La crónica cósmica. Combates de “Muay Thai”

PERDIDO EN LA JUNGLA… DE CEMENTO – Bangkok, Tailandia. A pesar de mi tendencia a exagerar, no es así en el título que doy a esta crónica, pues cuando me hallo en una gran ciudad me siento fuera de sitio y voy tan perdido como un mono por la gran vía (¡cuánto me gusta usar esta expresión!).

Es exactamente lo que me sucedió cuando fui a Bangkok tras permanecer sólo un par de semanas en la apacible Kanchanaburi.

Tengo que confesar que, como en cada ocasión, me asusté al empezar a ver de lejos los rascacielos de Bangkok que cubrían el horizonte hasta donde alcanzaba la vista. Imagen que completaba el tránsito rodado abarrotando las calles y las elevadas autopistas para confirmar que era una población creada para los vehículos, y no para que pasearan los seres humanos.

Afortunadamente, tenía quien cuidara de mí guiando mis pasos, ya que iba a la capital para reunirme con los amigos valencianos y con Luís Garrido-Julve, el reportero tailandés de adopción, que reside desde hace varios años en Bangkok y se conoce esa metrópoli al dedillo. De él podéis leer sus artículos en la sección de A contrapelo de Conmochila, y en su propio blog Bangkok bizarro.

Los amigos valencianos ya me habían reservado una habitación en el Hotel Amber Sukhumvit 85, donde también se hospedaban ellos con su hijo de dos años; todo un viajero nato que el año anterior ya recorrió Jordania, Tailandia y Malasia.

Yo siempre había creído que Sukhumvit era el nombre de una avenida y de un barrio más de la capital tailandesa, pero Luís me aclaró que se trata de una carretera de 488 kilómetros que parte de Bangkok y termina en la frontera de Camboya.

Luís se ofreció a mostrarnos diferentes partes de Bangkok y durante aquella jornada se pasó varias horas conduciendo entre los constantes atascos de tráfico. Empezó invitándonos a comer en el apartamento que comparte con su esposa tailandesa Marisa (nombre castellano que también es tailandés) y su gata Conchita.

La vivienda se halla en la planta decimoquinta de una moderna torre, desde la que se disfrutan impresionantes vistas de la capital, con el río Chao Phraya a corta distancia y la zona verde que se expande en la orilla contraria. Después fuimos a un auténtico laberinto de lujosos centros comerciales, donde pensé que, como en Norteamérica en el Siglo XX, representaban el “sueño asiático”.

Al atardecer, para terminar la visita turística de Bangkok, fuimos al estadio Rajadamnern a ver varios combates de “Muay Thai”: el boxeo tailandés que Luís también había practicado.

Era la primera vez que yo asistía a ese tipo de espectáculo y, aparte de que no me provocó el rechazo que sentía cuando, de joven, veía por la tele algún combate de boxeo, me gustaron los rituales que realizaban los púgiles antes de empezar el combate, así como la cortesía con que se trataban unos a otros, pues se abrazaban respetuosa y amigablemente al terminar la competición.

Confesaré que lo mejor para mí fue el presentador: un tipo vestido con un elegante traje negro que demostró ser un auténtico showman, ya fuese por la forma de hablar, ya por la mímica que empleaba.

PASO A PASO – Koh Sichang, Tailandia, invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. En aquella pequeña isla se oía, casi todos los días en algún momento, un grito de alarma. Sonaba más o menos así: “¡Que viene la tormenta!”.

Tal advertencia era innecesaria porque, con suficiente antelación, el cielo se habría encapotado paulatinamente, cubriéndose de tenebrosas nubes oscuras que, traídas desde el continente por fuertes vientos, darían miedo hasta a un ciego. En armonía con el cielo, el mar tomaba el aspecto de una masa de metal fundido.

Por unos cortos instantes, el viento dejaba de soplar y el agua se quedaba quieta como una balsa, mientras el mundo guardaba silencio.

