La crónica cósmica. Su vocación era llevar la contraria

Si echáis una mirada en este mismo blog de Conmochila al vídeo de “Una cerveza con…” que grabamos en Kenia con los amigos valencianos, comprobaréis que siempre llevo en el bolsillo de mi chaleco un bloc (que me compró el bueno de Toni en Hanói) en el que voy tomando notas de lo que veo o pienso para luego pasarlo al ordenador e incluirlo más tarde en alguna de estas crónicas; anotaciones que a veces que no llegan a ver la luz. De todos modos, siempre son una ayuda para completar alguna de mis parrafadas.

Pero hace unos días tuve un «accidente laboral» al clicar la tecla errónea y las más de diez páginas de esos archivos se perdieron en el barranco sin fondo de mi ordenador.

Aunque en parte era una gran putada, las neuronas encargadas de alimentar mi imaginación se felicitaron y regodearon porque, tal como me dijeron, así tendrían la oportunidad de crear realmente en vez de copiar. Os menciono esto porque, estando así el patio, la presente crónica tendrá muchas posibilidades de ser más anárquica de lo habitual, pues no tengo la menor idea del camino que seguirá.

Aprovecharé la ocasión para recomendaros que veáis asimismo los otros vídeos de “Una cerveza con…” que el amigo valenciano grabó en distintos países con algunos trotamundos españoles.

Una cosa lleva a la otra, y ahora aconsejaré a quienes os guste viajar (o a los que soñáis hacerlo) el artículo de eldiario.es dedicado a los positivos efectos secundarios que aporta viajar.

También es en este buen informativo donde recientemente se publicó un reportaje acerca de un problema que podríais tener los aficionados a la maría si os sometieran un test de droga en un control de la policía de tráfico; test que podría dar positivo aunque ya hiciese varios días que os hubieseis fumado un porro o que tan sólo hayáis estado recientemente en una fiesta en la que alguien lo hiciese cerca de vosotros. Es un hecho injusto y absurdo que se da todos los días y que el especialista Juan José Ramírez denuncia en este interesante artículo:

Debido al maldito Covid-19 y a otras circunstancias, ya han transcurrido dieciocho meses desde que regresé de los países orientales que fueron mi hogar en las últimas décadas. De todos modos, y como ya he mencionado en otras ocasiones, hasta ahora mi culo de mal asiento no me ha provocado la menor ansia, quizá porque he continuado moviéndome de un lado a otro y, como ahora aquí en Le Teil (¡la France!), sigo teniendo la confortable sensación de ser extranjero. A ello se le añade que la bendita soledad de mi actual domicilio es inmejorable.

Curiosamente, en esta ocasión, cuando vine desde mi pueblo a esta región francesa del Ardéche no lo hice en transporte público como suelo viajar, sino en el coche de unos buenos amigos que se ofrecieron voluntariamente, pensando en dedicarse un poco al turismo, como lo fue visitar la preciosa ciudad de Montélimar (de treinta y ocho mil habitantes), en la que paseamos por los callejones peatonales del barrio antiguo e hicimos algunas compras en su mercadillo de verduras y otros alimentos.

También aprovechamos para cumplir con el obligado ritual turístico de comer unos cruasanes, tomar un café y adquirir una cajita del renombrado dulce local llamado nougat. Otra visita histórica la realizamos en el pueblo de Alba la Romaine, que construyesen los romanos hace dos mil años.

PASO A PASO – Naggar, Himachal Pradesh, India septentrional, 1986. El poder que nos distingue a los humanos de la mayoría de animales es nuestra fácil adaptación a cualquier entorno o ecosistema (como las ratas: ¡Ja!); acomodo que especialmente se da sin el menor esfuerzo cuando se trata de un ambiente o lugar que realmente nos agrada y favorece.

El amigo californiano y yo nos sentimos inmediatamente como en casa en aquel nido de águilas que era nuestro nuevo hogar (ver la crónica anterior), y acordamos un precio muy razonable con la mamá de la familia brahmán, que era la propietaria, para que pudiésemos comer las deliciosas cenas que ella cocinaba para todo su clan.

Durante los días siguientes a nuestra llegada nos acostumbramos a descender y trepar sin ninguna pereza para ir a tomar un chai o comprar cualquier cosa en el bazar de Naggar, la antigua capital del Valle de Kullu. De nuevo, como sucediese en Bhagsu Nag, el tiempo empezó a transcurrir volando porque vivíamos permanentemente en un delicioso presente.

Aquí va un ejemplo de ello: yo me despertaba a las seis de la mañana e iba a cagar en el bosque; luego tomaba un baño en el prado usando un cubo que llenaba de agua en el grifo que había junto a nuestra cabaña, después desayunaba comiendo los chapatis y bebiendo el chai que el amigo californiano habría cocinado en el hornillo de keroseno, y, tras fumarme un porrito, me sentaba sobre la hierba para escribir un poco en mi diario hasta que descubriría que ya eran las cuatro de la tarde.

