La crónica cósmica. Una misión para el reportero Tribulete

LA TABERNA GALÁCTICA. Normalmente el aparcamiento de mi antro predilecto está vacío porque los viajeros del espacio prefieren la libertad y la economía de los transportes públicos (o la rapidez de una nave-taxi como la de Han Solo que te lleva hasta Plutón por unas pocas rupias marcianas); así que me acerqué intrigado al ver tres motocicletas y una pequeña autocaravana, y mi curiosidad se disparó al comprobar que la matricula de las primeras era de Colorado y la otra de Berlín. “Esta es una misión para el reportero Tribulete”, pensé con excitación. En el interior de la taberna no había muchos clientes y distinguí fácilmente a los motociclistas norteamericanos. Rondarían los veinticinco años, sus orígenes serían anglosajones, y aunque tenían aspecto de tipos duros era evidente que durante su vida no habrían realizado trabajos pesados para ganarse las algarrobas.

Aceptaron mi compañía después de evaluar positivamente mis andrajosas vestimentas de vagabundo espacial y, en cuanto pulsé las teclas adecuadas, me contaron un poco su vida quitándose unos a otros la palabra de la boca: “Nacimos en Santa Fe, y nos conocimos siendo todavía unos críos porque nuestros padres pertenecían al mismo club de motociclistas”. “Íbamos a todos lados en bicicleta, y cuando no estábamos pedaleando pasábamos la mayor parte del tiempo pegados al ordenador”. “Pero no era para jugar a estúpidos juegos, sino porque estábamos interesados en aprender y mejorar su funcionamiento”. “Antes de cumplir los dieciséis años y tener nuestras propias motocicletas, trabajamos gratuitamente una temporada en el taller de un mecánico hasta que fuimos capaces de reparar cualquier tipo de avería”. “A los dieciocho abandonamos los estudios para dedicarnos a nuestras dos pasiones: el motociclismo y los ordenadores”. “Hace un par de años diseñamos un programa por el que nos pagaron un buen montón de dólares”. “Estuvimos viajando por todos los estados de nuestro país, y un día nos cruzamos con un viejo motociclista que nos recomendó recorrer la Carretera Panamericana”. “Al dar una mirada al mapa vimos que ésta descendía hasta Chile por la costa occidental de America”. “Era el tipo de reto que necesitábamos”. “Cruzamos Méjico, Centroamérica, Colombia, Ecuador, Perú, y llegamos a Chile”. “Sentados en una taberna de Santiago con un mapamundi en las manos, nos preguntamos, ¿y ahora qué?”. “La respuesta nos llegó desde la mesa de al lado cuando un marinero le dijo a otro que al día siguiente partiría hacia Australia”. “Metimos nuestras motocicletas en un carguero cuyo capitán también aceptó llevarnos a nosotros, y unas semanas después desembarcamos en Sydney”. “Después de recorrer Australia, tomamos otro barco hasta Singapur, y aquí nos tienes, en Malasia, y planeando visitar el Sudeste Asiático”. “¿Y luego?”, les pregunté yo. “Ya veremos”. “Quizás China y Mongolia”.

Me despedí de los tres norteamericanos felicitándolos y deseándoles buena suerte, y a continuación me dirigí a un tipo solitario de unos cincuenta años cuyo aspecto no dejaba lugar a dudas acerca de sus orígenes alemanes, pues era rubio, y tenía los ojos azules, la frente alta, la nariz chata, las orejas pequeñas, y las mejillas amplias. Me miró con cara de pocos amigos y dudó un poco antes de aceptar que me sentase con él. Cuando la camarera le trajo la cuarta cerveza, me observó con desagrado al oír que yo pedía un zumo de naranja, y me apresuré a aclararle que sólo era abstemio temporalmente.

Acerté al suponer que necesitaría confesarse, y él lo hizo en cuanto le hube contado un poco mis correrías; pero de entrada me desorientó diciendo: “Sabes que cuando los agentes de la policía detienen a alguien, empiezan leyéndole sus derechos aclarándole que cuánto diga podrá ser usado en su contra, ¿verdad?”. Yo asentí, y él continuó explicando: “En el caso de mi mujer era así con la salvedad de que cuanto yo decía o hacía era usado invariablemente en mi contra”. No pude evitar que se me escapase un principio de risa con el que conseguí mosquearle. “¡¿Dónde está la gracia?!”, me espetó; y sólo se tranquilizó cuando le aclaré, “Me río porque hará cosa de unos cinco años dije exactamente lo mismo acerca de mi esposa alemana, y debido a que ella no conoció nunca a su padre berlinés, quizás resulte que tú y yo seamos cuñados. Anda, sigue contándome tus aventuras”. “Llegado al punto límite cero, un día salí a comprar tabaco, y no dejé de conducir hasta haber cruzado la frontera de Polonia. Temía lo que pudiese hacer si regresaba, y continué adelante. Después vino Bielorusia, Ucrania, Rusia, Kazakhstan, China, Laos, Camboya, Tailandia, y ahora Malasia. De camino he descubierto que me encanta la soledad y este tipo de vida. Aparco la camioneta en cualquier jungla o playa, y me quedó allí hasta tener ganas de ponerme de nuevo en marcha. En Berlín tomaba diariamente diferentes fármacos, siempre estaba de mal humor, y gastaba un dineral; mientras que ahora no necesito prácticamente nada y me siento de maravilla”. “¿Has pensado en el futuro?”, le pregunté, y él respondió sonriendo por primera vez: “No hay futuro, sólo un eterno presente”.

