La crónica cósmica. Te pasa esto porque habrás meado en la calle

Y LLEGÓ EL INVIERNO – Chitwán, Nepal. Occidente va siempre un poco retrasado respecto a Nepal en cuanto al horario, pero todavía va mucho más retrasado acerca de la fecha, pues, según el calendario local, vuestro 1-1-2023 (¡feliz año nuevo!) se corresponde con el 18-9-2079 nepalés. Recuerdo que en los periódicos de Bengala constaban cuatro fechas distintas.

Mi corrector, que también es mi hermano (y, sin embargo, amigo), opina que debería completar esa información añadiendo que el año musulmán es el 1435, el hindú, 1491, el chino, 4711 y el judío, 5774, y que en la India usan el calendario Pachanga, que divide el año en seis estaciones de dos meses.

Aquí en Sauraha se podría decir que la niebla es sinónimo de invierno; me refiero a la niebla que se eleva desde el río Rapti de madrugada y hasta bien entrada la mañana nos priva de la calefacción natural, o sea el sol. Mientras esperamos que sea así, claro, nos sentamos alrededor de una hoguera y nos dedicamos, sobre todo, a esquivar el humo con el que las traviesas corrientes de aire tratan de asfixiarnos.

A veces, aunque cambies de sitio, el humo de la hoguera va siempre a por ti; y entonces los nepaleses te dicen bromeando: “Te pasa esto porque habrás meado en la calle”.

Para que una hoguera arda debidamente requiere el cuidado constante de alguien que sepa qué se trae entre manos. Como hacía anoche la chica que cuida de esta pensión en la que me he hospedado todas las veces que he venido a Sauraha, porque difícilmente hallaría otra en la que reinase tal silencio nocturno, que sólo rompen de mañanita los pájaros con sus cantos. Esto sin mencionar que, por lo general, soy el único cliente.

Como en las otras ocasiones, también estoy en la misma cabaña que ocupé los doce meses que permanecí en Nepal durante el confinamiento del COVID. Es la cabaña del Oso Perezoso, una preciosidad de treinta metros cuadrados con un ventanal que mira hacia al este y otro hacia el oeste.

Completaré la descripción añadiendo que en el extenso jardín de esta pensión hay una treintena de árboles, de buenas dimensiones, como el tamarindo que da sombra a mi cabaña, cuyos frutos atraen a diferentes pájaros exóticos.

LA TABERNA GALÁCTICA. La noche de fin de año era ideal para dejarme caer por mi antro predilecto, pues estaba seguro que no me faltarían personajes interesantes que deseasen contarle algo a mi grabadora. La primera en hablar fue una chica nepalesa de una etnia mongol que se limitó a decir: “Cuando hago locuras me siento más viva”. Junto a ella había una pareja de indios de pelo plateado que se hacían arrumacos, y él me dijo riendo: “Estamos muy unidos porque pertenecemos a la misma hermandad de viciosos”.

El siguiente en acercase al micrófono fue un joven escandinavo que afirmó con mucha seriedad: “Yo juego limpio simplemente porque me gusta, y no porque espere recibir un premio o tema un castigo si no lo hago así”. Un indio de pelo blanco que llevaba una melopea de cuidado le quitó prácticamente la palabra de la boca al escandinavo y me contó una experiencia única: “Cuando era un crío me partí la cabeza al caer de un árbol y abandoné mi cuerpo. Inmediatamente me elevé hacia las ramas del mismo árbol y estuve observándome un buen rato hasta que llegó una ambulancia y los enfermeros me inyectaron algún fármaco. Entonces todo se oscureció y desperté al día siguiente en un hospital”.

Creí que el indio ya había terminado de hablar, pero enseguida añadió: “Tuve ese accidente en Laos, concretamente en Luang Prabang, donde mi padre era cónsul de la India, y cuando estalló la guerra civil vi como linchaban a gente en plena calle”.

Me alejé del indio porque empezó a detallarme barbaridades de aquellos incidentes, que no deseaba escuchar, y acerqué la grabadora a un nepalés de aspecto respetable que me contó: “Un día se presentó inesperadamente en mi casa un amigo de la juventud que seguía siendo un marchoso a pesar de los años. El muy cabrón me puso en un dilema al proponerme, frente a mi hijo de dieciséis años, que nos tomásemos unas setas mágicas. Estuve dudando y pasando la mirada de uno a otro sin saber qué decir hasta que mi hijo me sacó del atolladero al opinar que sería muy interesante que ambos compartiésemos ese tipo de experiencia. Así lo hicimos y te puedo asegurar que desde entonces nuestra relación mejoró mucho”.

El siguiente en hablar era otro indio que rondaría los cincuenta años, quien me contó una anécdota de su infancia: “Yo vivía con mis padres en la jungla y, al no haber cerca mercado alguno, la caza era la única forma de tener carne para el puchero, por eso había en casa todo tipo de escopetas. La primera vez que fui a cazar tenía diez años, y al disparar tratando de darle a un faisán la culata del fusil me dislocó el hombro y regresé a casa con la cola entre las piernas”.