Las ventanas ya estarían cerradas, las puertas atrancadas, la ropa tendida habría sido recogida, y se prepararían las tinajas donde se recolectaría el manantial que bajase de los tejados. Entonces llegaba la densa cortina de lluvia acompañada del retumbar de truenos y del delicioso aire fresco que arrasaba con el bochorno.

Completando el espectáculo, las nubes se revolcaban unas contra otras y el mar se cubría de olas que las imitaban.

En una de tales ocasiones, no presté atención a las señales de la naturaleza y fui de paseo. Al dar con una senda desconocida que partía hacia la deshabitada costa septentrional de la isla, decidí seguirla para ver adónde llevaba.

Advertí la inminente llegada del chaparrón estando en campo abierto sin que hubiese una vivienda cercana. Entonces vi una peña que se hallaba a unos cien metros a poniente y corrí hacia ella esperando encontrar algún tipo de refugio.

Me sentí aliviado al divisar una cueva junto a la ladera. Crucé el umbral de aquella vivienda natural al mismo tiempo que empezaban a caer toneladas de agua. Me alegró comprobar que me hallaba en la clase de sitio que había soñado muchas veces como residencia.

La entrada era alta y, tras ella, los inclinados muros de roca se alzaban en todas direcciones hasta alcanzar alturas de más de diez metros. Comprobé boquiabierto que allá arriba había diversos agujeros que permitían la entrada de la luz y la vista del cielo, además de dejar correr el aire; aberturas de las que colgaban troncos, raíces, plantas y flores.

El ambiente era agradablemente fresco, pero seco. Me acompañaba una gran cantidad de pájaros, mariposas y otros insectos que, entrando y saliendo, parecían apreciar tan privilegiado rincón.

Estaba gozando del delicioso espectáculo natural cuando escuché una voz suave y amable, diciendo: “Sawasdee”. Dirigiendo la mirada hacia un rincón que me había pasado por alto, vi a un joven monje budista plácidamente sentado sobre una roca plana. Respondí al saludo antes de explicar la razón de mi intromisión en la que resultó ser la residencia del religioso.

El joven me mostró sus pocas posesiones: una larga mosquitera que colgaba desde una roca a unos tres metros de altura y, bajo ésta, una colchoneta, el cuenco para la comida y un libro budista. La mímica fue esencial en la conversación que mantuvimos porque el monje sólo hablaba la lengua “tang”.

Le felicité por tan perfecta vivienda y le comenté que había observado el mismo buen gusto en otros monjes budistas. Dijo provenir de cierto pueblo cercano a Si Racha y me hizo entender que sólo había estado una vez en Bangkok.

Frente a alguien que, a pesar de haber profundizado mucho en la espiritualidad, no conocía prácticamente nada del mundo en que vivía, la mímica no sirvió de mucho cuando traté de hablarle de mi tierra natal. Entonces, al advertir que la tormenta ya había pasado, hice una exhibición de gestos con los que intentaba decir: “Voy y vengo”.

Salí corriendo de la cueva, rehice el camino hasta mi domicilio, cogí el mapamundi que siempre llevaba conmigo y el ejemplar del National Geographic que había adquirido en Bangkok, en el que había un reportaje dedicado a Cataluña, y regresé a la cueva.

En esta ocasión el monje me esperaba sentado al exterior gozando del atardecer. Después de acomodarme a su lado, empecé por abrir el mapa y señalar dónde se encontraba Tailandia, Myanmar y la India. “Esto es Asia, ahí está América y allá queda Europa”. Tras comprobar que el monje asentía, seguí señalando: “Esto es Inglaterra, acá tenemos Francia, y ahí abajo, en este lugar muy pequeñito llamado Cataluña, nací yo”.

A continuación abrí la revista y le mostré unas fotos en las que se veían algunos de mis paisanos junto con los paisajes y la arquitectura de mi tierra.

Ya oscurecía cuando me despedí del monje. Como no llevaba mi linterna, debería darme prisa sino quería quedarme en medio de la nada sin ver dos en un burro. El monje, sonriendo, juntó las palmas de las manos, y dijo: “Khòrp Khun khráp”, gracias.

Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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