La crónica cósmica. Aislado en una isla

AISLADO EN UNA ISLA. Debido al aislamiento de mi nuevo domicilio, yo había planeado pasar una temporada incomunicado y, con ello, dejar de comeros el coco con estas crónicas; pero ahora, tal como haría un buen gobierno tratando de satisfacer los deseos de la población, he cambiado de opinión al escuchar vuestros piropos (“¡Cabrón!”, “¡Mameluco!”), y os las continuaré mandando semanalmente. Entre otras razones, podéis agradecer tal magnanimidad a que, sorprendentemente, y dónde menos me lo esperaba, he descubierto que el vecino más cercano está conectado a internet, y podré amargaros sin verme obligado a ir hasta la estación de autobuses y recorrer varios kilómetros antes de encontrar un ciber.

De todas maneras, para no molestar demasiado a esa amable familia musulmana (y también por continuar en mi empeño de no recibir noticias del mundo), solamente le visitaré el tiempo justo que necesite para pulsar “enviar”, y os pido que no me escribáis a menos que sea para informarme de algo realmente importante, por ejemplo que Putin se haya retirado a un monasterio budista del Himalaya, que el Estado Islámico se convierta en una entidad espiritual en vez de bélica y venda su armamento para recaudar fondos con los que paliar el hambre del mundo, o que la Naciones Unidas acuerden por unanimidad prohibir la producción y la venta de armas.

Tras esta inevitable parrafada inicial, podemos empezar. La crónica de hoy tiene cierta semejanza a una de esas películas en las que sale una chica que de entrada parece feúcha y al final resulta ser una preciosidad. Ella se llama Pinang (Penang en inglés), y es una isla de Malasia que se halla pegada al continente mirando a Sumatra. La visité por primera vez hace un montón de años al regresar de Java y Bali, y el responsable fue un amigo alemán llamado Martin al que debería incluir en “La Taberna Galáctica” porque su caso es único: Quedó parapléjico al empotrar su automóvil contra un autobús e incluso tuvo que aprender a hablar de nuevo; cuando los médicos le dijeron que no volvería a andar, se lo tomó como un reto, y consiguió hacerlo al estilo del monstruo de Frankenstein a base de practicar y darse batacazos por las playas del sur de la India.

Sentados en la maravillosa y entonces tranquila playa de Varkala, en Kerala, Martin me comentó entre chílom y chílom que debería echarle una mirada a Georgetown (la capital y en aquellos tiempos la única ciudad de Pinang), porque en ella convivían armoniosamente tres comunidades y tres religiones completamente distintas: los malayos musulmanes, los chinos budistas y los indios hindúes. “Al doblar una esquina creerás estar en Shangai, y en la siguiente, en Calcuta. Pero sobre todo has recorrer la calle de las agencias de viajes chinas, donde las hay a docenas una al lado de la otra; aquellos asiáticos son los filósofos del viaje, y tras charlar una hora contigo invitándote a tomar té, incluso te recomendarán que, en vez de comprarles el tíquet deseado a ellos, los hagas en Bangkok o Singapur por el simple hecho de que allí te saldrá más barato”. Añadiré a tal información que en aquellos años se llegaba a Georgetown en un transbordador, y la ciudad era pueblerina, sucia, y poco distinta a tantas otras del Sudeste Asiático.

Si Martin fue el primer responsable de que me dejase caer por aquí hará un par de décadas (en aquella ocasión sólo pasé unos pocos días antes de continuar hacia el norte), el siguiente fue un francés con el que me crucé en Kanchanaburi hará unos tres años, quien me recomendó: “Tienes que ir una aldea de pescadores de Pinang llamada Teluk Bahan (Valle Caluroso) e instalarte en la pensión de la señora Loh, una mujer china que te alquilará una cabaña con derecho a cocina por un precio muy razonable”.

Tras este viaje al pasado, ahora volveremos al presente, cuando la semana anterior crucé la frontera desde Tailandia y conseguí un visado gratuito para permanecer tres meses en Malasia (se lo dan a todos los ciudadanos de la Comunidad Europea). Desde el momento en que descendí del tren empecé a alucinar ante los cambios que se habían dado, porque actualmente Pinang se halla unida al continente por un puente digno de cualquier país occidental (tiene diez carriles y es de peaje), y Georgetown, aparte de haber crecido una barbaridad, se ha convertido en una asquerosidad plagada de lujosos rascacielos entre los que me sentí perdido como un mono por la Gran Vía (ya sé que repito mucho esta expresión, pero es que es idónea).