Mi salud seguía mejorando y mi cuerpo parecía funcionar de maravilla si exceptuamos la necesaria adaptación a la altitud de Naggar, a pesar de que era parecida a la de McLeod Ganj, nuestro anterior domicilio: los expertos os confirmarán que las reacciones corporales con la altitud siempre son impredecibles y que, por ejemplo, podréis sufrir el mal de altura al descender de lugares más altos.

El amigo californiano me explicó que los submarinistas podían descender muchos metros sin sufrir cambios especiales en su cuerpo hasta que, de pronto, al superar una marca determinada, recibían la gran bofetada.

Al revés que en el resto de la India, en aquella altitud había muy poca fauna y, aparte de unos lagartos de casi medio metro de largo y las arañas de palmo que reinaban en el interior de la casa sin crearnos el mínimo problema, solamente se encargaban de animar la naturaleza que nos rodeaba los grandes cuervos que graznaban desde el espacio.

Nuestra aislada cabaña nos permitía muy poca vida social si exceptuamos a la familia brahmán, cuya hermosa hija mayor, Damianti, que pronto cumpliría quince años y ya era toda una señorita que nos tenía encandilados con su simpatía. Manteníamos con ella muchas conversaciones en las que intercambiábamos información acerca de nuestras diferentes culturas. Un día le pedí que escribiera algo en mi diario y llenó una página con canciones locales y oraciones. También creó un poema en el que afirmaba: “Amo a mi tierra más que todas las cosas, y el hombre que me quiera como esposa tendrá que compartir ese amor porque yo jamás abandonaré este lugar”.

La vivienda que ocupábamos se encontraba a extramuros y a poniente del templo del dios Krishna, en el que no nos estaba permitida la entrada. En la parte opuesta, o sea junto al sendero que continuaba ascendiendo la montaña, había otra casita en la que vivía una pareja de recién casados que eran pobres y hacían los trabajos sucios para la familia brahmán. Como sucede frecuentemente en la India, el hombre, feo y alcohólico, ya superaba los cuarenta años, mientras que su esposa era una hermosa cría de dieciséis.

Yo había oído que en aquel país existía una ley por la que cualquier hombre que golpease a una mujer iría inmediatamente a la cárcel; pero tal ley, por lo visto, no se refería a los matrimonios, y vi en más de una ocasión como la joven y bonita esposa salía corriendo de su casa perseguida por el marido borracho, quien, después de alcanzarla, le pegaba puñetazos sin la mínima misericordia.

También comprobé que en el caso de la familia brahmán, gente educada y civilizada, el hombre seguía siendo el rey, y que, cuando caía una de las fuertes y frecuentes tormentas, tanto la madre como las cinco hijas corrían de un lado a otro entrando el ganado en el corral, recogiendo la colada y cerrando las ventanas, sin que el padre y su hijo las ayudaran en absoluto.

Cuando le comenté todo esto a nuestro amigo local Arún, nos explicó algo realmente admirable: “No debéis tomar a estas dos familias como ejemplo de las costumbres de las montañas, porque el matrimonio brahmán vino de Mandi, y el borracho que les limpia las letrinas llegó hace poco de Jammu. Entre los “pajari” (montañeros), aunque poco se sepa de ello en las llanuras y menos en el extranjero, continúa imperando desde hace miles de años el sistema matriarcal”.

Sonriendo ante nuestro asombro, Arún dejó unos momentos de silencio que aprovechó para echar unas caladas al chílom (pipa) que yo le acababa de entregar, y después continuó explicando: “Aquí, en cada aldea y familia, y tal como se había hecho desde siempre, quienes mandan, con plena aprobación por parte de los hombres, son las mujeres, tradición que ya existía antes de que llegaran los arios. Son ellas quienes se encargan tanto de la política local como de la administración de la casa, mientras que los hombres vamos y venimos haciendo negocios, y a veces, en el pasado, guerreando o explorando.

De esa forma, hallándose cada uno en su perfecta posición natural, nuestra sociedad funciona en armonía y sin casos como el de este borracho de casta baja, que al tratar a su esposa como a una esclava, logrará matarla o que ella le abandone”. “Pero si la costumbre es así, ¿por qué no os enfrentáis a este degenerado?”, le preguntó el amigo californiano. Y Arún respondió: “Lo que más amamos nosotros es la libertad, y si la esposa de ese malnacido, que es hija de aquí, le aguanta y no pide ayuda a las mujeres de Naggar, nadie se va a meter en sus asuntos familiares”.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Se llama desierto a un sitio sin McDonald’s, 7/Eleven, ATM ni gasolineras.
  • Le dije que su vocación era llevar la contraria, y lo negó, claro.
  • Me parece que en toda mi vida sólo recientemente he empezado a escuchar el verbo acosar. Esta práctica me parece asquerosa y rastrera, pero es mucho peor cuando se hace en las redes sociales, pues entonces alcanza el nivel de sádica estupidez y cobardía traicionera.
  • ¿Publicidad es sinónimo de comida de coco y lavado de cerebro?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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