La crónica cósmica. Antena para conservar la conexión cósmica

LA PLÁCIDA ATMÓSFERA TROPICAL – Koh Lanta, Tailandia. Creo que nos pasamos de rosca ensalzando la juventud y vilipendiando a la edad tardía. ¿Juventud divino tesoro?, y una mierda. La juventud es un estresante e infernal incordio parecido a una enfermedad que, afortunadamente, se cura con los años y tras ella deja una placentera calma similar a la que hay después de una tormenta. Pero, claro, al ser los seres humanos unos cobardes natos, nos acoquinamos cuando empieza a fallarnos el chasis.

El paso inicial lo damos al vernos obligados a usar gafas a partir más o menos de los cuarenta y cinco. La primera vez tuve la sensación de estar leyendo con unos binoculares, pero me acostumbré y me siento de maravilla con las lentes colgadas de mi narizota. Aparte de las gafas que uso para leer, llevo conmigo dos más, unas de bolsillo para, por ejemplo, leer la carta de los restaurantes, y otras para escribir que se adaptan a la distancia del teclado y la pantalla del ordenador.

En esa misma época de la cuarentena, mi memoria sufrió algo parecido a un “overbooking” y comenzó a seleccionar lo que guardaba y lo que arrojaba a la papelera; un hecho que también fue de mi gusto porque no hay nada más pesado que transportar una enciclopedia sobre los hombros. ¡Maldita memoria!

A partir de los cincuenta años se inició el debacle de mi dentadura, nada raro porque varias décadas antes había roto mi relación con los dentistas. Aunque fui perdiendo los dientes de uno en uno, no sufrí el menor dolor o molestia y, cuando ya tenía el aspecto de un menesteroso, el gobierno alemán me regaló una dentadura de quita y pon, con la que sigo masticando perfectamente a pesar de pedir el retiro (la dentadura…, pero yo también) y haberse roto una parte de ella al deslizarse de mis manos una mañana cuando iba a limpiarla, y terminar en el suelo.

Al adentrarme en la cincuentena comenzó también la caída del cabello, algo que sucedió desde el momento en que me convertí de nuevo en carnívoro, tras ser vegetariano una veintena larga de años. Pero en este caso le encontré asimismo la parte positiva, pues me resultaba mucho más fácil peinar mi perenne melena que, a pesar de quedarle actualmente sólo cuatro pelos, sigue cumpliendo perfectamente de antena para conservar la conexión cósmica.

Durante esas décadas en que me adentré en la edad tardía pasé por otra sutil metamorfosis personal. Mientras estuve tragando millas por nuestro pequeño mundo, a veces pateándome un desierto, otras navegando durante semanas por ríos selváticos, sino residiendo en una primitiva granja a cuatro mil metros de altitud, o viajando veinticuatro horas seguidas en destartalados autobuses, fue creciendo poco a poco en mi interior el convencimiento de que ya había superado mi cupo personal de correrías.

Todos tenemos un límite de kilómetros a recorrer, me dije, o de botellas que vaciar. Y en vez de querer explorar nuevos territorios, deseaba, necesitaba y anhelaba cada vez más el confort que hallo invariablemente en los países del Sudeste Asiático, donde la atmósfera tropical propicia una calma en la que prevalece el goce por las cosas pequeñas; como lo es aquí, en la isla tailandesa de Koh Lanta y en la playa de Klong Dao, donde la rutina incluye saltar de la cama a la seis de la mañana y, todavía adormilado, adentrarme en las plácidas aguas del mar de Andamán que a esa hora temprana me pertenecen en exclusiva.

Después, remojado y espabilado, ando un rato por la pista de arena aguardando a que abra la primera cafetearía y pueda completar mi rito matinal tomando un té, antes de regresar a mi cabaña y dedicarme a teclear hasta que, pasado ya el mediodía, me reúna con el amigo valenciano para tomar unas cervezas Leo y liarme un porrito de la buena maría legal. ¡Qué placer da poder fumarla al fin en sitios públicos!

PASO A PASO – Madhya Pradesh, India, invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. A pesar de que el Bombay Mail era un tren correo, tardó veintiocho horas en recorrer los mil cuatrocientos setenta kilómetros hasta Khandwa, adonde llegué pasada la medianoche. Cosa rara en la India, aquella estación ferroviaria no disponía de sala de espera donde tumbarme a esperar a que amaneciese.

Las oscuras calles de la ciudad estaban desiertas, pues los indios suele irse a dormir en cuanto terminaban de cenar. Me sentía muy alegre por haber regresado al suave clima de aquella parte del país que había empezado a amar. No me preocupaba encontrarme en una situación que hubiese sido dramática en Calcuta.

Encaminé mis pasos hacia la única pensión que conocía. Armé un escándalo aporreando la puerta enrejada de la entrada hasta que logré despertar al portero de noche. Poco después me acostaba en una habitación muy cutre, en la que miles de mosquitos se ensañarían conmigo a pesar de cubrirme con repelente y tener el ventilador del techo a toda marcha.

Fumé un último bidi riéndome de mis penas al pensar en lo majaras estaban aquellos indios: «A pesar de hallarse en un lugar lleno de mosquitos donde hace calor los doce meses del año, ni se les ocurre colocar mosquiteros. Definitivamente dejan demasiadas cosas en manos de sus dioses».

Por la mañana, en cuanto subí al autobús que me llevaría hasta el cruce de Omkareshwar, pude gozar de uno de los auténticos y divertidos espectáculos que solamente son posibles en la India. El chofer detuvo el vehículo y paró el motor al llegar a un paso a nivel que tenía las barreras bajadas. Después de esperar un buen rato sin que nadie se impacientara mínimamente, “en la India lo último que se pierde es la cara enfadándote”, el tren resultó ser una solitaria locomotora de vapor que pasó muy, muy lentamente.

Ya con las vías despejadas, el guardabarreras, un hombre de blancos cabellos y cuerpo sin un gramo de grasa, empezó a dar vueltas a la manivela levantando las barreras.

En otro país se hubiese reanudado normalmente el tráfico, pero no en el Indostán porque, mientras esperaban, tanto los vehículos que iban en un sentido como los que llevaban el contrario, se habían ido colocando en tres y cuatro hileras como si esperasen que se diese la salida de una carrera sin que hubiese nadie frente a ellos.

Y claro, llegado el momento, los tractores, los camiones, los autobuses, los carros, los ciclomotores, los triciclos e incluso los bomberos, se encontraron de pronto y “sorprendentemente” los unos frente a los otros, encima de las vías, formando un atasco monumental que tardaría un buen rato en solucionarse.

No obstante, el desembrollo se desarrolló sin que nadie perdiese mínimamente los nervios o la compostura. Mientras yo, con una sonrisa que alcanzaba de oreja a oreja, pensaba: “¡Rediós, están locos, completamente locos, y al mismo tiempo son encantadores! ¡Estoy enamorado de este país!”.

Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Cuando se popularicen los coches y los taxis aéreos y tengan accidentes, ¿se armará la gorda al desplomarse sobre los edificios y las personas?
  • Os recomiendo leer aquí, en conmochila.com, la sección titulada Dejarse llevar en la que los marchosos trotamundos Lydia y Raúl cuentan sus correrías haciendo autostop.
  • No corrijas a los demás si no es imprescindible ni les des consejos si no te los piden, pues sería como si dijeses indirectamente que eres mejor y sabes más que ellos.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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