El último en acercarse a mi grabadora también era un indio de edad parecida al anterior, y los sucesos que me contó no tenían desperdicio: “Yo trabajo como guía turístico, y una vez, cuando llevaba a un grupo de budistas japoneses hacia Lumbini, una pandilla de bandidos detuvo nuestro autocar. Tras averiguar que yo era el líder, me colgaron de los pies en la rama de un árbol para degollarme. En el último instante me salvó la inesperada aparición de un jeep del ejército que pasaba por casualidad”.

PASO A PASO – Cachemira, India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Intentando rebajar el presupuesto que se me iba por las nubes debido a los altos precios de la turística Srinagar, cuando los otros catalanes partieron hacia el Ladakh, pedí a Gulam que me hospedara en la barca familiar.

Tal cambio, aparte de dormir en el suelo de madera como los demás, me aportó la compañía constante de la bulliciosa docena de críos de la familia, pues aquella vivienda, alargada y flotante, no tenía puertas, sólo compartimentos separados por tablas que se comunicaban por un pasillo central. El nuevo domicilio incluía, además de los chiquillos, un gran número de moscas extremadamente pesadas.

El cambio también auspició que Gulam demostrara la generosa hospitalidad islámica, y después de dejar que instalara mis pertenencias en el rincón que sería mi nido, me explicó:

“Los extranjeros que pasan por mi casa pocas veces se quedan más de cuatro días, y casi nunca intentan aprender o comprender nuestras costumbres. Tú, por el contrario, te comportas y vistes decentemente, tratas a mis padres con respeto, y ahora, además, has escogido convivir con nosotros. Por todo ello mi familia ya no te considera simplemente un cliente, sino un amigo, y puedes quedarte todo el tiempo que desees pagando cuánto y cuándo quieras”.

Para acabar de poner en orden mi presupuesto y limitar las visitas al bazar y a sus caros restaurantes, desde entonces me alimenté exclusivamente con la comida que cocinaba la madre de Gulam. Esto último también me permitía conservar la paz mental que las docenas de vendedores, de todo lo imaginable, trataban de romper en cuanto salía de la tranquila isla para ir al bazar.

Tal como había comprobado en otros lugares donde el turismo hubiese visitado durante siglos, por ejemplo Agra o Luxor, la gente de Srinagar era insoportable, pues para ellos los turistas no eran personas, sino una fuente de dinero. A través de los años, aquellos pesados habían perdido el tacto y la gracia habitual de los cachemires para comerciar y se habían convertido en lo que yo denomino ratas de bazar.

En el transcurso de las semanas pasaron por las “Export Houseboats” turistas de diferentes nacionalidades, con los que mantuve cierta relación. Todos ellos eran, invariablemente, aficionados al costo; algunos llegaban a fumarlo en tales cantidades como para no darme tiempo a hacer uso del mío.

Un ejemplo exagerado fue el de unos australianos que llegaban a encender las pipas de agua sin tan siquiera haber introducido tabaco en la cazoleta. Esto, claro, provocaba algunos descontroles, y una tarde, durante una partida de backgammon, mis preciados dados salieron disparados del tablero, saltaron por la barandilla de la terraza y acabaron en el fondo del lago Dal.

Mi relación siempre era más fácil con los latinos, entre otras razones porque con ellos podía usar el mismo lenguaje: mezcla de inglés, italiano, francés, castellano y catalán. Hubo dos italianos con los que pasé muchos ratos durante el tiempo que residieron en la isla de Gulam.

Tal como sucedía frecuentemente entre los viajeros, uno de ellos, Carlo, era más adulto y experimentado, y hacía de guía de su joven amigo, Mario, quien visitaba Oriente por primera vez. Carlo era maestro de enseñanza media, y a mí, al ser testigo repetidamente de lo desmadrado que era, me resultaba difícil imaginarle actuando con seriedad frente a sus alumnos.

Entre los medios de transporte acuáticos también estaban las shikaras: unas barcas-taxi, de lujo, cuya perfección, comodidad y belleza resultaban impresionantes. Disponían de una marquesina que las protegía del sol y de unas cortinas para dar intimidad a las parejas. Los clientes iban echados sobre un colchón de matrimonio y apoyados en grandes almohadones.

Una tarde, Carlo nos propuso alquilar una shikara que nos paseara, tanto por el lago grande como por el pequeño, y por todos los canales que discurrían por la ciudad vieja. La excursión duró varias horas en las que la pipa de agua no dejó de humear ni por un momento. El servicio de la shikara era tan completo como para que el joven barquero Fayás, personaje que permanecía invisible en la parte trasera separado por una cortina, llevase con él un brasero y una tetera donde, si se lo pedíamos, preparaba un chai delicioso. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • El quid de toda cuestión está en la satisfacción: la satisfacción de vivir, la satisfacción de amar, la satisfacción de la amistad, de las experiencias y de los pensamientos, aunque a veces me prohíbo pensar.
  • Lo que nunca ha sucedido, difícilmente sucederá; pero lo que sí lo ha hecho, se podrá repetir.
  • ¡Imbéciles hijos de la gran puta! Un juez de Peshawar, en Pakistán, ha ordenado la liberación de un hombre condenado a cadena perpetua por violar a una chica, y le ha “condenado” a casarse con ella. ¡¿Se puede ser más ruin?! ¡¿Os imagináis cómo se sentirá la pobre joven al verse obligada a pasar el resto de su vida junto al sádico que la violó?!

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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