La crónica cósmica. Soy un mirón…

A QUIEN MADRUGA… – Siempre prefiero ir con tiempo y sin prisas, y si tengo que viajar de madrugada, saltaré de la cama temprano, aunque sean las tres, para poder vaciar las tripas, ducharme con agua fría y realizar mi ceremonia mística. Así lo hice la mañana en que me fui de Nueva Delhi.

Aún era de noche cuando salí del hotel. La calle principal del bazar de Paharganj todavía dormía, pero, como si me estuviese esperando, encontré un bici-taxi ricchó que se ofreció para llevarme hasta la estación central de los ferrocarriles.

A pesar de que ésta quedaba a corta distancia, acepté tanto por pereza como para que el riccó walla tuviese el primer negocio del día: los indios consideran muy propicio este hecho porque creen que, así, continuarán teniendo clientes el resto de la jornada y, por ejemplo, a los tenderos les podrás regatear el precio con la seguridad de que aceptarán.

Como es habitual, la estación de los ferrocarriles estaba abarrotada de pasajeros, muchos de los cuales esperaban su tren durmiendo en el suelo. Me adentré zigzagueando entre ellos, me salté descaradamente el control de seguridad en el que un par de aburridos policías inspeccionaban los equipajes con un aparato de rayos x, y resoplé al trepar por unas escalinatas para dirigirme al andén número catorce, donde ya estaba aparcado mi tren.

Era un Shatabdi, versión india de los trenes occidentales de alta velocidad, que recorrería doscientos ochenta y un kilómetros en cinco horas. También desde el punto de vista indio, se podría considerar lujoso, pues tenía a/c, los asientos eran reclinables y el tique incluía el desayuno y el periódico.

Cuando viajas en trenes normales sientes ojeriza hacia los Shatabdi al verlos pasar a toda hostia mientras el tuyo les cede el paso, aguardando en una vía secundaria. La imagen contraria desde un Shatabdi es la de los pasajeros de los trenes de tercera, que cuelgan precariamente de sus puertas abiertas.

Anualmente mueren accidentalmente miles de personas al caer de esos trenes. Otra peculiaridad de los Shatabdi es que, por lo general, son muy puntuales; algo insólito en el sistema ferroviario indio. El mío se puso en marcha en el minuto exacto y de igual forma llegaría a su destino.

Si estáis preparando vuestro primer viaje a la India, os recomiendo que recorráis ese inmenso país en tren, pues no hay mejor forma de verlo; aunque si vais de mañanita también veréis los culos de la gente que se agacha para cagar junto a las vías.

Otra cosa que deberéis tener en cuenta es que los trenes indios son muy, muy largos, y que en muchas estaciones solamente se detienen dos minutitos de nada; por lo que es muy importante que os coloquéis en el lugar adecuado de los kilométricos andenes para hallaros frente al vagón que os corresponda, y no como nos sucedió al amigo valenciano y a mí en la estación de Mathura, donde no nos quedamos en tierra por los pelos.

Desde el momento en que dejamos atrás los suburbios de Delhi, los paisajes se cubrieron de verde debido a los monzones, que todavía estaban dando los últimos coletazos provocando inundaciones y muertes, que no mencionan los noticiarios occidentales porque este año el estrellado en ese aspecto se lo está llevando Pakistán.

Verdes eran las infinitas llanuras del Valle del Ganges, río que, cuando lo cruzamos por un largo puente metálico, clak-clak, clak-clak, clak-clak, me mostró su espectacular faceta monzónica de color café con leche. A esa zona noroccidental del país, que incluye partes de los estados de Uttar Pradesh, Hariana y Punjab, la llaman la despensa de la India; y cuanto veía a través de la ventanilla eran cultivos de caña de azúcar, maíz, lentejas, garbanzos y arroz; entre los que había plantaciones de teca y de mangos, fruto del que existen más de trescientas variedades.

En las contadas ocasiones en que se alteraba esa rutina, había algo de jungla y lagunas cubiertas de nenúfares en flor. Mis ojos también se iban tras los pajarillos, las águilas, los milanos y docenas de aves más que no voy a mencionar porque os serían desconocidas.

Soy un mirón… de paisajes, y el hecho de que haya recorrido incontables kilómetros no es óbice para que, mientras viajo, sea raro que eche una cabezadita. Pero en ese concreto trayecto en tren todavía era más así porque, tras mi larga ausencia de la India provocada por el puto covid19, me sentía renacido, como si hubiese estado en stand by, y no dejaba de observar y tomar apuntes compulsivamente.

En la estación de Haldwani, en el estado de Uttarakhand, el tren prácticamente se vació y, gracias a hallarme en el último vagón, vi desfilar a todos los pasajeros como si fuese una película india. La siguiente parada era en Kathgodam, el final de esa línea y adonde me dirigía yo.

Kathgodam es una de las estaciones ferroviarias más bonitas, tranquilas y limpias de la India. No obstante, su mejor virtud es que se halla a los pies de las Colinas Kumaon y de la cordillera Shivlik, que en Uttarakhand marcha paralela al Himalaya y es mucho más antigua que éste. Pero acerca de ese sitio ya os hablaré en la próxima crónica.

