiaw cuando ya había anochecido, y me instalé aquí, en esta cabaña de bambú de la pensión “Sengdao Chittavong” desde la que veo el río “Ulive” (lo pronuncian así pero no sé cómo se escribe: en esta parte, y con los monzones, mide más de ciento cincuenta metros de ancho) pensando en trasladarme al día siguiente a un sitio que hay a un par de kilómetros; pero cambié de opinión al despertar por la mañana y adivinar que difícilmente hallaría un rincón tan perfecto, porque cuanto contemplo a través de la puerta y las dos ventanas no tiene desperdicio. Aparte de los colores de las flores y las mariposas, lo único que no es verde es el agua arcillosa del río, tan densa como para recordarme a “Charly y la Fábrica de Chocolate”.

La otra virtud de este nuevo domicilio es la tranquilidad, el silencio, y el aislamiento que me permite hablar a solas y, cuando no, cantar continuamente sin tener que preocuparme del vecindario, pues las otras cabañas están alejadas y, por general, vacías. Aunque en la crónica anterior mencioné que al venir hacia aquí me había apartado de la marabunta turística, de la masa, eso no significa que yo sea el único extranjero de tan atractivo lugar; pero quienes lo visitan son individuos que llegan de uno en uno o de dos en dos, y no en grupo.

En esa otra ocasión hace diez años, y acompañado del amigo marsellés, tomamos un pequeño avión de hélices desde Vientiane a Oudonxani planeando regresar al sur por carretera. Habíamos escogido el destino a ciegas, y aunque aquella pequeña ciudad no estuviese nada mal y los paisajes que la rodeaban fuesen espectaculares como casi todos los de Laos, decidimos echar un vistazo a Nong Khiaw cuando nos lo recomendó una francesa afincada en China y conocedora de esta zona. Como sería de esperar, ella y el marsellés se pusieron hasta el gorro con el “pastis” que él llevaba en su equipaje; de haber sido italiano, habría traído una cafetera y buen café. Cada loco con su tema: “¡Mamá, quiero un bidi!”.

La francesa (especializada en lenguas orientales) no nos había engañado, porque, al ver estos increíbles paisajes, cualquiera que llegue por primera vez a Nong Khiaw se quedará boquiabierto (y seguirá así tras dos semanas como yo ahora). Es el tipo de territorio en que los pintores y los fotógrafos han de “sufrir” una sobredosis de inspiración artística. Umm, y con ello, recordando lo de una imagen y las mil palabras, lo mejor que podéis hacer es darle un vistazo a través de Internet, ya que yo solamente seré capaz de explicaros que este pueblo y el río se hallan en un cañón (en realidad son dos que se cruzan, pues hay un río más pequeño) formado por una serie de colinas muy empinadas que están cubiertas por una densa jungla amazónica a pesar de ser totalmente de roca. La niebla monzónica completa la imagen pegándose por aquí y alejándose por allá.

Mi cabaña se encuentra justo debajo del único muro que está pelado porque es completamente vertical y la roca casi parece pulida; durante todos estos días me he dedicado a calcular cuál podría ser su altura, e incluso le pregunté su opinión a un occidental con el que me crucé; debido a que es muy impresionante, resultaba difícil acertar; haciendo abstracción de las emociones, yo había descendido desde los quinientos metros que pensé en el primer momento hasta los trescientos, mientras que el otro opinó que serían unos ochocientos, y al fin nos pusimos de acuerdo en que tendría unos cuatrocientos metros de altura.

La única cosa fea que rompe la perfecta imagen de Nong Khiaw es el puente que cruza sobre el río, que es precisamente desde donde se consiguen las mejores vistas y sobre el que me detengo ceremoniosamente al empezar mis paseos. Gracias a su limitado tráfico (en todo el día solamente pasan un par de camiones pesados y un autocar que va de Vietnam hacia la China) es el centro social de la población, donde se juntan los jóvenes al atardecer, pasean las familias enseñando a andar a los críos, los chavales juegan al badminton, o tiran aviones de papel por el lado contrario del que sopla el viento logrando que revoloteen varios minutos. En Oudonxani hacían todo esto en la pista de aterrizaje del pequeño aeropuerto, y había dos policías que se encargaban de apartar a la gente y al ganado cuando tenía que aterrizar un avión (día sí, día no).

El ecosistema de Nong Khiaw también es perfecto para mí porque tiene un camino llanero, con el río a un lado y la jungla vertical en el otro, por el que puedo pasear y, sobre todo, cantar, los pocos ratos en que abandono mi confortable cabaña (precio: unos cuatro euros y medio). Ésta, que medirá unos veinticinco metros cuadrados sin contar el porche, no tiene ningún espejo (“¿Qué verá la gente que me mira?”, se preguntaba tras olvidar cuál era su aspecto), y un lavabo que, debido a su insólita y limitada altura, sería adecuado para un jardín de infancia.

TELEGRÁFICAMENTE HABLANDO

  • Nunca he estado en un sitio en el que haya tantas hormigas como en el Sudeste Asiático; ya sean microscópicas o gigantes, te las encuentras en todos lados, desde la mesa en que comes a la cama en que duermes, y especialmente en los cuartos de baño (y por supuesto en los caminos).
  • Los propietarios de las cafeterías españolas deberían darse una vuelta por Laos para probar sus variopintos, imaginativos y deliciosos bocadillos.
  • Debido a que casi nadie habla inglés o francés, las cartas de los restaurantes sirven como diccionario porque están en ambas lenguas: “No have”.
  • Las temperaturas son las más suaves que haya tenido desde que empezase el año, pero, de todas maneras, lo primero que hago todas las mañanas es mirar el cielo en busca de las nubes que nos protegen de los terroríficos rayos solares.
  • A pesar de que el idioma laosiano sea menos cómico que el tailandés (para un latino), y el inglés que hablan (quienes lo hablan) resulte más comprensible que el de sus vecinos, me desconciertan muchas veces al pronunciar “veinte” (o sea twenty) porque parece que si dijesen “setenta” (seventy).
  • Érase un japonés que reafirmaba cuanto decía con un movimiento de cabeza, y también lo hizo al explicar acerca de su abuela: “Tiene ciento dos años y todavía está viva”.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Debería patentar lo que denominé en otra crónica como “El Eco del Ego”: ¿lo escuchas?
  • Me negaré a relacionarme con alguien que no acepte como hermanos a los seres de otras razas, creencias o especies, porque lo consideraré un idiota obtuso y primitivo.
  • Es completamente erróneo llamar igual al piropo que un poeta dedica a una princesa que ha salido a lucirse (como hacen las adolescentes brasileñas al atardecer) con el de un gorila (con perdón de esos primates) escupiendo: “Tía buena, te voy a comer las…”.
  • Quienes hayáis formado parte de algún ejército estaréis de acuerdo conmigo en que el incómodo y poco práctico petate es la mayor muestra de la estupidez general de los militares.
  • ¿Los sacristanes meten el cáliz en el lavavajillas?
  • El dolor cura todos los vicios.
  • Muchas veces preferiría no recordar y, en fin, no saber nada.
  • ¿Qué colores “ve” un ciego de nacimiento?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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