LOS OTROS MUSULMANES. Entre las diferentes razones por las que vine a Malasia estaba la de quitarme de la cabeza el creciente desagrado que sentía hacia los musulmanes debido a las barbaridades que llevan a cabo los majaras islamistas, pues era una debilidad que no me podía permitir después de haber convivido hace años con las civilizadas, hospitalarias y amables gentes de Turquía, Siria, Jordania, Palestina, el Sinaí, Egipto, Sudán, Gambia y Bangladesh que pertenecían a esta religión. Y ahora, tras permanecer un par de semanas entre los habitantes de Teluk Bahang, debo felicitarme al haber hecho realidad mis deseos.

Aquí van unas imágenes: Las mujeres visten de forma normal (por lo general llevan vaqueros u otro tipo de pantalones), y la única prenda que las diferencia de las chinas o las indias es el fular (¿hijab o gijab?) con que se cubren el pelo para salir a la calle (es bonito, está cosido bajo la barbilla, se apoya sobre los hombros y cuelga hasta media espalda). Ellas se hallan al frente de la mayoría de los negocios y tratan con el público con total desenvoltura (bromeando y de tú a tú). Mi anfitriona, quien dejó plantado al marido en Georgetown para regresar aquí, me llevó en su motocicleta hasta la “Playa de los Monos”, y estuvimos recolectando almejas y otros moluscos junto con varias amigas suyas. Casi todos se casan por amor y son contados los casos en que la boda sea “organizada”. Prácticamente te saludas con todo el mundo con una mirada o una ligera inclinación de cabeza. Son la suavidad personificada. Pero lo más insólito ha estado en que he mantenido tertulias filosóficas con un grupo de hombres como si me hallase en la India. En fin, que tienen la mente abierta, y la enfermedad del fanatismo todavía no ha llegado hasta aquí.

Completaré esta información acerca de la población de Pinang añadiendo que en Georgetown hay un 60% de chinos (ya era así antes de la aparición en escena del Imperio Británico), pero en Teluk Bahang son malayos un 80%. Tras haberos dicho que aquella ciudad se había convertido en otra Góndor llena de rascacielos (los que tienen menos de veinte pisos parecen bajos, y supongo que debe recibir montones de turistas porque está plagada de hoteles de lujo), al regresar un día por diferentes asuntos comprobé que todavía sobreviven muchos de los barrios antiguos en los que da gusto pasear (ahí sigue “Little India”), y también sus edificios históricos. Gracias a las diferentes culturas, hay periódicos y canales de televisión malayos, chinos e indios. Unos y otros hablan perfectamente inglés.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Todos tenemos a un John Nash, un Livingston, un Conrad, un Sócrates, un Groucho, un Manson, un Dylan, un Jomeini, un Zapata y un Buda en nuestro interior; pero también escondemos a un caballo que desea galopar libremente por las praderas, y a un perro que se siente seguro al llevar el mismo collar que agobiaría a un gato.
  • Érase una vez tres monos que, al contrario que los de la escultura típica, desarrollaron los ojazos del mirón tras la ventana ajena, las orejotas del cotilla escuchando al vecino, y la bocaza del charlatán hablando de los demás.
  • Aunque en cierta ocasión defendí el derecho a abortar (y todos los derechos que no incumban a los demás), yo sería incapaz de hacerlo, de la misma manera que soy incapaz de matar una mosca.
  • Leído en las calles de esta población: “La diversión es una cosa muy seria”. “Salvad Palestina.
  • Un ateo se reafirmó en sus creencias (o en la falta de ellas) al ver como dos creyentes se hinchaban a hostias debido a que uno y otro habían dado un nombre distinto a Dios.
  • Hay países pequeños que destacan por sus muchas virtudes, y otros muy grandes que lo hacen por sus defectos (se dice el pecado, y no el pecador), pero los patriotas van voluntariamente a una guerra para aumentar el tamaño de “su” país
  • No es que esté orgulloso de no tener un teléfono, sino de no necesitarlo.
  • Compruebas la ausencia de ansiedad cuando no ansías nada, ni la vida.
  • ¿Por qué nos prohíben “colocarnos” a pesar de saber que todos los grandes hombres lo hicieron?
  • ¿El llanto de muchos es más triste que el de unos pocos?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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