NOTICIARIO DE LA INDIA

  • Amo a este país, pero no ciegamente; de ahí que os mencione atrocidades como estas:
  • «En Delhi dos hombres sacrificaron a un niño de seis años degollándolo para que dios les ayudase a hacerse ricos».
  • «La recepcionista de un hotel de Rishikesh fue asesinada y el populacho incendió y destruyó el edificio». No os asombréis, pues estas cosas suceden en la India con más frecuencia de la que podáis suponer.
  • «En Nueva Delhi, durante el último año, sólo se registraron el 10% de los matrimonios, a pesar de que es supuestamente obligado hacerlo».
  • Nueva atracción turística. «Quien lo desee, puede pasar una noche en la cárcel de Haldwani pagando quinientas rupias, comida incluida».
  • La India es uno de los pocos países del mundo en el que hay más hombres que mujeres. ¿Será por el maltrato que ellas reciben? Una estadística reciente afirma que el estado indio que sale mejor parado en ese aspecto es Kerala, donde hay novecientas setenta y cuatro mujeres por cada mil hombre (también es el estado con el mayor porcentaje de alfabetización). Mientras que el peor, es donde me hallo yo ahora, Uttarakhand, donde sólo hay ochocientas cuarenta cuatro mujeres por cada mil hombres.
  • En el periódico The Times of India aparecieron estos reportajes en plan oficina de turismo que, si pensáis venir a la India de vacaciones, os interesarán. En el primero hay información acerca de algunos resorts de Kerala en los que os podréis hospedar dentro de la jungla con todo lujo y confort y contemplar animales salvajes desde vuestra veranda.
  • El siguiente reportaje es parecido, pero las hospederías que os recomiendan son placenteras homestay.
  • El tercero es acerca de diferentes buenas playas indias.
  • El último reportaje es más curioso, pues menciona algunos hoteles en los que no acepta la presencia de niños.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. Mi relación con la población de Kerr Seringg era la más amable que hubiese conocido. Desde los críos a los ancianos, y desde las jovencitas a las mamás, todos parecían encantados de saludar al excéntrico “tubab” (blanco) que había escogido como residencia su pobre aldea. Y tal sentimiento llegaba al máximo si se trataba del grupo de amigos con quienes me juntaba habitualmente.

Los encuentros con éstos por la calle iban acompañados invariablemente de encajadas de manos y agradables conversaciones sociales, y para terminar se despedirían con los mejores deseos. Me reunía frecuentemente con tal grupo para celebrar fiestas en las que, a veces, incluso asistían chicas.

Debido a la pobreza económica de cada uno de mis nuevos amigos, era yo quien, invariablemente, me encargaba de financiar esos guateques, aportando las baterías para el radiocasete, donde sonarían siempre las mismas dos cintas, las únicas disponibles, el té o la leche, el azúcar y, por supuesto, la marihuana y el papel de liar.

Esas reuniones se celebraban en la habitación de cualquiera de ellos, generalmente de unos diez metros cuadrados, iluminada con una lámpara de aceite hecha con una botella.

En tal estancia, aparte de la cama en la que se aposentaría la mayoría, habría como mucho dos sillas; en una de ellas se sentaría Musa, mi anfitrión, colocando frente a él un pequeño hornillo de carbón sobre el que, con una tetera diminuta, se dedicaría a preparar la bebida.

Si se trataba de té, chino, verde y extremadamente amargo, llenaría el recipiente hasta los topes con agua y té para hervirlo durante mucho rato. A su lado, sobre un platito, habría un vaso en el que, cuando lo creyese adecuado, vertería un poco de líquido para probarlo. Era una operación que repetiría media docena de veces antes de empezar a llenar el vaso con azúcar para, así, endulzar paulatinamente el té sin interrumpir las continuas pruebas.

Cuando considerase la obra terminada, seguramente habrían transcurrido veinte minutos. Pero el tamaño de la tetera solamente permitiría llenar tres veces el vasito y, después de que hubiesen bebido tres de los presentes, el tetero empezaría de nuevo con las mismas operaciones. Así que Musa pasaría la tarde abrevando a sus compañeros.

En las ocasiones en que se preparase leche en vez de té, la operación sería igual de lenta, aunque más sabrosa, pues en la tetera se introducirían primero grandes cantidades de azúcar, que el calor del hornillo convertiría en un caramelo y daría a la leche un sabor delicioso.

Durante todo el tiempo, mientras charlábamos reíamos, escuchábamos música y, de haber chicas, bailábamos, habría otro encargado, usualmente Carfa, cuya labor sería constante e infinita; ya que pasaría la tarde limpiando, cortando y liando la miserable marihuana que se conseguía por aquellos alrededores.

Esa hierba era tan poco tóxica como para que tuviéramos que estar fumándola constantemente si deseábamos terminar la jornada un poco colocados.

El recuerdo acerca de aquellas fiestas que me acompañaría durante el resto de mi vida serían las caminatas de regreso a casa. Las hacíamos cruzando los campos, acompañados de la buena música local, que sonaba en el radiocasete, y bajo el firmamento cubierto como nunca de estrellas gracias a la ausencia de polución y de luz eléctrica. Deseando gozar mejor de tan mágicos momentos, yo me retrasaba para observar a mis amigos moviéndose entre las sombras, siempre charlando y riendo. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1706 960 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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