Después de llegar a la estación de autobuses en un taxi carísimo que afortunadamente compartí con un trotamundos inglés, tomé uno hacia Teluk Bahan, y durante la siguiente hora no dejé de asustarme. Primero atravesamos la nueva e inmensa Georgetown, y a continuación recorrimos la costa norte de la isla pasando de una zona turística a otra con hoteles de veinte o treinta pisos de altura en plan “Holiday Inn”. El agobio y las ganas de regresar por dónde había venido no dejaban de aumentar al mismo tiempo que iban disminuyendo los kilómetros que faltaban para llegar a mí destino; y era así a pesar de que los paisajes que había a cada lado de la carretera, con unas colinas cubiertas de densas junglas a la izquierda y una playas preciosas a la derecha, no tenían desperdicio.

Aunque la locura hotelera terminó poco antes, lo que vi al descender del autobús no me gustó, pues Teluk Bahan es un pueblo grande, desnatado y poco atractivo; lo único positivo está en que la mayoría de edificios son de una sola planta. Empeorando las cosas, la primera noticia que tuve fue decepcionante, “Miss Loh ha muerto”, y las habitaciones que me ofrecían eran caras para mis bolsillos o de una pésima calidad, sino ambas cosas.

Maldiciendo al francés que me recomendara este sitio y también al exagerado calor (eran las tres de la tarde y estamos en el trópico), terminé instalándome en el dormitorio de un hotel (creo que solamente hay dos más). Tenía las cosas tan claras como para que preguntase al recepcionista a qué hora partía el primer autobús por la mañana. Mi situación se podría comparar a la de quien hubiese tocado fondo y la única posibilidad que tuviese desde ese momento fuese la de ascender.

Lo que he ido descubriendo paulatinamente durante estos ocho días ha sido lo siguiente (ese placer solamente se logra viajando como un papanatas y sin tener la menor idea de adónde vas): Dando un paseo al atardecer me encontré recorriendo una playa preciosa y solitaria de un kilómetro de largo en la que desembocan un par de arroyos y termina por la parte oriental ante unas grandes rocas pulidas por el agua. La población se halla encerrada entre las colinas del Parque Nacional de Penang y por el oeste sus junglas llegan junto a la arena, desde donde puedo contemplar tribus de macacos pequeños, barbudos y de cola larga, y langurs de pelo negro, además de unas preciosas águilas blancas.

Al meterme la primera noche por el barrio de pescadores conocí a la señora Rozita, una abuela musulmana de cuarenta y cuatro años que, tras ofrecerme una cabaña de nueva construcción por ochenta “ringgits”, me la rebajó inmediatamente a cincuenta, y terminó dejándomela en treinta y tres cuando le dije que me quedaría durante un mes y le pagaría por adelantado (un euro: 4’7 ringgits). A pesar de que la vivienda fuese un poco cara para un “miserias” como yo, a continuación comprobé que podría mantener el presupuesto gracias a que un gran plato de pulpitos, marisco o pescado con diferentes ensaladas me cuesta solamente cinco ringgits: cocina malaya en un bufé con más de treinta opciones en el que llenas el plato a tu gusto y cuando ya estás comiendo pasa una mujer que decide el precio a ojo.

Rizando el rizo, hay un comercio indio en el que venden bidis (aparte de gustarme más que los cigarrillos, joden menos los pulmones), y un restaurante en el que un par de grandes chapatis con dal (lentejas) me sale por dos ringgits (empezaba a echar en falta la comida india). Lo único que sigue saliéndome caro (¡Ja)! como en Tailandia y Laos es mi adicción al yogurt: dos ringgits. Al ir de abstemio, consumo un montón de agua (dos ringgits más), o sea que sigo amorrado a la botella.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Aunque preferiría hallarme continuamente en medio de la naturaleza, actualmente viajo para vivir en diferentes vecindarios auténticos y de diferentes culturas.
  • Una de las muchas razones por las que me gusta la India es que encuentras a grandes filósofos en los sitios más inesperados. Uno de esos casos se dio en un diminuto chiringuito de Gujarat en el que entré atraído por el aroma del sofrito que estaba cocinando un anciano. Sin apartar la mirada de lo que tenía entre manos, él me preguntó quién era yo queriendo saber lo que hacía (somos lo que hacemos…), y tras responderle, me dijo: “La vida es como un helado, y si no te apresuras a gozarla se deshará entre tus dedos sin que la hayas saboreado”.
  • A los amantes del suspense les recomiendo la novela “In The Woods” de la escritora irlandesa Tana French.
  • En el “Cuarteto de Alejandría”, del señor Durrell, Clea afirmaba: “Estar semidespierto en un mundo de sonámbulos, es aterrador al principio, después uno aprende a disimular”.
  • Tras ver la película “Fifty Shades of Grey”, me limitaré a comentar: “¡Vaya una tanda de tarados!”. Por cierto, no sé si os fijasteis en la mesa que tenía el tal Grey en su lujoso apartamento, a la que podría denominar como una rebanada de madera cortada del tronco de un árbol inmenso, y que era idéntica a las que hallas en muchas casas y restaurante de Laos, donde son muy aficionados a ese tipo de muebles preciosos pero poco prácticos que pesan toneladas.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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